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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: enero, 2014

33. Travolta y yo. Ficción vs realidad

Hay una película de cabecera para los que, como yo, hemos sido asaltados por un tumor maligno en el cerebro: Phenomenon. Ojo, que es ficción, lo mío es una serie basada en hechos reales. La cosa va así: El día que cumple 37 años, George Malley, que lleva puesta la cara de John Travolta, ve un fogonazo en el cielo y empieza a tener súper poderes: se descubre más inteligente, se le aclara el pensamiento… A mí, como a Malley, se me dispararon también varios sentidos el 6 de octubre del 2013, cuando convulsioné en el cuarto de baño y acabé tumbado en calzoncillos en una ambulancia medicalizada del 061, todo rodeado de fontanería y electrónica. Desde ese día el mundo ya nunca olió igual; los sonidos se amplificaron; los sentimientos se intensificaron… La telequinesia y la capacidad de predecir terremotos que le colocan a Travolta en la producción norteamericana que dirige Jon Turteltaub son exageraciones propias de Hollywood, es comprensible, así que no me pidáis que mueva bolígrafos con la vista ni que adivine si se os va a caer la casa. Tampoco he probado a aprender un idioma en veinte minutos. Pero cuando George Malley Travolta dice que ve las cosas con mucha claridad y que se concentra mucho, entiendo exactamente a qué se refiere; es como si me hubieran atornillado un ventilador en la cabeza y tuviera el microprocesador refrigerado.

A Travolta le asusta que todos lo miren diferente. A mí también, aunque él se lo busca, todo el día haciendo el gilipollas con la telequinesia, con lo que llama la atención. Como la película ya tiene sus años (es del 96) y no me queda otro remedio, la voy a destripar. Así que el que no quiera leer que pare aquí. «Hay un tumor en tu cerebro que se ha esparcido como una mano. Hay ramificaciones por todas partes pero, en vez de disfunciones, y ese es el misterio, en vez de destruir la función cerebral, de momento la ha estimulado, y no podemos entenderlo», le dice a Malley su amigo y médico Rober Duvall. «Tienes más área cerebral útil de la que jamás se haya tenido noticia, y se debe a esos tentáculos», continúa. NO ES MI CASO. De momento. La siguiente frase del guión es la que más acojona a alguien en mi situación y también la dice el médico: «Ya hemos visto antes tumores como este. Se llama astrocitoma y eso explica los mareos y la ilusión de la luz. Pero el modo en que avanza, despertando tu mente, eso es un gran misterio». Lo que le diagnostican a Travolta es, en fase avanzada e irremediable, lo que tengo yo en pequeño formato aún; él tiene en el tarro la famosa coliflor de la que me habló mi radiólogo y que ahora tratamos de que no florezca en el mío intoxicando la semilla con Temozolomida y radiactividad. Malley tiene la coliflor completa, full equip; yo el embrión en un punto localizado. Travolta ni se inmuta cuando se lo dicen. Ni pestañea, no se acojona. Y, sobre todo, no pierde el sentido del humor ni las ganas de vivir. Y se enamora de la vida y de la gente con todas sus consecuencias. En ese sentido, George Malley y yo tenemos más que ver de lo que pudiera parecer. En España subtitularon la película como Algo extraordinario más allá del amor. En fin…

Paso de leer demasiado sobre la enfermedad. Desde que Internet entró en nuestras casas es muy fácil informarse o intoxicarse acerca de los males propios y ajenos. Yo he decidido que no quiero saber más que el médico, pero tampoco menos que cualquiera de mis compañeros que se dedican al periodismo sanitario. Alguno me ha dado palmaditas raras en la espalda, como de compasión, por eso me he documentado lo básico, sin obsesionarme. Lo juro. A estas alturas creo que sé lo que tengo que saber, lo suficiente para plantearme prioridades y, si acaso, sueños. Si empiezo a predecir terremotos o a mover bolígrafos con el pensamiento, desconfiad. Pero, de momento, la cosa está muy verde. Ya dije el otro día lo del saco de besos. Pues sigue a tope.

Acabaré pronto el relato de hoy, que tira de mí la fuerza de gravedad del colchón viscolástico. Breve parte médico del día de contienda número 11. Si en los bares de Santiago suelen dar callos de tapa los jueves, a mí los jueves me toca consulta de enfermería antes o después de la sesión radiactiva. Se trata de que Isabel, amabilísima como resto del servicio de Radioterapia, evalúe cuestionario en mano los daños colaterales del tratamiento: más o menos pelo, náuseas, convulsiones, mareos, más o menos apetito, daños en la piel… No me pregunta por la nómina. Pero tampoco hay cambios: paga la Seguridad Social. Isabel apenas ha tenido que anotar nada; sigo de una pieza.

Si ayer me encontraba algo cansado y sin apetito, hoy me levanté hecho un Sansón. Caminé quince kilómetros, participé en un acto de homenaje al primer decano del Colexio de Xornalistas de Galicia, mi amigo Xosé María García Palmeiro, y llegué puntual al hospital para la sesión de churrería. El hambre se me despertó con un bocata de calamares del Latino, un clásico de la calle República Arxentina de Santiago y, a última hora de la noche, antes de drogarme por obligación, me sentí inevitablemente atraído por unos melocotones. Eso ocurrió después de disfrutar toda la tarde de esos dos locos bajitos que tengo de hijos.

Pienso mucho durante todo el día y no me cuesta nada escribir lo pensado. No os recomiendo que alquiléis Phenomenon si sois de los que enseguida se ponen en la piel del otro. Yo lo hice como un reto que me ocupaba la cabeza desde que supe del diagnóstico; y no me ha hecho mal verla, todo lo contrario. Me ha servido para reforzar otro poco ese espíritu vital que, creo, siempre he tenido. Las cosas cambian mucho cuando te faltan dedos para decir que la vida son cuatro días. Sí, ya, cada caso es distinto, que patatín, que patatán… pero disfrutemos sobre seguro.

Sigo animado, voy a por todas… Todo eso. Que estas memorias sanitarias hayan trascendido no me preocupa, más bien todo lo contrario, porque sé que a mucha gente le están haciendo mucho bien. Y así me lo hacen saber. No escribo ni por presión ni por obligación, así que si pasan días sin noticias que nadie desespere, que el ritmo lo pongo yo. Mankell, amigo, el sábado te pierdes en Vigo la empanada de Toñita, pero la oferta sigue en pie. Continuará (cuando y como sea). Buenas noches.

32. Carta a Henning Mankell

Escribirle de tú a tú a Henning Mankell me trae a la memoria una escena que presencié en Barcelona a principios de los años noventa. El entonces presidente de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol, visitaba un centro gallego, una de esas embajadas de la diáspora en la que yo trataba de buscarme la vida como profesor de gaita.

Como toda asociación legal, aquel colectivo de emigrantes tenía su propia junta directiva. Y el tipo que la encabezaba, que creo que era taxista, no se anduvo con hostias: Fue cruzar la puerta Pujol con su séquito y el jefe de los gallegos emigrados le espetó: «Señor Pujol, ¡de presidente a presidente!» ¡Ole tus cojones!, me dije al escuchar a mi compatriota. Claro que enseguida pensé: También tiene razón; qué más dará el número de presididos, el asunto es presidir. Complejos, los justos. Así que, querido y admirado Henning Mankell, de presidente a presidente:

Ni yo conozco Suecia ni tú la empanada de mi madre, y a eso hay que ponerle remedio. Aunque tú vives de escribir lo que quieres y yo de hacer lo que puedo o lo que me dejan; aunque tú eres Dios y yo un humilde fontanero del periodismo, leo con agrado que has decidido hacer pública tu lucha contra el cáncer a través de una columna en el Göteborgs-Posten. Digo lo de «con agrado» porque eso nos une: yo llevo haciéndolo cuatro meses a través de este blog y te puedo asegurar que me ayuda mucho. A ti te ayudará también. Ojalá coincidiésemos escribiendo de las enfermedades ajenas y no de las propias, pero en el bombo de la vida una mano ha sacado tu número, el mío, el de mi amigo y admirado José Luis Alvite… Y el sorteo sigue. Aunque nos separan la tierra, el idioma, la edad y la cuenta corriente, el cáncer, el puto cáncer, Henning, nos junta en este viaje en el que no podemos hacernos los suecos.

Tú creías que tenías una hernia discal -deberías conocer a mi padre, que sufre más por las hernias fiscales que por las discales y por la pensión que por la tensión- y, de un día para otro, te ataron un lazo rosa. Lo mío tampoco fue tan diferente. Escribías ayer en el Göteborgs-Posten que la ansiedad que te provocan tus tumores «es muy profunda» aunque, a grandes rasgos, puedes mantenerla bajo control. Conozco bien esa sensación, que también es la mía. Y dices que quieres afrontar la narración de tu cáncer como una lucha «desde la perspectiva de la vida». En eso también somos iguales, desconocido sueco; desde la perspectiva de la muerte ya se encargan el enterrador y el señor de marrón que viene cada mes a cobrar el recibo del seguro de decesos. No me digas que también te gusta Abba.

Lo tuyo es grave, pero lo mío no es leve: ataque epiléptico por sorpresa; tumor cerebral; craneotomía pterional y tres placas de titanio; anatomía patológica con resultado de astrocitoma anaplásico en grado III; y ahora, desde hace ya más de una semana, radioterapia y quimioterapia a todo lo que aguante el animal. Los detalles están en los otros 31 textos de este blog, pero seguro que tienes más cosas que leer o que escribir. Te saco ventaja.

Cuando yo empecé a enseñar mis paños mayores aquí para poner en orden mis sentimientos y dolerme acompañado, como suelo decir, no me esperaba que conseguiría alistar semejante ejército para llevármelo a la guerra. Y si lo he hecho yo, que a tu lado soy un breve en una página par, qué no conseguirás tú. Como comparar a Xan das Bolas con Ingrid Bergman.

Hoy, Henning, cuando van ocho días de tratamiento, han empezado a flaquearme las rodillas y tengo menos apetito, pero confío en que sea una sensación pasajera. Hasta ahora no había ocurrido. A ti y a mí nos van a meter mucha física y mucha química en las entrañas y toda esa carga, como el estrés o la rabia, afectan por acumulación. Hoy he asistido a la octava sesión de radioterapia en la churrería radiactiva del Complexo Hospitalario Universtario de Santiago y, mientras me cocinaban el cerebro, una mano anónima borró el «Ignacio» de mi tarjeta de paciente oncológico y lo sustituyó por «Nacho», sabiendo que me hacía ilusión. No podía menos que agradecérselo al personal con una pedrea de Toblerones importados de Suiza por mi amigo Juan Capeáns. Bah, retazos de mi nueva vida como paciente oncológico.

Termino, que hoy estoy especialmente cansado y soy consciente de que tengo menos posibilidades de que me leas que de que los Reyes Magos me traigan un Scaléxtric. Si los dos salimos de esta, que vamos a salir, te propongo en todo caso un trato: tú regresas a Galicia y pruebas la empanada sobrenatural de mi madre. En la sobremesa te pondré al corriente de una cantidad de sucesos tal que convencerás a Wallander para que se mude a un piso en Fontiñas, junto a los juzgados de Santiago, donde se corta el bacalao de las tragedias españolas. Aquí, de un tiempo a esta parte, en la crónica negra somos los putos amos. Hasta conseguiré que mi compañero Xurxo Melchor te presente al juez Vázquez Taín, a cuya mesa van a parar los asuntos más gordos. Estoy seguro de que si nos invadieran los extraterrestres, el caso le tocaría también a Taín. En compensación -vale, serás Mankell, pero la empanada de Toñita no la vas a encontrar en Ikea-, yo vuelo a Suecia -corro con los gastos, faltaría más-, tú me guías por tus dominios y me dices cómo carallo tengo que hacer para que tu hijo Kurt Wallander deje de tener la cara de Kenneth Branagh. Es como cuando me hablan de El Lute, no dejo de ver a Imanol Arias. ¿Hay trato? Ánimo con lo tuyo amigo, ánimo con lo mío. Si el cáncer y los periódicos nos han unido, que sea por una buena causa. Venceremos nós, Henning, que en el otro mundo nunca saben qué hacer con los muertos de izquierdas. Lo sé por todos los difuntos de mi familia que siguen ocupando ilegalmente las ruinas del purgatorio. Un abrazo radiactivo.

31. Día completo, día Comansi

Diario de campaña. Día 9 de las hostilidades. Si al enemigo no lo freímos con los aceleradores lineales del Hospital Clínico Universitario de Santiago o lo envenenamos con lingotazos de Temozolomida, siempre nos quedará la posibilidad de ahogarlo. Y que nadie me venga con que en Santiago la lluvia es arte; ¡la lluvia es agua, señora! Y qué manera de caer. Hoy ha tocado ITV en el cuartel general: análisis de control, visita al oncólogo y radiación vuelta y vuelta; me he ganado el sueldo que me paga la Seguridad Social.

En el hospital de día del servicio de oncología los resultados de los análisis corren prisa. De lo que te salga depende que puedas continuar o no con el tratamiento, así que el revelado es rápido, casi a la misma velocidad con la que la señora Julia, viuda de Sandine, positiva los carretes de 35 milímetros de los turistas japoneses en su tienda de la Rúa do Vilar.

Con la vena perforada y taponado con algodón y esparadrapo acudí a la puerta 11. Cuando entras en el depacho de un oncólogo la sensación es parecida a la que tienes si te llaman del departamento de recursos humanos de la empresa: o te perdonan la vida o date por jodido. Desconfiad de toda gestión sanitaria o laboral que no se pueda resolver por teléfono. Esta vez hubo suerte. «Los análisis están perfectos -dijo el especialista- está todo muy bien. ¿Algún síntoma?». La verdad es que, excepto el hormigueo en los dedos que se suaviza escribiendo o tocando a la gaita electrónica a toda hostia The Clumsy Lover, no. Me dan más náuseas algunas noticias y algunas personas que la quimioterapia, y eso dice mucho de mi resistencia física al Temadol y poco de mi tolerancia hacia el género humano. Pero se trata de cáncer, no de principios.

Antes de despedirme con un apretón de manos y de darme la enhorabuena por haber sobrevivido a la primera semana de tratamiento físico y químico, el doctor me recomendó que instalase en el iPhone una aplicación para contar los kilómetros que camino cada día. De momento los cuento por horas y me salen no menos de quince o dieciséis. 

Siguiente parada de la mañana: la farmacia del hospital, esa cámara frigorífica en la que el Servicio Galego de Saúde refrigera por igual a los medicamentos y a los farmacéuticos. De ahí sales con tu dosis personalizada de veneno en una bolsa de plástico y con una sonrisa segura. Qué bien sienta un poco de aire del sur en este humedal compostelano.

Papeleos, trámites, citas… Esto de matar al cáncer tiene una logística a la que enseguida te acostumbras, pero da lata. Mientras esperaba mi turno en el mostrador de control me fijé en un cartel que anuncia el banco de pelucas para pacientes oncológicos. «Mondo y lirondo como estoy -pensé- como no done pelos del pecho…». Es un gran servicio, sin duda. Porque esta enfermedad, en sus múltiples formas, es de las que no se conforma con comerte por dentro. Como yo voy pelado de serie es algo que llevo ganado, no hay mal que por bien no venga.

Ya en la planta -3, la única novedad en la séptima sesión de radioterapia fue musical. Me atornillaron a la máquina número 1 y me frieron una vez más sobre un patrón musical que incluye algún cambio: Do-Do (octava)-Do-Sííííí. Me acuerdo mucho estos días de los dictados del conservatorio. Nadie ha sabido explicarme todavía por qué cada máquina tiene su propia sintonía radiactiva. Soy todo oídos.

Cuando salía de radiarme, en el pasillo me paró un hombre de barba y jersey gris. «¿Nacho Mirás?», preguntó. No me pareció momento para contestar con el grito de guerra familiar -el que no lo conoce es que no está a lo que está-, así que respondí que sí. «Pues yo -dijo- soy el jefe de la churrería». Ha sido una manera diferente de conocer a Antonio Gómez, responsable máximo del servicio de radioterapia del Clínico de Santiago. Si se les va la mano con la sartén ya sé a quién pedirle la hoja de reclamaciones. Pero eso no va a pasar. Ahora que tengo el olfato disparado huelo de lejos a los que saben lo que se traen entre manos. Y aquí hay calidad profesional y humana, no es peloteo. La única queja que tengo es el ruido que hacen las puertas. La agudeza auditiva es otro súper poder fruto de la operación en la que me descorcharon el cráneo para sacarme un astrocitoma anaplásico en grado tres con su correspondiente rebozado de cerebro. Así que cada vez que alguien le da un hostiazo a una puerta pienso que va a salir Tejero mandando callar a Gutiérrez Mellado; el corazón en un puño.

Y por fin, después de las cuatro, por si no me había radiado bastante, acudí puntual a los estudios de Radio Galicia-Cadena Ser en Santiago. Si me dicen hace cuatro meses que Carles Francino me invitaría a tomar café con Isaías Lafuente, Juanlu Sánchez, Roberto Sánchez, Jon Sistiaga, Cristina Fallarás o con él mismo en La Ventana no me lo habría creído. No entraba en mis planes ser una celebrity de la oncología, pero el día que decidí enseñar mis paños mayores lo hice con todas las consecuencias. Y qué mejor excusa para ser mi propio reportero de guerra en Prime Time que la etiqueta #atomarporculo, sobre la que Francino y su equipo montaron el programa de ayer. Lo que dije está aquí, incluida mi intención de sodomizar al cáncer. Lo que no dije, pero pienso en firme, son las cosas y las personas que pienso mandar #atomarporculo cuando se acabe esta emergencia sanitaria en la que vivo instalado y pase a ser un enfermo crónico. Sí, lo mío es para siempre. Soy el sueño de cualquier mujer soltera: casado, dos hijos, una gata y un cáncer. Me van a llover las ofertas. Pero, por si eso no ocurre, de momento las prioridades las pongo yo. Si la vida son cuatro días y te dicen que a ti igual te dan tres, me sobra lastre indeseable del que desprenderme. ¡A tomar por culo! Gracias por prestarme el micro amarillo, Francino. Si mañana me convalidan la sesión de radio en la churrería ya te informaré, aunque me da que Gómez va a decir que no. Voy con la droga y os dejo una foto de una de las sesiones radiactivas recreada con clicks por mi amigo Xoán A. Soler y su hija Lola. Mañana toca renovación semanal de la baja laboral, esa mierda burocrática que pienso tramitar yo mismo mientras me mantenga vertical. To be continued.

clicks

30. Al enemigo, ni agua

Como no hice la mili porque objeté a trabajar gratis para el Estado -bien lo sabe el catedrático Luis Hervella, que fue mi comandante en la Facultad de Matemáticas de la Universidade de Santiago y me llamaba al orden porque ni siquiera aparecía para firmar los partes-, desconocía que las guerras se parasen los fines de semana. Como expliqué en el capítulo anterior, el intermedio del sábado y el domingo solo afecta a la fase radiactiva, no a la química; los citotóxicos son perfectamente compatibles con el agua bendita y con Informe Semanal. Así que ya llevo siete raciones, ocho con la de esta noche, de polvos mágicos. El caso es que hoy ha vuelto a ser lunes para el cáncer y, como voluntario forzoso que soy, he tenido que presentarme de nuevo en el cuartel general clínico y universitario de Santiago de Compostela.

En la sexta sesión radiactiva ya me han llamado como Dios manda; no predico en desierto: Nacho Mirás. Le han añadido un «don» que no me importa porque, en general, somos muy dados a los formalismos. Por lo menos es mejor eso que lo que hacía aquel segurata que nos ponía el «don» en el apellido y acababas convencido de que trabajabas para la Cosa Nostra: «¡Don Mirás! ¡Don Cambeiro! ¡Don Soler!». A lo que no acabo de acostumbrarme es a que algunas secretarias -siempre me ha pasado con mujeres, ya lo he contado- les digan a sus jefes que ha llamado de La Voz de Galicia, «un tal Nacho Vidal». El cerebro y otros órganos tienen vida propia. Gracias, de todas maneras, por el cumplido. Esta mañana no fue el caso. Hoy he entrado yo mismo en el acelerador lineal Siemens Primus, y no ese «Ignacio Miras» (sin acentuar) que lleva suplantándome 42 años en todos los ambulatorios. «¡Bua! -me dije- hoy, por lo menos, me fríen en tempura». Pero no hubo novedades en la cocina del tercer sótano, todo marchó sobre lo programado. Solo una breve conversación entre los técnicos me inquietó un poco: «‘¡Ya tengo noventa cargados!» ¿Cartuchos? ¿Grays? ¿Postas para matar jabalíes? ¿Grados para el ángulo recto? Me quedé con la duda.

Como cuando me radian estoy ciego -una máscara hecha a medida me impide ver-, me imagino los destellos radiactivos que percibo como las cámaras de infrarrojos de la CNN retransmitiendo las hostilidades norteamericanas sobre Bagdad, solo que con el patrón musical Do-Do (octava)-Do-Soool interpretado por el torno de un dentista. Ñi-Ñi-Ñi-Ñiiiiiií.

Mientras me quede fuelle me niego a que el cáncer, invasor transplantado en mi cerebro en forma de astrocitoma anaplásico en grado III, se apodere también de mi ánimo. Al enemigo, ni agua. Eso no quiere decir que le pierda el respeto, por mucho que la entereza que presento pueda dar otra impresión. «Si no estuviera asustado sería usted un insensato», me espetó el neurocirujano cuando me informó de que la crisis comicial del 6 de octubre (ataque epiléptico, que los médicos hablan esperanto) había sido provocada por un tumor que requería sacacorchos.

He comprobado, y de qué manera, que se puede estar acojonado y no por eso doblegarse ante el enemigo. Hoy me han preguntado dos personas de dónde saco la fuerza. Seguro que muchos de los vecinos de Angrois que se metieron en el Alvia tampoco sabían de lo que eran capaces. Situaciones extremas provocan reacciones extremas. ¿Cuánto me va a durar encendido el motor? No lo sé, espero que lo suficiente; quizás me caí dentro del caldero de la poción mágica cuando era pequeño. ¿Hay algo que no me hayas contado, mamá?

El momento del día en el que siento más soledad es justo ahora cuando, después de haber recibido ánimos a granel y con todo el mundo en la cama, me voy derecho al armarito del cuarto de baño. Como un cura novato ante el sagrario, asalto mi propia farmacia y me llevo la Temozolomida a punta de navaja. Entonces cuento cápsulas hasta sumar 150 miligramos de veneno, ni uno más ni uno menos. Nadie, absolutamente nadie, me acompaña en ese trance; nadie me presta su estómago; nadie se pone en mi lugar. Aunque el arma radiactiva de la mañana también tiene peligro, al menos percibo la humanidad del personal del servicio de Radioterapia. Vale que, cuando empieza la sesión de discoteca, junto a la máquina no se queda ni Cristo, pero sé que están allí, mirándome a través de una cámara; que si levanto un brazo o hago ¡chas! aparecerán a mi lado.

Maña toca consulta con el oncólogo, análisis de control, farmacia y sesión de freidora radiactiva otra vez, la séptima de treinta. Toda una jornada laboral. No sé si será por la medicación o por los ánimos que me traspasáis, pero os juro que ahora mismo le tengo más miedo a tirarme en paracaídas que al enterrador.

«Favor, no se molesten,
que pronto me estoy yendo.
No vine a perturbarles
y menos a ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando,
y sin querer ya estaba
tocando.»  (Monólogo, Silvio Rodríguez)

To be continued.

29. Suplemento del domingo. Dos rombos.

Hoy me he levantado tan de una pieza que durante un rato me he olvidado del cáncer. Pero el muy hijo de puta enseguida ladra. En cuanto pasé por delante del espejo que tengo en la habitación, la cicatriz de la craneotomía en el lado derecho de mi cabeza, que tiene forma de interrogación, me recordó que la incertidumbre sigue acampada y que tiene pensado quedarse a vivir. Tengo que reconocer, ya que estamos, que la calidad del zurcido es máxima. Durante mucho tiempo atribuí el remate a la mano experimentada de un neurocirujano. Craso error. «¿Coser nosotros? ¡Eso lo hacen los residentes!» Ya, que sois unos chulitos, vaya. Pero es comprensible: si un francotirador no anda por ahí dando barrigazos con la infantería ni llevando bocadillos a las trincheras, los neurocirujanos tampoco están para entretenerse con la aguja y el dedal. «Ya me tocó coser mucho cuando empezaba en esto», se justificaba el doctor Allut. «Como dice el refrán, doctor -intervine- a base de cortar collóns, faise un capador«.

Hagamos pues justicia con el o la residente que me zurció la cabeza con grapas el 12 de diciembre del 2013. El trabajo, querido/a aprendiz de eminencia de la neurocirugía, es digno de la academia de corte y confección de Susa Suárez. Aunque me has marcado de por vida, te agradezco que no te ensañaras con los pespuntes. Me acuerdo de ti cada vez que me afeito. Si reconoces tu obra por los pasillos del hospital no dejes de saludarme, que es normal que un autor visite sus obras. Hasta me puedes firmar la cicatriz. Sirva este reconocimiento de acto de desagravio con todos los residentes del Hospital Clínico Universitario de Santiago. Gracias por vuestro tiempo entre suturas.

Como es domingo no tengo que ir a la freidora; parece que la radiactividad interfiere con la gracia de Dios. Os diré que a mí la gracia de Dios no me hace puta gracia. Lo que no interacciona con el día del Señor es la química, por eso no dejo de cenar mis raciones diarias de Ondansetrón y Temozolamida regadas con las mejores aguas de la traída. Como no todo va a ser oncología y por ser hoy festivo, como jefe máximo de mis propias memorias sanitarias que soy, voy a tirar de nevera. Como bienvenida a todos esos que os habéis incorporado a la lectura de http://www.rabudo.com a través del increíble obituario en vida en que me ha hecho Manuel Jabois en El Mundo, ahí va, en reedición especial de fin de semana, el suplemento Musas Ochenteras, que escribí hace casi un año, después de un tórrido intercambio de tuits con mi amigo Zapi. Seguro que más de uno se ve retratado en alguna escena. Astrocitoma anaplásico, no sabes dónde te has metido.

Para Jose Menéndez Zapico @zapi, con mis respetos.
IMPORTANTE: Recomiendo la lectura mientras suena esto, para entrar en ambiente:

http://www.goear.com/listen/f918454/im-not-scared-eighth-wonder

No me preguntéis por qué, pero me acaba de atracar a punta de navaja la adolescencia en mi propio sofá. He caído, no sé cómo, en aquel vídeo en el que Patsy Kensit susurraba con Eight Wonder que no tenía miedo y, de repente, he recuperado el flequillo, los náuticos, tres espinillas y mis pósters secretos de Sabrina Salerno y Samantha Fox en bolas pegados en la puerta del armario.

Eran aquellas imágenes de revista documentos secretos, aunque secretos a voces. Aquellas santas a las que yo rendía un culto inquebrantable eran mi muro privado de las lamentaciones. Mi madre no dijo nada el día que las descubrió. Las tenía pegadas a la puerta por la parte de dentro, igual que los camioneros cuelgan en las literas de sus cabinas a unas señoras estupendas y lubricadas que anuncian discos para el tacógrafo. Cada vez que me guardaba la ropa planchada, mamá se cruzaba con ellas, que apuntaban con sus tetas al infinito como Corea del Norte apunta a Corea del Sur y, por extensión, a la humanidad. Pero ni se inmutaba. Jamás dijo nada. Las fotos eran casi de tamaño natural. Quiero decir las cabezas de las fotos, porque aquellos pechos inmensos, dos pares, estaban claramente inflados por encima de sus posibilidades.

Cuando caía la noche y la casa estaba en calma, me encerraba en la habitación, abría el ropero y rezaba a las chicas mi particular novena. Los rudimentos de Física me decían que semejante  falta de respeto a la ley de la gravedad no era posible. Y, sin embargo, allí estaban, al alcance de mi mano, sustentadas en el aire como cuatro zepelines a punto de reventar en una gran bola de fuego. Dos cordilleras. Sendas venus afroditas inconmensurables. Dos pasos en una procesión en la que yo era el único cofrade, costalero y penitente.

Aquel voyeurismo gráfico acababa siempre en espasmos y lucería. Creo que en la Fox y en la Salerno descargué energía suficiente para alumbrar Ponteareas. Brindaba por ellas y por sus canalones -escribiendo canalillos no les haría justicia- y, después de eso, moría. Es cierto que la catequesis salesiana me dejó poso hasta el punto de que, al principio, después de mis primeros escarceos adolescentes con aquellas diosas de la neumática, la conciencia me escocía y me juraba que jamás volvería a dejarme seducir por dos retratos. Aunque siempre había una segunda vez. Incluso una tercera y una cuarta; eran los excedentes propios de la edad.

No sé en qué momento arranqué las fotos y encaminé los esfuerzos a tratar de descubrir y a fundar en cuerpos humanos reales, superada la parte teórica. Bueno, sí lo sé, pero no viene a cuento. El caso es que aquellos pósters hicieron conmigo y con los de mi generación un servicio público impagable; nos desatascaron, nos destensaron y nos mantuvieron en forma como Eva Nasarre hacía con las jubiladas de Benidorm. Solo por eso, a Sam y a Sabrina deberían condecorarlas.

Ya de mayor conocí en Cambados a Samantha Fox, a la verdadera. Escribir Cambados y Samantha Fox en la misma frase parece descabellado, pero hay situaciones que no por inverosímiles dejan de ser ciertas. Está de testigo Alfredo Suárez Canal, que era conselleiro del asunto rural. Sin embargo, la versión humana de mi póster me dejó indiferente. Ni frío ni calor. Una mujer transparente. No es nada personal, Sam. No eras tú, fui yo.

Con Patsy Kensit mi relación fue diferente. A ella la quería para hacer el Cristo en los aros de sus orejas y llenar el planeta de niños con su sonrisa y mi apellido. Inducido por Patsy, me enamoré de verdad de una chica del instituto que le clavaba el estilo. Pero jamás fui correspondido y tuve que consolarme brindando en soledad, como un perro abandonado, a la salud de mis madonas hinchables, que siempre me aceptaban como animal de compañía. Por esa época leí a Xavier Alcalá, que mal sabe que me ayudó a librarme del complejo de culpa que me invadía con frecuencia al tocar como solista en mi propio auditorio. Y gracias a la lectura en clase de A nosa cinza, los colegas del Meixoeiro respiramos aliviados al darnos cuenta de que ninguno estaba solo y de que, de habernos reunido todos los virtuosos que entonces éramos, habríamos fundado una fabulosa orquesta de zambombas. Todos menos Elías, que nos juraba sobre la Biblia que jamás se había puesto la mano encima.

Yo soy producto de aquella adolescencia. Y de la pasión desatada por Patsy, mi musa ochentera que marcó una línea a la que he permanecido fiel. Vaya mi recuerdo para ella y para los hijos que no tuvimos. Sobre Andie McDowell y Demi Moore, si eso, ya os hablo otro día y os cuento, de paso, cómo la plantilla completa de Durán-Durán me firmó sus autógrafos vestido de gaiteiro.

Nada más por hoy. Mañana, cuando José Antonio Marcos salude a España en Hora 14 a través de las ondas de la Cadena Ser, acordaos de que yo estaré gastándole corriente al Servizo Galego de Saúde atornillado a la freidora radiactiva sin otra misión que putear al cáncer. Feliz domingo.

28. Sobrevivir al sistema

Acabo la primera semana de guerra radiactiva cansado, pero creo que más por caminar sin medida que por el tratamiento. Procuro ir y volver andando al hospital todos los días. «Si tenemos suerte -me dijo el radiólogo descamisado- el mayor inconveniente de la radiación debería ser venir aquí». «No se preocupe -le respondí-, yo antes era periodista y profesor universitario; ahora trabajo para la Seguridad Social a tiempo completo. Me va en el sueldo».

La Siemens Primus no volverá a freírme la cabeza de nuevo hasta el próximo lunes, pero todavía quedan veinticinco sesiones de rayos UVA atómicos. En general, me encuentro bien, pero ya sé que los daños colaterales vienen por acumulación. Estoy prevenido.

En este poco tiempo algo hemos avanzado: he conseguido que acentúen correctamente mi primer apellido al llamarme por megafonía; que la radiactividad empiece a poner a raya al invasor; o que el personal de Radioterapia consulte más estas memorias sanitarias que la página web del Servizo Galego de Saúde. Esta mañana, cuando me desearon buen fin de semana, ellos mismos me confesaron que hubo un gran debate para tratar de averiguar de quién eran los ojos radiactivos que tanto me impresionaron en la sesión del lunes. Anda que no lo saben. ¡Son tuyos, sí! Si consigo que la semana que viene me llamen Nacho en vez de Ignacio, entonces ya sería la hostia. La legislación española es tan absurda que, aunque me bautizaron Ignacio para poder llamarme Nacho, no puedo cambiarlo en los papeles «porque Nacho tiene connotaciones despectivas en algún país sudamericano», me justificó una vez un funcionario, seguramente el mismo que le obligó a mi padre a registrar como Alejandra María a mi hermana porque Sandra, a principios de los setenta, no era un nombre digno de un ser humano. Así que vivo condenado al Ignacio únicamente cuando me reclaman los hospitales, los bancos o aquella vendedora de seguros de vida de El Corte Inglés a la que ahora lamento no haber prestado más atención. Ni derecho tiene uno en este país a llamarse como le dé la gana.

Entiendo que en servicios como oncología o radioterapia, donde Dios sulfata sin criterio, no debe de resultar fácil para el personal sanitario encariñarse con los pacientes. Por eso los enfermos oncológicos agradecemos de manera especial la humanidad y el trato cercano que nos prestan. Es asqueroso que sea legal bajarles el sueldo en nombre de los recortes cuando semejante asalto debería ser delito. Los de la tijera son, precisamente, los mismos que me obligan a mí y a otros como yo, que bastante tenemos con cargar con lo nuestro, a acudir semanalmente al ambulatorio a pedir la baja. Y si no lo haces tú porque no puedes ni moverte, ya te las apañarás para que lo haga alguien en tu nombre. Si la empresa te deja resolver por fax o correo electrónico tienes suerte, pero de ir al centro de salud no te libras.

Yo tengo radioterapia para treinta días y quimio por ciclos para unos seis meses, y eso en principio. ¿Se creen que esto es un catarro fingido en otoño para poder ir a la vendimia a Ourense, pedazo de ineptos? No tienen ni puta idea, señores de cuello duro y coche oficial, de la carga añadida que representa para cualquier enfermo tener que cumplir también con las anormalidades burocráticas que deberían estar resueltas de oficio. Y cuidado: que no me olvide de acudir puntual a la mutua para que un médico contratado por una empresa privada compruebe con sus propios ojos que tu cáncer no son unas anginas. A mí eso me insulta, y la culpa no es de la mutua que, a fin de cuentas, hace lo que le mandan y gana dinero. Es del sistema, que es así.

En lo mío, por ejemplo, un tumor cerebral que resultó ser un astrocitoma anaplásico en grado III, una cosa muy seria que podría acabar con viuda y dos huérfanos, han intervenido neurólogos, neurocirujanos, oncólogos, radiólogos, un neuropsicólogo, el psicólogo de oncología y mi médico de familia, aquel que me recomienda que lea a Tucídides.¿No le parecen avales suficientes al sisitema que todavía tengo que ir a una mutua privada el 31 de enero? ¿Antes o después de que me frían la cabeza en radioterapia? ¿Me llevo la bolsa para vomitar o me la dan ellos? Es que la quimio es lo que tiene, que lo mismo echo la pota en la salita de espera y pongo la moqueta perdida. Para amarrar los pluses de altos cargos sí que han estado rápidos en los foros políticos, sí. Perdonad la mala hostia, pero este blog no se llama rabudo.com por nada.

A pesar de que hoy me haya dado por poner a parir al sistema, sigo bien de ánimo, convencido de que entre todos le ganaremos el pulso al cáncer y a la burocracia. Antes de meterme la ración diaria de Temozolomida, quería traer a la portada una reflexión que me hizo a través de un comentario mi amigo Santiago Calviño. Y no lo hago tanto por el hecho de que sea médico y voz autorizada en todo este fregado, sino porque tuvo la suficiente visión para darse cuenta de que lo que yo necesitaba para venirme arriba en el postoperatorio era el helicóptero teledirigido que siempre quise tener. Espero que para la siguiente me caiga el Scalextric que nunca me trajeron los Reyes. Gracias, Santi. Soy todo oídos.

Hola Nacho. Sigo leyendo con todo interés tus magníficas crónicas. Gracias por seguir escribiendo a pesar de todo por lo que estás pasando. El enemigo a batir resultó mucho más potente y taimado de lo que parecía. Un cabrón con pintas. Le has ganado una crucial batalla, pero no está vencido.Tu situación me recuerda vivamente la de Inglaterra bajo los terribles bombardeos alemanes, cuando Churchill dijo aquello de que “Esto no es el final, ni siquiera el comienzo del final, pero sí el final del comienzo”. Pues eso, empezó la guerra total y todo el armamento esta desplegado.

La guerra no va a ser corta ni fácil, y habrá muertos, heridos y “daños colaterales”, pero venceréis, porque conocéis muy bien los puntos débiles del enemigo y contáis con armas muy sofisticadas, además de tu envidiable e imprescindible moral de victoria. Necesitarás seguir un protocolo terapéutico muy duro y estricto, como todos los oncológicos, pero presiento que con el tratamiento, tu fuerza y un poco de suerte, se pueden lograr los objetivos. Habrá sangre (poca), espero que pocas lágrimas y muchos sudores y náuseas pero, como Inglaterra, renacerás de tus cenizas mucho más fuerte.

Espero que todos los venenos que tomas le sienten mucho peor a don A.A. (astrocitoma anaplásico) que a ti y que dentro de unos pocos meses te pueda ver con tus niños disfrutando del helicóptero. Como alguien ya ha comentado aquí, la marihuana está aprobada en muchos sitios para su uso en el tratamiento de las náuseas de la quimioterapia y parece ser efectiva, según estudios controlados. Ánimo y adelante, amigo. Un astrocitoma anaplásico no puede ser enemigo suficiente para ti .

Un fuerte abrazo. Buenas noches y Buena Suerte. Santiago Calviño.

Tengo unos amigos enormes, un cáncer y un helicóptero teledirigido. No hay mal que por bien no venga. Hasta pronto.

27. Remedios caseros

La sesión de fritura radiactiva de hoy, la cuarta, ha durado un poco más de lo habitual. Por si no hubiera bastante con la radiación dirigida al lóbulo temporal derecho de mi cerebro, me han sacado unas bonitas radiografías de control. A este ritmo acabaré sintonizando Cadena Dial y la emisora de la torre de control de Lavacolla en una oreja. Tanto me estoy haciendo a la máquina del Servicio de Radioterapia del Hospital Clínico Universitario de Santiago que, atornillado y todo a la camilla con la máscara que me colocan en la cabeza, me dormí durante unos segundos y me despertó una interferencia. O igual era mi propio ronquido. Eso habla bien de un personal que sabe darme paz a la vez que me fríe. De todas maneras, ¿quién en su sano juicio se duerme mientras le radian la cabeza para abrasarle un cáncer? Debo de estar fatal.

De la sesión he salido algo más colorado que ayer, aunque todavía me superan el Pocoyó luminoso de mi hijo o la nariz de mi amigo Juan Carlos Zapatones, el peregrino del Obradoiro. Si veis a lo lejos un fulano encendido y no es un semáforo no paréis, que lo mismo soy yo y perdéis el tiempo. Según aumente la exposición a la radiación, la piel se irá resintiendo, aunque la enfermera que me ve los jueves me ha encontrado en perfecto estado de conservación. Por si acaso, me ha regalado unas muestras de cremas. De momento paso de untarme, que la cosmética no deja de ser química industrial. Ya solo me quedan 26 siestas radiactivas. La visión de rayos X está al caer; os vais a tener que forrar de plomo.

Aumenta la sensación de hormigueo e híper sensibilidad en manos y pies, daño colateral de los 150 miligramos de Temozolomida que me administro en casa por las noches. Ante el riesgo de que me receten cortisona para evitarlo, me he automedicado y oigan, doctores, no me ha ido mal: en vez de tirar de farmacia, he sacado la gaita electrónica que utilizo a menudo y, después de un rato digitando, la sensación de adormecimiento ha mejorado. Escribir con un teclado también ayuda, sobre todo si, como es el caso, utilizas todos los dedos a razón de 500 y pico pulsaciones por minuto. No es mérito mío ser el más rápido a esta orilla del río Sar, sino de mi madre, que se empeñó en que aprendiera taquigrafía y mecanografía el verano que cumplí doce años. A esas edades las manos empezaban a tener otras funciones más recreativas. Como le dijo a mi amigo y colega José Luis Alvite su propio padre, «hay dos maneras de estropear la letra, hijo, la masturbación y el periodismo, asi que tú verás». A mí, por si acaso, me pusieron a escribir a máquina en una Underwood de 1923 tutelado por una profesora de la Academia Victoria de Vigo. Y aún así tengo una letra muy desmejorada; no se puede luchar contra la naturaleza. Pero quién me iba a decir lo útil que iba a ser la prestidigitación para neutralizar los efectos de la quimioterapia treinta años después. La de pasta que se ahorraría el Servizo Galego de Saúde en cortisona recetando jotas, muiñeiras y escritura.

De apetito sigo bien. Pero todavía no acabo de acostumbrarme a los olores que me rodean. Con el trozo de cerebro que escondía el tumor canceroso, los neurocirujanos echaron también en una palangana esterilizada la mayor parte de mis recuerdos olfativos. Así que casi todo lo que percibo por la nariz desde el 12 de diciembre es nuevo: alimentos, perfumes, personas, mi casa, mis propios hijos… todo. Mejor eso que la memoria en general, claro. Pero huelo amplificado en Dolby Surround y por separado, cada cosa por su lado. Más que un súper poder es una súper putada, no os podéis hacer una idea. Supongo que acabaré acostumbrándome.

Señoras, señores… Me retiro para drogarme a placer por prescripción facultativa en 3, 2, 1… Con ustedes, una noche más, el increíble oso Yonki.

26. Por delante y por detrás

Casi se me saltan las lágrimas esta mañana, cuando la técnica que dirigió la tercera sesión de radioterapia en el Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela me acentuó el apellido. Salió a la puerta de la sala de espera con su lista en la mano y llamó: «Ignacio… (pausita) ¡Mirás! (cargándole al acento que a menudo ignoran sus compañeros)». Estuve por ponerme firme, pegar un taconazo y contestarle allí mismo con el grito de guerra familiar: «¡Por delante y por detrás!». Preferí sonreír y meterme al lío. La fritura dura muy poco porque le están cargando a la radiactividad de carallo. El nervio óptico no está lejos de la zona en la que extirparon el tumor, así que si se pasan o apuntan mal me abrasan la vista. Hoy me tocó de nuevo la máquina 2 y recuperé la secuencia musical y los destellos del primer día sobre el patrón Do-Do (octava)-Do-Sooool. La banda sonora de la maquina número 1 tiene menos criterio que el piano de David Guetta.

Lejos de haberme levantado hecho una mierda a causa de la segunda sesión química, esta mañana me he despertado estupendamente. Y he conservado la energía durante el resto del día: ni náuseas, ni picores… nada. Conan a mi lado es Sor Citroën. El ánimo se mantiene en su puesto. En un rato me tocará meterme, por tercera vez también, esta cena de astronauta a base de citotóxicos encapsulados y agua de la traída: De primero, Ondansetrón de cuatro miligramos (para evitar las náuseas). Y de segundo, cinco raciones de Temozolomida que, juntas, suman 150 miligramos. Ni postre ni café. Dicen que es por mi bien, así que, como buen pastillero, tendré que hacer de tripis corazón.

La alcantarilla sigue funcionando como un reloj. Pero no voy a hacerme ilusiones porque soy muy consciente de que el tratamiento para frenar los delirios de grandeza de mi astrocitoma anaplásico en grado III no ha hecho más que comenzar.

Después de meterme la quimio no pasa mucho tiempo hasta que me empiezan a pesar los brazos y las piernas como si no fueran míos. Y me cuesta mover la lengua. Como tengo el tono de voz grave, al hablar lento me recuerdo a mí mismo a Luis Zahera haciendo de yonki. Ayer incluso me dio la risa. La tragicomedia es lo que tiene: puedes aprovechar la misma lágrima para llorar tu puta suerte que para descojonarte de tu dicción. No pierdo la lucidez, pero en cuanto me drogo la cabeza va por un lado y la carrocería por otro. Así que, a falta de público al que entretener, me meto en la cama en la esperanza de que me levantaré despejado.

Esta tarde me encontraba tan bien que me fui al cine con los niños. No me ha entusiasmado la versión Disney de La Reina de las Nieves de Hans Christian Andersen, bautizada como Frozen, pero la película era lo de menos.

Que mis compañeros de profesión Manu Leguineche o Ignasi Pujol hayan decidido adelantarse en la carrera hacia la nada no es algo que anime, es cierto. Por si no eran pocos los EREs y los despidos masivos en los medios de comunicación, llega ahora Dios a hacer el indio.  «Tú no me jodas, ya puedes ir a por todas», me escribió en Facebook una amiga a la que quiero mucho. Se lo he jurado y yo soy un tipo de palabra. Por mí, por ella, por todo. Y malo será que entre la física, la química y la actitud no le jodamos la maniobra al enterrador. Con lo de la actitud tampoco os emocionéis, porque llevo años jugando al Euromilllón con una actitud insuperable y le tocan 65 millones de pavos a un fulano de Noia. Nada más por hoy. Voy a convertirme otra vez en Zahera haciendo de yonki con el patrocinio de la Consellería de Sanidade. Tengo un saco de besos inmenso y lo quiero repartir antes de que se pongan malos. Razón, aquí. To be continued.

25. Más radiactivo que ayer

Hoy soy más radiactivo que ayer, pero menos que mañana, cuando me freirán el cerebro por tercera vez en uno de los dos aceleradores lineales del Hospital Clínico Universitario de Santiago; ya solo quedan 28 sesiones. La única diferencia entre hoy y el estreno del lunes ha sido que, al apoyar la cabeza en la camilla, tuve una ligera molestia en el hueso que me sobresale en la parte de abajo del cráneo. «Se llama occipucio», me dijo uno de los técnicos. «Joder, ¡qué mala rima tiene!», le respondí. Cualquier momento es bueno para reírse, incluso aunque seas el churro de una fritura radiactiva en una sala de la que, cuando empieza la función, huye todo el mundo. Con la cabeza inmovilizada por la máscara hecha a medida y a ciegas, esta vez me cambiaron la secuencia musical, que ya no fue el do-do (alto)-do-sooool, sino algo más complicado que no recuerdo con claridad. En todo caso, le faltaba ritmo. De nuevo volvieron a pronunciar por megafonía mi apellido sin acentuarlo, con lo fácil que es recordar eso de «¡Mirás, por delante y por detrás!» Es una cruz con la que convivo.

El capítulo anterior lo escribí justo después de meterme en el estómago 150 miligramos de Temozolomida. Y me preocupaba cómo me levantaría después de semejante lastre tóxico. Pues he amanecido perfectamente, he apañado a los niños sin problema y solo a lo largo del día he sentido algún cosquilleo en las manos y en los pies. Pero no cantemos victoria; cuando te sometes a un tratamiento combinado de radioterapia y quimioterapia para matar a un astrocitoma anaplásico latente en grado III, los efectos secundarios pueden venir por acumulación de porquerías, fisicas y químicas. Me llegan todo tipo de consejos para neutralizarlos, desde remedios caseros a sobrenaturales. Ya sé que vienen con buena voluntad.

Me he leído de un tirón El Paréntesis, de Élodie Durand, el relato de una memoria deteriorada por el tiempo y por la enfermedad que ayer me regaló mi amigo Yanqui, que sabe lo que se hace. Es un testimonio brutal, aunque ilustrado y no solo narrado como el mío, en el que Élodie habla en primera persona de su epilepsia, de su tumor y de lo que vino después. Hay mucho paralelismo entre Élodie y yo, aunque ella nunca llegó a tratarse contra un cáncer. A cambio, yo aún no he sufrido daños en la memoria; es más, pienso y recuerdo con mucha más claridad que antes.

Sigo recibiendo mensajes y apoyos de todas partes, de conocidos y de desconocidos. Y lo agradezco todo, incluso las lágrimas de los que, cuando me encuentran por la calle, no pueden contenerse y me ponen el hombro perdido de mocos: «¡Hay que tener mucho ánimo, Nacho!», me dice alguno sollozando. «Ya, ánimo tú también», suelo responder con la mejor de mis sonrisas. Tengo bastante fuelle, de momento, para repartir ilusión. Pero tampoco es cosa de que abuséis, no se me vaya a acabar y no me quede siquiera una pedrea para mí, que me hace mucha falta. Agradezco los abrazos. Y los besos… ni os cuento. Acabo de meterme la segunda dosis química, así que no me extenderé mucho más. Mañana me freirán a primera hora de la mañana y no a las dos, como es costumbre, por una reorganización puntual del servicio. Empiezo a notar el tirón de la droga dura. Pero antes de acostarme, como siempre hago, quiero dejar preparada la infraestructura del desayuno de los demás habitantes de la casa. Así que buenas noches y buena suerte.

24. Física y química

No me parecía muy estético ir en autobús a la primera batalla de mi guerra radiactiva contra el cáncer que se empeña en plantar una coliflor en mi cerebro. Así que, después de una larga caminata con mi amigo Yanqui -ya tendré tiempo de hablar más a fondo de Yanqui, que es un personaje muy importante en esta historia- tomé la decisión de llegar al Hospital Clínico Universitario de Santiago de Compostela por mi propio pie. Pensé en el capitán Vázquez Molezún dándole órdenes a mi padre en el viejo cuartel del Hórreo: «¡Pecho pa fuera, barbilla recogida, soldado!». En el plan de trabajo del servicio de Radioterapia me han encajado cada día, durante los treinta próximos -descontando fines de semana- en un hueco a las dos de la tarde. Así que cada vez que arranque en la SER Hora 14, a mí me estarán friendo la sesera.

Todo lleno de razón, bajé la avenida de Barcelona dispuesto a plantarle cara al enemigo. A falta de fusil o de bayoneta, salí de casa armado con un paraguas Jani Markel que me costó diez euros en un chino hace varios años. Ha aguantado varias ciclogénesis explosivas, así que no me pareció una mala opción para defenderme en la adversidad. Voy a desvelar un secreto: Jani y Markel son los hijos del dueño de la marca, un importador afincado en el País Vasco; cuando colapsé tenía pendiente la publicación de un reportaje sobre el empresario que ha montado un emporio a costa de las borrascas. Al llegar al destino lo más fácil hubiera sido entrar por el edificio de consultas externas, pero me pareció más grandioso hacerlo por la puerta principal.

Suelo llegar con tiempo a los sitios, y a la guerra no iba a ser menos. Antes de bajar a Radioterapia me di una vuelta por el Hospital de Día de Oncología, ahora convertido en mi cuartel general. Mientras hacía tiempo, miré desde la ventana a la inmensidad de Vidán, me puse los auriculares y pinché el tema principal de la banda sonora de esta película basada en hechos reales: Space Oddity, de David Bowie. Después bajé al piso -3 mucho más motivado. Astrocitoma anaplásico, te vas a cagar.

Llegué puntual a la sala de espera, antesala de la radiactividad. Pero las hostilidades tenían retraso porque en la radioterapia y en la sanidad en general, pública o privada, los tiempos siempre son aproximados. Me acuerdo mucho estos días de Gila llamando por teléfono con su camisa roja al enemigo para preguntarle a qué hora piensa atacar. Opté por no intercambiar impresiones con ninguno de los otros pacientes que, muy pacientes, esperaban a ser radiados en las freidoras del Servizo Galego de Saúde. A cambio, me entretuve pensando en la larguísima conversación de la mañana con Yanqui, que estoy seguro de que es el principio de una gran amistad. Y en el abrazo y los besos que me plantó junto al Auditorio de Galicia una conocida política gallega con la que tuve mis diferencias judiciales en el pasado. Su gesto me pareció tan sincero que, por mi parte, ya estás amnistiada. Tabla rasa.

Por fin, desde la megafonía me llamaron a filas. Cuando a mis alumnos de Periodismo les digo que acentuar las mayúsculas es obligatorio, lo hago porque, además de que así lo ordena la Real Academia Española, se evita, por ejemplo, que te cambien el apellido: «¡Ignacio Miras!». «¡No! ¡Es Mirás, con acento en la á!», repliqué ya en el mostrador de control. Mi padre siempre usa una regla nemotécnica para que no le jodan la estirpe: «¡Pepe Mirás, por delante y por detrás!». Yo lo hago también con mis hijos.

Me acompañaron hasta el acelerador lineal y, sin preliminares, me ordenaron tumbarme en la camilla de la freidora radiactiva Siemens Primus que, con la pasta que vale, ya podía tener un acolchado viscolástico. Enseguida te acostumbras. Ser un churro tiene sus inconvenientes. A cuatro manos, me encajaron en la cabeza la máscara hecha a medida la semana pasada y me inmovilizaron: «Si algo no va bien, levanta una mano, te vemos desde la cámara», me advirtieron. Y empezó la sesión.

A oscuras, los servomotores de la Primus empezaron a moverse y se puso en marcha una coreografía de ráfagas y sonidos. Identifiqué al momento la secuencia musical sobre la que se articula todo: Do-Do (alto)-Do-Sooool. Aunque con otras notas, me recordó a la banda sonora de Encuentros en la Tercera Fase. Va a resultar que los ingenieros alemanes de Siemens son unos cachondos.

Fueron apenas diez minutos, suficientes para memorizar la música radiactiva con la que tratarán de amansar a mi fiera, a mi astrocitoma anaplásico latente en grado III. Cuando se acabó la sesión y me quitaron la máscara, lo primero que vi fueron unos ojos tan impresionantes que pensé que me seguían radiando. No, no estoy metiendo fichas, simplemente es un cumplido; sé que estas memorias sanitarias se leen en el servicio de Radioterapia y no tengo el horno para bollos. Salí de una pieza y me despidieron con una sonrisa y un «hasta mañana».

Por hoy lo dejo aquí, cuando son las 22.20 y, superada la física de la mañana, empieza la química de la noche. Ya me he metido el Ondansetrón de 4 miligramos que, en teoría, debería evitar las náuseas que me provocarán los 150 de Temozolomida. Esto de la quimio es la hostia: te dan unos medicamentos que contrarrestan las consecuencias de otros. El Ondansetrón evita el vómito pero, a cambio, te estriñe. ¡No quiero ni pensar que, para cagar ligero, tenga que recurrir entonces al supositorio de glicerina! Seguro que la glicerina también tiene efectos secundarios que se corrigen con otro fármaco más. Y, así, hasta el infinito y más allá. Confío en levantarme con la fuerza suficiente para vestir a mis hijos, darles el desayuno y llevarlos al colegio. Y para ir caminando a la segunda sesión de radiación en la freidora alemana. Ya os contaré. Mañana más.