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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Categoría: Personajes

168. Hábeas «porcus». Mis amigos.

Es normal que, después de un cuarto de siglo dedicados a redactar y fotografiar sucesos para las páginas de los periódicos, a mis compañeros de la prensa gráfica y a mí mismo se nos hayan pegado los palabros de policías, abogados, fiscales, jueces, forenses… Yo suelo contestar con un «de cuerpo presente» o «decúbito supino» cuando me preguntan cómo estoy.  La última incorporación léxica llegó de la mano del gran Fernando Blanco, fotógrafo de El Correo Gallego y académico sin silla pero con taburete en la Real Academia de la Lengua, que decidió bautizar a nuestras habituales churrascadas -que tanto bien nos hacen para el estómago y el espíritu- como «hábeas porcus» en una adaptación libre del hábeas corpus que a todos nos suena más o menos de libros, películas, series… de la realidad misma. Qué, ¿quedamos para levantar un cadáver?, solemos preguntarnos antes de encargar el menú en la churrasquería de guardia. Sí, somos unos salvajes que comen animales. Fue en una de esas citas gastronómicas cuando, al comunicarles que yo tenía lo que tenía en la cabeza, los muy cabrones pidieron a mayores una ración de sesos. Tienen mucho sentido del tumor.

El caso es que el último hábeas porcus lo celebramos en una casa particular tan particular que encajaría perfectamente en un capítulo de El Ministerio el Tiempo; con decir que atravesabas una puertecilla y aparecías en un ultramarinos… En realidad nos reímos más de lo que comemos, pero estas reuniones hacen más por mi ánimo que cualquier remedio de farmacia. Lo mismo que cuando nos cuadramos antre una mesa de futbolín o una baraja de póker. «Las únicas deudas que no se perdonan son las del póker y los encargos de Ikea», acostumbramos a recordarnos, para que la confianza no llegue a dar asco. Gracias, Soler, Paco, Álvaro, Curricho, Fer, Ángel, Agus… Hay que convocar ya la siguiente.

Mis amigos son unos atorrantes…

 

 

Un post del pasado: Jorge existe

Recupero un post del año 2006 que escribí después de una gloriosa noche de conversación con Jorge Hombre, dueño del mítico Galo D’Ouro de Santiago. Hoy me he encontrado en una convocatoria con su hijo, que es cámara en Televisión de Galicia, y me acordé de aquella charla que me entusiasmó. Vaya, pues, a la salud de los «Hombres».

3 de marzo de 2006

Jorge Hombre y la gramola de O Galo D'Ouro. Foto: María Moldes, La Voz de Galicia

Jorge Hombre y la gramola de O Galo D’Ouro. Foto: María Moldes, La Voz de Galicia

Vengo de tomarme una copa en O Galo D’Ouro, uno de esos sitios irrepetibles como su dueño. Se extendió el rumor de que a Jorge Hombre, el propietario, le había pasado algo; se dijo que se había fugado para no volver; se comentó que tenía intención de traspasar el local. A tal punto llegó el rumor que hubo quien visitó a su mujer para proponerle hacerse cargo del negocio, como quien saquea a un muerto que todavía respira. Pero lo cierto es que Jorge existe todavía, y de qué manera. A lingotazos de güisqui, y mientras en la gramola de cedés cantaban por turnos Bony Tyler, Pavarotti y Elvis Presley, ahora tú, ahora yo, Jorge nos contó durante sesenta minutos la verdad sobre su ausencia y su verdad sobre el viaje más intenso y también el más peligroso de su vida: el que lo llevó a Mongolia. Este aventurero insaciable, viejo lobo que viaja solo, nos describió las noches claras en la estepa; los dos meses que en los que convivió con un porteador, chófer y criado nativo al que contrató, todoterreno incluido, por seiscientos dólares; y relató como si leyese un gran libro de viajes cómo cambian los valores humanos a tantos kilómetros de distancia; y cómo bebió cerveza fermentada con escupitajos de mujer sobre leche de cabra, y escuchó sinfonías de lobos que le ayudaron a conciliar el sueño… Jorge sobrevivió a la nada con casi nada, se jugó la vida, las pasó putas para poder tener una experiencia irrepetible y, mira tú por donde, fue a estrellarse, qué ironía, cuando volvía en un taxi desde el aeropuerto de Barajas. Subirse a aquel coche, con aquel individuo occidental, fue la experiencia más peligrosa de la travesía, tanto que estuvo a punto de costarle la vida y eso siempre se lo recordarán cada uno de los tornillos que le sujetan el húmero. «Venía de Mongolia cojonudamente de coco y, mira tú, para estrellarme en Madrid«. A Jorge se le empañan los ojos al explicar cómo un taxista con poca pericia estuvo a punto de arruinar esa máquina de viajar que es él mismo. Pero, de todo su relato, me quedo con tres cosas: Cuando dijo aquello de «volamos en un Yakolev y ¡qué cosa! ¡llovía dentro!»; cuando se lavó en un río que difícilmente saldrá en un mapa con jabón de La Toja (contemplado de lejos por un puñado de nativas incrédulas); y cuando convenció a su compañero y porteador, mongol y desconocido, para subir una montaña después de todo un día de caminata para poder disfrutar de un momento irrepetible: cagar en lo alto de un monte teniendo a sus pies el desierto del Gobi.
«¡Gracias por haberos preocupado de mí!», nos dijo al despedirnos.
«A ti por existir», le contesté. Hacía tiempo que no disfrutaba así de una conversación.