72. No news, good news. Y suplemento dominical
Quién me iba a decir que el humidificador que compramos para los niños le iba venir bien ahora al padre de mis hijos. El sábado por la noche terminé el primer ciclo de droga dura de los seis que están programados, aunque no sin efectos secundarios. En los cinco días, a razón de 300 miligramos de Temodal por toma, ha habido de todo pero, sobre todo, cansancio y sequedad de mucosas, de ahí que mi gata se haya pasando la tarde observando cómo sale vapor de un aparato verde que está enchufado a la pared para que yo pueda respirar sin que se me acartonen las cañerías.
El cansancio aparece de repente, sobre todo por la tarde. Ya lo había notado antes, pero ahora se agudiza hasta el punto de que, en ocasiones, me flaquean las piernas igual que cuando ella se me apareció fuera de los sueños. Desde el martes hasta el sábado he tenido que parar varias veces, pero no han vuelto los vómitos. Como esta noche ya no tengo que meterme nada, y así hasta dentro de veintitrés días, el panorama cambia.
Solo hace tres jornadas que no escribo, así que tranquilidad. Lo digo porque ya solo me faltaba que, en mi situación, haya quien me riña por desaparecer. Acordaos de lo fina que es la línea que separa el cariño del control. Y recordad que tengo la esquela en el periódico pagada por convenio. Así que, hasta nueva orden, «no news, good news». Y si no cojo el teléfono o no respondo a todos los mensajes no es nada personal.
Hoy he probado a engañar al cansancio cansándolo más. Como la primavera sigue siendo de fogueo me he dedicado a pasear a cubierto. Un tipo acatarrado que tiene los linfocitos bajos no debería exponerse demasiado. Me han advertido de que podría acabar ingresado antes por una neumonía que por complicaciones derivadas directamente del tumor. De ahí que me cubra.
Los de Santiago siempre acabamos paseando bajo la lluvia en Área Central, que es un centro comercial y residencial que ya tuvo momentos mejores, pero que lucha por sobrevivir dignamente con su calle acristalada de seiscientos metros. Las dieciséis vueltas de hoy dan como resultado 9,6 kilometros caminados que no están mal para un paciente oncológico que lleva encima 45 sesiones químicas y los efectos de otras treinta radiactivas. Hay gente sana que se mueve bastante menos.
Agradezco los comentarios y las preguntas que me llegan por todas las vías imaginables. Ya me gustaría tener respuesta o consuelo para todos, pero conviene no olvidar que lo que yo hago es improvisar sobre un pronóstico malo. Y lo que es bueno para mí no tiene que serlo necesariamente para otros. Yo nado hacia la orilla agarrado a un tronco. A veces le doy a los pies; otras me tumbo y me dejo llevar por la corriente. O me hago el muerto para descansar.
El viernes coincidí de nuevo en la plaza de abastos con Manolo Fernández Otero, mi carnicero, un tipo que ha visto al cáncer con las gafas de cerca, por eso nos entendemos tan bien. Además vive en Angrois, que es un sitio donde siembras unos repollos y te salen superhéroes. Me contó Manolo que el otro día le despachó unos bistés a mi neurocirujano, cliente y amigo, y que, antes de despedirlo, frunció el ceño y lo amenazó: «¡Ya lo puedes haber dejado perfecto, que es mi colega!», le espetó. Me gusta imaginarme la escena con Manolo blandiendo un cuchillo sangrante y Prieto defendiéndose con un bisturí pequeñito. Y de la risa se me abre la cicatriz. Qué grandes tipos los dos, cada uno en sus armas.
Aunque ya es casi lunes quiero cumplir la reedición dominical de mis memorias periodísticas, ya no sanitarias, respondiendo a una petición de mi amigo José Ramón Mosquera, que me facilitó la fotografía que dio pie a este reportaje que publiqué en La Voz de Galicia el 19 de mayo del 2013. El gobierno municipal de Santiago de Compostela inauguró la semana pasada un parque infantil en la plaza de Galicia, un espacio que destrozó un alcalde de 1975. El regidor de entonces se cargó una joya arquitectónica para construir un aparcamiento subterráneo y se quedó tan ancho. Lo mejor del nuevo parque del siglo XXI es que la atracción principal para los chavales es un barco pirata en el que alguien ha sustituido la bandera con las dos tibias y la calavera por el escudo consistorial. Qué mala hostia ¿no? Qué propio para el momento informativo que nos ocupa, donde las páginas de política municipal y los sucesos se confunden. Está al caer el cliché Sucesos/Municipal.
Voy con el reportaje que abrió la serie de viajes en el tiempo a los mandos de mi Vespa 150 Sprint de 1966, recorridos que espero recuperar en cuanto la salud me deje. Por cierto, la restauración de la moto, con estas manitas, la conté hace ya ocho años en este otro blog, que lo mismo le puede interesar a alguien; hay gente para todo, incluso para el óxido. El reportaje está lleno de lugares, personajes y situaciones que entenderán mejor los de Santiago de toda la vida, pero aporta información creo que valiosa para todo el que se acerque a la capital de Galicia por el motivo que sea, ya sea para comer o para rezar. Mirad cómo era la plaza de Galicia y acercaos hoy o mañana para ver cómo es. Los culpables tienen nombre y apellidos; apuesto por inmortalizar las cagadas con placas de mármol, lo mismo que se inmortalizan las inauguraciones. «Esta plaza fue destrozadada siendo alcalde don fulano de tal». Después, el minuto musical.

A nadie en su sano juicio se le ocurriría hoy cargarse esta joya que coronó, desde 1926 hasta 1975, la plaza de Galicia; pasen y lloren . Archivo de José Ramón Mosquera.
Salvajada en la plaza de Galicia
Después de 38 años, el mayor crimen urbanístico de la ciudad sigue impune
La Voz de Galicia, 19 de mayo de 2013
Nacho Mirás. Santiago
He descubierto una manera de viajar en el tiempo, pero no voy a profundizar en los detalles. He instalado en mi Vespa Sprint 150 de 1966 un auténtico condensador de fluzo comprado en e-Bay y así, a escarranchaperna, me muevo adelante y atrás solo para mirar; soy un voyeur espaciotemporal. Hoy, sin embargo, haré una excepción. Me voy echando leches al 8 de septiembre de 1975 a parar un crimen que se perpetrará ese día y en los siguientes: el derribo del edificio Castromil. He tenido que rectificar el condensador de fluzo para que, en lugar de funcionar cuando uno va a 140, lo haga a ochenta, que es lo más que da la moto. Y cuesta abajo.
Me llevo la foto que ilustra esta página, que me pasó mi amigo José Ramón Mosquera, amante de los autobuses y del pasado a partes iguales. Arranco de una patada y enfilo hacia la avenida de Lugo, donde me pondré a 80 para que la máquina del tiempo haga su trabajo y me lleve a 1975. Espero no encontrarme a mi madre de excursión paseando con un niño de cuatro años parecido a mí. La avenida de Lugo ya existe en el 75; si me metiera en el periférico o en la AP-9, acabaría roturando una leira. No hay tiempo que perder. Bajo por Rodríguez de Viguri, me salto todos los semáforos, acelero a fondo fondo con el objetivo de llegar a 80 en el cruce de Sar. Los árboles pasan veloces. Salta el radar. Me persigue la policía. Por fin, el condensador hace su magia, se produce un fogonazo y no veo nada. «¡Mamaaaá!». Al segundo vuelvo a ver y me dejo las zapatas frenando para no estamparme con un camión de gaseosas Espiña. Parece que estoy en la fecha adecuada: La carretera es poco más que una corredoira y llego sin problema al cruce del Hórreo. Ni rastro del túnel, voy bien. No llamo la atención; viajo en un vehículo de época. Hay dos soldados haciendo guardia delante del cuartel que un día será el Parlamento de Galicia. Si llego a venir diez años antes, el soldado igual era mi padre.
Casi estoy. Aparco a la derecha, a la altura del 41, sin problemas. Arriba viven las hermanas Domenech y Hors, que observan la maniobra desde el balcón.
Corro como un loco y me planto en lo que en el 2013 será plaza de Galicia, antes llamada plaza de García Prieto. He llegado a tiempo. El edificio Castromil está rodeado por una cinta. Un regimiento de obreros se dispone a echarlo abajo porque así lo ha decidido el ayuntamiento que preside Antonio Castro. Una alcaldada. Varias personas le gritan a los obreros. Llevan carteles. «¡Criminales!». «¡Parad!». «¡Pesará sobre vuestras conciencias!». No tardo nada en ponerme del lado de los del escrache. Los grises rondan. ¡Anda! ese es el arquitecto Carlos Almuiña con 38 años menos. Ramón Castromil llora.
Almuiña, desolado
Almuiña está que trina. Me da una fotocopia y me dice que estamos a punto de presenciar el mayor crimen urbanístico de la historia de Santiago. No es un visionario: es un tipo que tiene los dos dedos de frente que le faltan al consistorio. Me sumo al griterío sin dejar de leer la fotocopia: «El edificio Castromil, antes café Quiqui-Bar, se sitúa en la plaza de García Prieto, entre la calle del Hórreo y la calle Entrecarreterras. Sus promotores fueron Manuel Ramallo Gómez y Ángel Gontán Sánchez». «¡Ramallo! -me digo- el mismo del Café Español!». La cosa se pone fea. Llega más gente, más obreros y más policías. Ese de ahí es el jefe Carril. Menos mal que tiene fama de buena persona. Pero también hay grises, y esos me gustan menos. Una excavadora Caterpillar 235 está a punto de largarle el primer zambombazo a la estructura. ¡No! Me vienen a la cabeza Rafael González Villar, el arquitecto que lo proyectó en 1922, y Antonio Alfonso Viana, que coordinó la obra en el 26. «¡González Villar ha sido, sin duda, uno de los mejores arquitectos gallegos de origen coruñés, no se le puede hacer esto a su memoria!», me dice, indignado, Almuiña. A mi lado, una señora me llora en el hombro y me lo pone perdido de mocos: «¡Ai, neniño, cincuenta anos collendo aquí o coche de línea e agora bótanno abaixo!». Tranquila, señora, que esto lo paramos.
Me consta que el Colegio de Arquitectos se mojó desde que, en 1974, el Ayuntamiento expropió el inmueble modernista, precioso, para construir un aparcamiento. Pidieron hasta la extenuación que fuera declarado monumento histórico artístico, pero ganó la Corporación en nombre de un progreso equivocado. No lo soporto. Voy a dar un paso más: me salto la línea de seguridad y me subo a la excavadora.
Crónica de un fracaso
«¡Bájese de ahí, majadero!», me grita Carril. «¡Ni de coña! ¡Si tiran esto se arrepentirán los próximos 38 años, lo sé bien!». La gente me jalea. Me crezco. «¡No pasarán!». Los obreros paran y fuman. Me enciendo tanto que no veo a dos fulanos que suben por detrás, se me echan encima y me ponen una camisa de fuerza. «¡No me toquen, desgraciados, que vengo del futuro!». «Sí, y yo soy Juan XXIII». Noto un pinchazo. Caigo. Despierto en el psiquiátrico de Conxo. «Soy el doctor Seoane, ¿cómo se encuentra?». «¡Ostras, el del grupo Milladoiro!», me digo. Enseguida me centro. «Bien, doctor, yo solo quería que no tiraran el edificio. Pero estoy bien. Y usted grabará muchos discos». «¿Usted cree? Pues sepa que han dejado un bonito solar allá arriba». Lloro. Espero que no me hayan robado la moto.
Dentro música. After de lights go out. Los hermanos Walker, de la banda sonora de Enemy.