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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: agosto, 2014

102. Último ciclo…y a cruzar los dedos

Después de diez meses enrolado contra mi voluntad, la veteranía en la guerra de la oncología es un grado. Hoy, en el control del último martes de agosto, hasta me chuleé en el hospital de día: «¡Anda, en la sala número 2 nunca me habéis pinchado!». Voy de chulito explicando a los que se incorporan nuevos y acojonados, que es como se entra en este fregado, por dónde se va a tal o cual sitio, dónde se pide la vez, dónde se entrega el papel, cúanto se espera, quién hace qué… Pero si de algo me sirve conocer casi como mi propia casa buena parte del Hospital Clínico de Santiago es para saber dónde puedes ir al cuarto de baño sin tener que despegarte después con una espátula.

Me ocurrió lo mismo cuando me doctoré en cobertura de pleitos y marrones judiciales en la capital de Galicia. En los hospitales y en los juzgados, según acumulas horas de vuelo, acabas descubriendo lo que yo llamo zonas verdes, lugares poco frecuentados en los que lo mismo encuentras paz o cobertura para el teléfono que un váter lo suficientemente limpio como para lanzarte con todo el equipo sin preocuparte de que los gérmenes ajenos aniden en tus bajos. Porque no me lo negaréis: el género humano es puerco por naturaleza. Y en los edificios públicos acaba saliendo -sobre todo en los servicios del género masculino- el animal que llevamos dentro. ¡Con lo fácil que es apuntar, carallo…! Pero como el ser humano también viene programado con la vagancia de serie, la mayor parte de los usuarios acaban utilizando los mismos evacuatorios, los que están más cerca de las entradas y de las zonas principales, de ahí que según te haces con el plano y empiezas a explorar, descubres y fundas en territorios apenas meados por la especie. Disculpad la introducción escatológica, pero no es cosa menor: lo que sale es tan importante como lo que entra, y no es tarea fácil ni en la sanidad ni en la hostelería.

Del Clínico de Santiago ya conozco hasta las catacumbas; atajos, puertas secretas, ascensores, dónde arranca y dónde para el parchís de flechas de colores que te orienta por las zonas radiactivas… Y lo mismo me pasa con las caras del personal, que acaban siendo tan familiares que las echas de menos en días como hoy, último martes de agosto, con muchos de los habituales de vacaciones y otros en su lugar como piezas de recambio que funcionan igual, pero que no te suenan.

El asunto es que el oráculo que tienen instalado en el laboratorio del hospital del cáncer compostelano bendijo mis resultados esta mañana. Así que, como suelo decir, completada línea seguimos para bingo y arranco esta misma noche con el último ciclo químico que tiene como fin último alejar al invasor anaplásico de mi cerebro durante el plazo más largo posible. Me animó mi oncólogo cuando me explicó que si en los próximos dos años conseguimos mantener a raya al enemigo, aumentan las esperanzas de que tarde mucho en volver a presentarse. Eso no quiere decir que aunque no esté, no se le espere. Pero cuanto más se demore, más avanzarán las investigaciones, las tácticas y el armamento.

Me ha animado esta semana ponerme al día del trabajo que desarrollan la doctora Laura Soucek y su equipo en el Vall d’Hebrón Institute of Oncology de Barcelona. Así lo contaba hace unos días La Voz de Galicia: «Una investigación liderada por el Instituto de Oncología Vall d’Hebron (VHIO) ha validado que la inhibición de la proteína Myc, implicada en el desarrollo de diferentes tumores, puede ser una estrategia terapéutica eficaz contra el glioma, el tumor cerebral más agresivo. El trabajo, liderado por la investigadora Laura Soucek y publicado en Nature Communications, supone un nuevo enfoque terapéutico para un cáncer de mal pronóstico, a la vez que se ha confirmado que la inhibición de la proteína actúa sobre el tumor ya formado y contra sus células progenitoras, impidiendo que proliferen». Aquí está el resto de la información que ha llegado a los medios.

Lo del «mal pronóstico» lo tengo grabado a fuego. Y aunque es cierto que queda mucha sinfonía por tocar sepa, doctora Soucek, que puede contar con mi colaboración una vez que acabe la fase de experimentación con la bichería del laboratorio. No creo que haya tantas diferencias entre mi zona gris y la de una rata, que me da a mí que la sesera humana está sobrevalorada. En serio: si sigo limpio, olvide el ofrecimiento. Ahora bien, si el enemigo decide acampar de nuevo en la caldera de mis pensamientos, disponga libremente de este roedor XXL, que sé que les sobran cadáveres para experimentar, pero de género fresco seguro que no andan sobrados. Yo ni espero ni deseo que la cosa se complique pero, por si se diera el caso, que a los tumores los cargan el diablo y, por lo que cuenta, la proteína Myc, «fuchique» con mis entrañas.

Gracias de nuevo por los apoyos de palabra, obra… incluso por los de omisión. Gracias por los consejos para cargar las baterías de potasio, magnesio y otras sustancias necesarias para reforzar el andamiaje y la verticalidad, que me fallan cada vez más según voy acumulando veneno citotóxico. Si he conseguido llegar a finales de agosto y sobrevivir a un pronóstico malo y a una estadística empeñada en que el más allá tenga más grandes las puertas que el más acá, no ha sido solo gracias a los fotones radiactivos en dosis suficiente para alumbrar Ponteareas; a la física y a la química; al esfuerzo impagable de los obreros de la sanidad pública… Ha sido también gracias a esta tempura de humanidad con la que me rebozo cada día que me levanto de la cama. Queda mucha carrera, pero qué bueno es ir completando etapas. Voy con la droga, hoy acompañada de agua del grifo en vaso de tubo y sin cubitos. Proteína Myc, me quedo con tu cara.

Me apetece irme a la cama con Francis Díez, que tiene el corazón de tango y el cuerpo de jota como yo lo tengo después de diez meses en las filas impuestas de la oncología. Dentro, doctores, Doctor Deseo:

101. Estoy ofrecido (a San Roque)

Nací en julio, así que tenía poco más de un mes y me hacía caca encima la primera vez que mis padres me llevaron a acampar a la romería de San Roque, en Vigo. Cuarenta y tres años después de aquella primera toma de contacto, San Roque ha perdido parte de su esencia romera, es un hecho: ya no van las familias a invadir la finca con el mantel, la empanada y la abuela. Se come y se bebe, pero en la hostelería de campaña y no tanto a la brava. No sé si seguirá existiendo la pulpería que tenía un nombre que era toda una declaración de principios: Fajanjasto (hagan gasto); la hija del dueño estuvo conmigo en el cole. Pervive, sin embargo,en el San Roque vigués el espíritu ciudadano, festivo y familiar, libre del botellón asqueroso en el que se han ido convirtiendo por contagio etílico muchas de las fiestas tradicionales del verano gallego y, por extensión, mundial.

En la tesitura actual, tocado como estoy por el puto cáncer, los poderes sobrenaturales del peregrino Sant Ròc de Montpellier -si los hubiera, que hay quien le atribuye más propiedades que un personaje de Marvel- me vendrían como Dios. Voy a la Wikipedia: «San Roque, santo protector ante la  peste y toda clase de epidemias, su intervención era solicitada por los habitantes de muchos pueblos y, ante la desaparición de las mismas, reconocían la intervención del santo, por lo que se le nombraba santo patrón de la localidad. Es además protector de peregrinos, enfermeros, cirujanos o cánidos, entre otros». Pues si el cáncer es una peste, como creo que es, o incluso una epidemia… sin haberle rezado yo jamás al mejor amigo del perro he descubierto este fin de semana… ¡Que estoy ofrecido!

Lo de que te ofrezcan a un santo sin haberlo pedido es un poco como si un tercero pidiera una hipoteca a tu nombre: te compromete para la vida. El caso es que paseaba el sábado con ascendientes y descendientes por la viguesa Calle Filipinas cuando mis hijos se interesaron por saber qué carallo eran todas aquellas partes de cuerpos de cera que se vendían en una especie de tenderete del vudú cristiano: manos, pies, brazos, tetas, cabezas, cuerpos enteros… . «Pues verás, Ane -improvisé-. Hay personas que creen que si rezan mucho y le llevan a San Roque el cacho de cuerpo que tienen enfermo, pero hecho en cera, se curarán». La niña apenas tuvo tiempo de encogerse de hombros porque, al momento, intervino expeditiva su abuela, mi madre: «¡Yo ya hice lo que tenía que hacer!».

-No estaré ofrecido, mamá, que te conozco…

-¡Y hace años!

-¿Queeeé?

-Sí, cuando estuviste enfermo de la otra vez ya le ofrecí un cuerpo entero.

-¿A San Roque? ¿Y estaba de vacaciones o ya no trabaja en la empresa? Mira para lo que me ha servido, ¡Si vamos a peor!

-Yo ya me entiendo con San Roque. Mañana iré a la misa de las nueve y ya sé lo que tengo que hacer.

Discútele tú a tu madre en semejante materia y trata de convencerla de que para ti es superstición lo que para ella es fe, de que la cabeza de cera que lleva en una bolsa no es tu cabeza. Nunca hemos sido en casa grandes rezadores, aunque mi padre tenga antigüedad reconocida como monaguillo a las órdenes de don Serafín en Santa Cristina de Lavadores. Tampoco de misa dominical, salvo causas de fuerza mayor como la romería que hoy nos ocupa, bodas, bautizos, comuniones, óbitos o situaciones que para resolverse requieren energía máxima en cualquiera de sus formatos, terrenos o ultraterrenos.

Lejos de entrar en profundidades he decidido no interferir entre la abuela de mis hijos y el santo de las postillas. Allá ellos y su tráfico de cera, pero si salgo de esta mi madre va tener todavía más motivos para seguir abonada a San Roquiño y a su chucho. Y yo tendré que declararlo santo patrón de la supervivencia. Lo que sí he hecho este fin de semana es revivir el espíritu de la fiesta en esa finca con pazo, capilla y corral en cuya falda la humanidad construyó la avenida de Madrid, la frontera que separa las alturas de O Couto, Santa Rita y A Rola de las casas baratas y de A Salgueira, con el río Lagares en el fondo del valle y allá, a lo lejos, San Pedro de Sárdoma y Castrelos.

Además de la cera que arde, en San Roque hay cosas que permanecen, como la megafonía de Collazo y sus altavoces en forma de corneta de sindicalista que sulfatan los decibelios de la misa hacia los cuatro puntos cardinales como si el cura fuera musulmán. Ahora lo llaman «sonorización», pero Collazo y su amplificación ya estaban allí cuando yo era pequeño. Sus anuncios trompetificados hacían en los años 70, 80 y 90 el servicio que ahora resuelven los Whatsapp: encontraban niños perdidos, las llaves de un Opel Corsa o avisaban a Marinita de que sus primas la esperaban en la puerta del Corral. Incluso le dedicaba Collazo el pasodoble Islas Canarias a Consuelo y Preciosa, llegadas a la fiesta desde Pazos de Borbén. Todo un tipo, Collazo. Las sandías redondas como balones; las rosquillas hojaldradas de Regino de Ponteareas; el Sitio de Zaragoza atacado con maestría por la banda de Rubiós… Como dicen ahora en esos grupos de Facebook, no eres de Vigo si no has mordido el polvo de la romería de San Roque.

Espero que la cera radiactiva de mi madre surta efecto y que el servicio de paquetería del Más Allá le haya hecho llegar la ofrenda al santo correcto, porque ayer estuve tan mal físicamente, tan escaralladiño, que pensé seriamente en volver a Vigo para pedirle a Roque la hoja de reclamación o secuestrarle directamente al perro y pedir salud como rescate. Como hoy he resucitado, voy a darle un voto de confianza a los negocios sobrenaturales de la señora Fole y el santo de las pupas.

De lo que no tenía ni idea es de que el perro de San Roque, que no tiene Rabo porque Ramón Ramírez se lo ha cortado, se llama «Melampo». Vigo está lleno de Troskis, Laikas y Tobis, pero ni Dios le pone «Melampo» al chucho; un problema de márketing. ¡Ven Melampo! ¡Toma, Melampo! No, no queda bien.

Voy a acabar con esa letra popular que dice así: «Por dicir ¡Viva San Roque! prenderon ao meu irmán; agora que o soltaron… ¡Vivan San Roque e o can!». Verano de chaqueta en Santiago de Compostela pero, al menos, nunca choveu que non escampara. Ya solo queda una semana para volver a la química. Seguid agostando mientras no septiembréis. Y pincho Maggie May de Rod Stewart porque es lo que suena ahora mismo en el Tosta e Tostiña, desde donde escribo hoy sobre el pasado muy pendiente del corto plazo del futuro. Collazo, amplifícame esto:

100. Las cicatrices ladran con la humedad

Todo el mundo tiene una cicatriz que protesta con el frío o la humedad. Podéis imaginar, pues, qué manifestación tengo yo en la cabeza, instalado, como estoy, en  este borrón de verano con el que Santiaguas de Compostela se venga de la humanidad, seguro que por todo aquello del Códice.

Después de juliembre vino «magosto», que está siendo un mes más de asar castañas que de chupar polos. El higrómetro que tengo en el trastero -instalado en un aparato llamado deshumidificador, que inventaron en Vietnam y sin el cual cada vez podemos vivir menos en Galicia- daba esta tarde 80. ¡Ochenta por ciento de humedad en agosto! Y por mucho que diga Camilo Sesto, vivir así no es morir de amor, ¡qué carallo!; vivir así es morir de moho. Creo que en cualquier momento veré desde la ventana cómo peregrinan, camino del Obradoiro, el Calypso del comandante Cousteau, Mobby Dick y la procesión marítima de la Virgen del Carmen de Laxe.

Quiero pensar que la situación atmosférica es la responsable -o más responsable que la quimioterapia con la que estamos intoxicando al cáncer- de los extraños dolores, tirones y pinchazos que siento. Yo estoy craneotomizado, y eso quiere decir que me serraron, hace ya ocho meses, las siguientes piezas: el músculo de la mandíbula; la careta; y el hueso mismo del tarro para entrar en mi cerebro forzando la cerradura. Después me arrancaron un trozo de materia gris con su Miko-Premio y lo cerraron todo de nuevo con titanio y grapas de acero inolvidable. Así que haceos una idea del festival de cicatrices con el que, desde los adentros hasta los afueras, convivo en esta reencarnación forzosa de mí mismo. Y de qué manera las siento cuando el tiempo, como es el caso, se empeña en regarnos. Mientras disfruté del sol mediterráneo casi llegué a olvidar que tenía cabeza. Pero ha sido volver a la realidad de Mordor y notar que la albañilería se me resiente.

Como la necesidad dicen que agudiza el ingenio, no me ha quedado otra que probar con los remedios naturales. Siempre he sido público agradecido para los masajes capilares. Pocas cosas hay que me gusten tanto como que me fuchiquen -ya salió otra vez la gallegada- en el cuero cabelludo. Y, mira por dónde, la digitopuntura con la que la madre de mis hijos me ha mecanografiado el cartón esta tarde no solo me ha servido para el goce y el disfrute sin medida, sino también para neutralizar los ladridos de las cicactrices como quien le echara un bisté de ternera a un Doberman rabioso.

Si el verano sigue otoñando voy a tener que volver a poner tierra por medio y echarme a secar en otros territorios donde la tarjeta sanitaria de Galicia es igual de inútil que un cupón de la ONCE sin premio. Pero no seré yo el que tenga morriña al cambiar el aspersor por la sombrilla. Qué ya está bien de llover, carallo, y lo peor es no tener alguien a quien echarle la culpa.

A pesar de la humedad, de ánimos estoy «arribísima», que diría mi querido colega Manuel Cheda. Si llega a ser uno de naturaleza depresiva, a estas alturas ya no habría «estas alturas», sino unas profundidades definitivas, oscuras y llenas de bichería. Ya no entraba en mis planes venirme abajo en medio de la tormenta, pero para reforzarme ahí estáis vosotros, ese ejército de Pancho Villa, entregado y espontáneo, que durante todo este tiempo me arropa y consigue, como suelo predicar, que esté viviendo el mejor peor momento de mi vida. No hay churrascada que pague tanto cariño. Así se lo dije esta mañana a mi amigo Luis Pousa, compañero de La Voz de Galicia, que hoy me dedicó en el periódico en el que ambos escribimos un artículo tan bonito que estoy por pedirle matrimonio. Gracias, Pousa, Pousa, Pousa; tú sí que sabes tocarme «naquela cousa»; qué bien suena ese pedazo de motor Barreiros que te desborda la caja del pecho, neno. La declaración con la que Luis tiene garantizada mi entrega eterna dice así:

El mejor peor momento

Luis Pousa

(La Voz de Galicia, 10 de agosto de 2014)

El periodismo, y perdonen que no me levante al decirlo, es un oficio lleno de culos y de ombligos. En el periodismo, en vez de salvar al soldado Ryan o al cura Pajares, cada uno salva primero su propio culo para luego, puro onanismo, poder mirarse un buen rato el ombligo.

Pero no solo de culos y ombligos viven las redacciones. De vez en cuando asoman, entre las teclas y los fluorescentes, el corazón y el cerebro, y se produce la colisión de partículas elementales que estallan al chocar la inteligencia y la emoción, la literatura y los hechos. De esa brutal embestida emergen la crónica callejera, el periodismo literario, el columnismo o como se llame ese género impuro, mestizo y heterodoxo que consiste en llenar cajitas de texto no con un texto cualquiera, sino con la palabra exacta y única, la que requiere y relata cada historia, en un sutil juego de pesos y medidas que da a cada voz su lugar preciso en la sinfonía de la narración.

Y, claro, si un periodista con talento, neuronas y agallas, además agarra este género por las solapas y se lo lleva de paseo al borde mismo de la existencia, entonces le sale El mejor peor momento de mi vida, el libro en el que mi compañero de trinchera Nacho Mirás cuenta desde la freidora de la radioterapia su día a día contra el cáncer. Nace de su blog rabudo.com y es esa mezcla salvaje de crónica y dietario que Mirás y otros compañeros de generación han convertido en el oro puro del nuevo periodismo (en realidad, es el viejo periodismo de contar cruda pero hermosamente las cosas).

«Pocas veces un periodista de raza se ha llevado la libreta al fondo de la raza misma», ha apuntado Jabois sobre Mirás. Y allá vamos todos, con Nacho y su libreta.

Llego de esta manera, y a estas horas, a la entrega número 100 de mis memorias sanitarias. Si me llegan a decir el año pasado por estas fechas la que me estaba esperando me hubiera dado la risa. O a vosotros que ibais a estar leyendo el cáncer escrito de un fulano de Vigo trasplantado en Compostela. Es cierto que siempre quise dejar a mis hijos como herencia un libro de mi puño y letra, al menos uno. Soy mal fabulador y sabía que algún día acabaría publicando material basado en hechos reales, una recopilación de reportajes y entrevistas quizás… Pero no me imaginaba cómo de brutal sería la naturaleza de los acontecimientos que me han llevado a tener mi primer ISBN en menos de un año. Hagamos de la necesidad virtud; no hay mal que por bien no venga… se aceptan refranes.

Pues como escribió mi buen amigo Manuel Jabois y recordó hoy Luis Pousa, os voy a mandar un saludo por aspersión desde el fondo de la raza misma, en cuya selva trato de sobrevivir como un Bear Grylls cualquiera, armado de ganas, un tirachinas y una navaja suiza. Os voy a poner un temazo que descubrí por casualidad y que me levanta los pies del suelo. Es de una banda indie de Nueva York que lleva encendida desde el 2006. El White Sky que pincho a continuación, escrito y tocado en compás de 6/8, es perfectamente convertible en muiñeira. ¡Venga arriba! ¡Tacón, punta tacón! Dormid acompañados. Fin de los primeros cien capítulos. Mucho me temo que el relato continuará. Gracias por la prórroga.

99. Matar demonios a tornillazos

No habían pasado ni dos días de la operación en la que me rebanaron la ostra que llevo en la sesera en busca de una perla -que apareció, y de qué manera-, cuando se me dio por ponerme a arreglar el lavavajillas de casa. Con la cabeza cerrada con quince grapas, orden de reposo y sin saber todavía que el cáncer me iba a llamar al orden, subí del trastero la caja de herramientas, cerré el agua, corté la luz y dediqué algo más de una hora a destripar la máquina de lavar los platos que fabricaron los mismos fulanos que construyeron el acelerador lineal de partículas con el que me radiaron treinta veces. Durante el tiempo que duró el arreglo de la máquina no pensé ni un segundo en el quirófano, ni en el serrucho, ni en la memoria… y mucho menos en lo que habría de venir. Me operaron el 12 de diciembre y no fui declarado oficialmente como paciente oncológico hasta el día de fin de año. Así que, solucionada la avería del lavavajillas, emplee muchas más horas a las ñapas que tan bien neutralizan los malos pensamientos. El miedo se acojona ante el tirafondos y el tornillo de rosca chapa, es un hecho.

Cuando tienes cáncer, por mucho que emerja de tus catacumbas un súper fulano que no sabías siquiera que vivía allí, hay días en los que te vienes abajo. Pero, sobre todo, hay noches. La de anoche fue una de esas veladas en las que hubiera agradecido que llamaran a mi puerta catorce vecinos con la lavadora escarallada. O una señora en bata pidiendo socorro. Así, al menos, ocupado con la tornillería y las maniobras, no me habrían asaltado los monstruos como lo hicieron; no me habría angustiado buscando respuestas que nadie te sabe dar; no me habría ahogado hasta el punto de tener que ir a dormir al sofá en calzoncillos con la ventana y la boca abiertas; un espectáculo. De Galicia para el mundo.

No me ocurre muy a menudo, pero cuando me visitan los demonios lo hacen en manada, todos juntos, y con la intención de descubrir y quedarse a fundar, como aquel cuñado de Gila que vino a tomar café y se instaló. Yo no se lo consiento, he ido depurando la técnica a lo largo de estos meses.

Después de una noche mala, lo que hago a la mañana siguiente es sacar a pasear mis restos mortales y columpiarme en mis ojeras, pero cerrando el capítulo. Hoy habría tenido un día de mierda -anímicamente hablando- de no haber sido por mi amigo Fernando Varela, con el que he compartido una jornada de bricolaje en tierras de Silleda que ni Kristian Pielhoff hubiera soñado: limpiar una piscina; apretar una fuga; arrancar una segadora de gasolina -y usarla-; devolverle la vista a dos puntos de luz ciegos; echar a andar otro lavavajillas -el mío no ha vuelto a fallar desde que lo arregló Frankenstein-; o empuñar sin piedad esa espada láser del mundo  rural que es la hidrolimpiadora Karcher. La Karcher es un arma cargada de futuro, la Tizona del obrero.

Es ponerme a las herramientas y huyen a la carrera todos los fantasmas acojonadores, quizás sea por el pánico a la limpiadora a presión. ¡Hoy iba tan lanzado en Silleda que acabé reforzando la estructura de una campana extractora en una cocina que ni era mía! «Tenme la cabeciña ocupada» ¿Recuerdas Isabel? La cabeciña y las manos.

Mucho más elevado de espíritu a estas horas que cuando me levanté por la mañana en el sofá, cual Maja de Goya en gayumbos, decido completar la maniobra de distracción al enemigo con unos minutos de blogoterapia. No le he gastado un duro a la Seguridad Social para venirme arriba desde un bajón de siete sótanos y un entresuelo. Los bajones del cáncer son abisales. Y para evitar que el abismo te atrape, no queda otra que nadar hacia la superficie aunque sea aleteando con las orejas. Yo, con el espíritu de un obrero ilustrado, lo hago amarrado a una caja de destronilladores y a un MacBook con el que lo mismo escribo que toco la versión electrónica de la Alborada de Veiga. Vale que seguramente es porque llevo una semana sin ver a los niños y tengo que buscar otros entretenimientos. El asunto es, y acabo, que cada paciente tiene que buscar el salvavidas que mejor se le ajuste a la cintura. Sea cual sea el sistema, si te agarras, subes. Pero lo mejor de todo es cuando te echan una mano. Gracias por tantas manos.