30. Al enemigo, ni agua

por Nacho Mirás Fole

Como no hice la mili porque objeté a trabajar gratis para el Estado -bien lo sabe el catedrático Luis Hervella, que fue mi comandante en la Facultad de Matemáticas de la Universidade de Santiago y me llamaba al orden porque ni siquiera aparecía para firmar los partes-, desconocía que las guerras se parasen los fines de semana. Como expliqué en el capítulo anterior, el intermedio del sábado y el domingo solo afecta a la fase radiactiva, no a la química; los citotóxicos son perfectamente compatibles con el agua bendita y con Informe Semanal. Así que ya llevo siete raciones, ocho con la de esta noche, de polvos mágicos. El caso es que hoy ha vuelto a ser lunes para el cáncer y, como voluntario forzoso que soy, he tenido que presentarme de nuevo en el cuartel general clínico y universitario de Santiago de Compostela.

En la sexta sesión radiactiva ya me han llamado como Dios manda; no predico en desierto: Nacho Mirás. Le han añadido un «don» que no me importa porque, en general, somos muy dados a los formalismos. Por lo menos es mejor eso que lo que hacía aquel segurata que nos ponía el «don» en el apellido y acababas convencido de que trabajabas para la Cosa Nostra: «¡Don Mirás! ¡Don Cambeiro! ¡Don Soler!». A lo que no acabo de acostumbrarme es a que algunas secretarias -siempre me ha pasado con mujeres, ya lo he contado- les digan a sus jefes que ha llamado de La Voz de Galicia, «un tal Nacho Vidal». El cerebro y otros órganos tienen vida propia. Gracias, de todas maneras, por el cumplido. Esta mañana no fue el caso. Hoy he entrado yo mismo en el acelerador lineal Siemens Primus, y no ese «Ignacio Miras» (sin acentuar) que lleva suplantándome 42 años en todos los ambulatorios. «¡Bua! -me dije- hoy, por lo menos, me fríen en tempura». Pero no hubo novedades en la cocina del tercer sótano, todo marchó sobre lo programado. Solo una breve conversación entre los técnicos me inquietó un poco: «‘¡Ya tengo noventa cargados!» ¿Cartuchos? ¿Grays? ¿Postas para matar jabalíes? ¿Grados para el ángulo recto? Me quedé con la duda.

Como cuando me radian estoy ciego -una máscara hecha a medida me impide ver-, me imagino los destellos radiactivos que percibo como las cámaras de infrarrojos de la CNN retransmitiendo las hostilidades norteamericanas sobre Bagdad, solo que con el patrón musical Do-Do (octava)-Do-Soool interpretado por el torno de un dentista. Ñi-Ñi-Ñi-Ñiiiiiií.

Mientras me quede fuelle me niego a que el cáncer, invasor transplantado en mi cerebro en forma de astrocitoma anaplásico en grado III, se apodere también de mi ánimo. Al enemigo, ni agua. Eso no quiere decir que le pierda el respeto, por mucho que la entereza que presento pueda dar otra impresión. «Si no estuviera asustado sería usted un insensato», me espetó el neurocirujano cuando me informó de que la crisis comicial del 6 de octubre (ataque epiléptico, que los médicos hablan esperanto) había sido provocada por un tumor que requería sacacorchos.

He comprobado, y de qué manera, que se puede estar acojonado y no por eso doblegarse ante el enemigo. Hoy me han preguntado dos personas de dónde saco la fuerza. Seguro que muchos de los vecinos de Angrois que se metieron en el Alvia tampoco sabían de lo que eran capaces. Situaciones extremas provocan reacciones extremas. ¿Cuánto me va a durar encendido el motor? No lo sé, espero que lo suficiente; quizás me caí dentro del caldero de la poción mágica cuando era pequeño. ¿Hay algo que no me hayas contado, mamá?

El momento del día en el que siento más soledad es justo ahora cuando, después de haber recibido ánimos a granel y con todo el mundo en la cama, me voy derecho al armarito del cuarto de baño. Como un cura novato ante el sagrario, asalto mi propia farmacia y me llevo la Temozolomida a punta de navaja. Entonces cuento cápsulas hasta sumar 150 miligramos de veneno, ni uno más ni uno menos. Nadie, absolutamente nadie, me acompaña en ese trance; nadie me presta su estómago; nadie se pone en mi lugar. Aunque el arma radiactiva de la mañana también tiene peligro, al menos percibo la humanidad del personal del servicio de Radioterapia. Vale que, cuando empieza la sesión de discoteca, junto a la máquina no se queda ni Cristo, pero sé que están allí, mirándome a través de una cámara; que si levanto un brazo o hago ¡chas! aparecerán a mi lado.

Maña toca consulta con el oncólogo, análisis de control, farmacia y sesión de freidora radiactiva otra vez, la séptima de treinta. Toda una jornada laboral. No sé si será por la medicación o por los ánimos que me traspasáis, pero os juro que ahora mismo le tengo más miedo a tirarme en paracaídas que al enterrador.

«Favor, no se molesten,
que pronto me estoy yendo.
No vine a perturbarles
y menos a ofenderlos.
Vi luz en las ventanas
y oí voces cantando,
y sin querer ya estaba
tocando.»  (Monólogo, Silvio Rodríguez)

To be continued.