102. Último ciclo…y a cruzar los dedos
Después de diez meses enrolado contra mi voluntad, la veteranía en la guerra de la oncología es un grado. Hoy, en el control del último martes de agosto, hasta me chuleé en el hospital de día: «¡Anda, en la sala número 2 nunca me habéis pinchado!». Voy de chulito explicando a los que se incorporan nuevos y acojonados, que es como se entra en este fregado, por dónde se va a tal o cual sitio, dónde se pide la vez, dónde se entrega el papel, cúanto se espera, quién hace qué… Pero si de algo me sirve conocer casi como mi propia casa buena parte del Hospital Clínico de Santiago es para saber dónde puedes ir al cuarto de baño sin tener que despegarte después con una espátula.
Me ocurrió lo mismo cuando me doctoré en cobertura de pleitos y marrones judiciales en la capital de Galicia. En los hospitales y en los juzgados, según acumulas horas de vuelo, acabas descubriendo lo que yo llamo zonas verdes, lugares poco frecuentados en los que lo mismo encuentras paz o cobertura para el teléfono que un váter lo suficientemente limpio como para lanzarte con todo el equipo sin preocuparte de que los gérmenes ajenos aniden en tus bajos. Porque no me lo negaréis: el género humano es puerco por naturaleza. Y en los edificios públicos acaba saliendo -sobre todo en los servicios del género masculino- el animal que llevamos dentro. ¡Con lo fácil que es apuntar, carallo…! Pero como el ser humano también viene programado con la vagancia de serie, la mayor parte de los usuarios acaban utilizando los mismos evacuatorios, los que están más cerca de las entradas y de las zonas principales, de ahí que según te haces con el plano y empiezas a explorar, descubres y fundas en territorios apenas meados por la especie. Disculpad la introducción escatológica, pero no es cosa menor: lo que sale es tan importante como lo que entra, y no es tarea fácil ni en la sanidad ni en la hostelería.
Del Clínico de Santiago ya conozco hasta las catacumbas; atajos, puertas secretas, ascensores, dónde arranca y dónde para el parchís de flechas de colores que te orienta por las zonas radiactivas… Y lo mismo me pasa con las caras del personal, que acaban siendo tan familiares que las echas de menos en días como hoy, último martes de agosto, con muchos de los habituales de vacaciones y otros en su lugar como piezas de recambio que funcionan igual, pero que no te suenan.
El asunto es que el oráculo que tienen instalado en el laboratorio del hospital del cáncer compostelano bendijo mis resultados esta mañana. Así que, como suelo decir, completada línea seguimos para bingo y arranco esta misma noche con el último ciclo químico que tiene como fin último alejar al invasor anaplásico de mi cerebro durante el plazo más largo posible. Me animó mi oncólogo cuando me explicó que si en los próximos dos años conseguimos mantener a raya al enemigo, aumentan las esperanzas de que tarde mucho en volver a presentarse. Eso no quiere decir que aunque no esté, no se le espere. Pero cuanto más se demore, más avanzarán las investigaciones, las tácticas y el armamento.
Me ha animado esta semana ponerme al día del trabajo que desarrollan la doctora Laura Soucek y su equipo en el Vall d’Hebrón Institute of Oncology de Barcelona. Así lo contaba hace unos días La Voz de Galicia: «Una investigación liderada por el Instituto de Oncología Vall d’Hebron (VHIO) ha validado que la inhibición de la proteína Myc, implicada en el desarrollo de diferentes tumores, puede ser una estrategia terapéutica eficaz contra el glioma, el tumor cerebral más agresivo. El trabajo, liderado por la investigadora Laura Soucek y publicado en Nature Communications, supone un nuevo enfoque terapéutico para un cáncer de mal pronóstico, a la vez que se ha confirmado que la inhibición de la proteína actúa sobre el tumor ya formado y contra sus células progenitoras, impidiendo que proliferen». Aquí está el resto de la información que ha llegado a los medios.
Lo del «mal pronóstico» lo tengo grabado a fuego. Y aunque es cierto que queda mucha sinfonía por tocar sepa, doctora Soucek, que puede contar con mi colaboración una vez que acabe la fase de experimentación con la bichería del laboratorio. No creo que haya tantas diferencias entre mi zona gris y la de una rata, que me da a mí que la sesera humana está sobrevalorada. En serio: si sigo limpio, olvide el ofrecimiento. Ahora bien, si el enemigo decide acampar de nuevo en la caldera de mis pensamientos, disponga libremente de este roedor XXL, que sé que les sobran cadáveres para experimentar, pero de género fresco seguro que no andan sobrados. Yo ni espero ni deseo que la cosa se complique pero, por si se diera el caso, que a los tumores los cargan el diablo y, por lo que cuenta, la proteína Myc, «fuchique» con mis entrañas.
Gracias de nuevo por los apoyos de palabra, obra… incluso por los de omisión. Gracias por los consejos para cargar las baterías de potasio, magnesio y otras sustancias necesarias para reforzar el andamiaje y la verticalidad, que me fallan cada vez más según voy acumulando veneno citotóxico. Si he conseguido llegar a finales de agosto y sobrevivir a un pronóstico malo y a una estadística empeñada en que el más allá tenga más grandes las puertas que el más acá, no ha sido solo gracias a los fotones radiactivos en dosis suficiente para alumbrar Ponteareas; a la física y a la química; al esfuerzo impagable de los obreros de la sanidad pública… Ha sido también gracias a esta tempura de humanidad con la que me rebozo cada día que me levanto de la cama. Queda mucha carrera, pero qué bueno es ir completando etapas. Voy con la droga, hoy acompañada de agua del grifo en vaso de tubo y sin cubitos. Proteína Myc, me quedo con tu cara.
Me apetece irme a la cama con Francis Díez, que tiene el corazón de tango y el cuerpo de jota como yo lo tengo después de diez meses en las filas impuestas de la oncología. Dentro, doctores, Doctor Deseo: