172. Minifundista

por Nacho Mirás Fole

El gen del minifunsismo lo llevamos los gallegos de serie y, tarde o temprano, acaba manifestándose. Ahora que estoy retirado de la vida laboral, el minifundista que llevo dentro lucha para salir, y por eso es que suspiro por un metro de tierra en el que poder sembrar algo, por un pendello -me niego a traducir un término con semejante carga léxica- donde guardar las herramientas, un minifundio en el que entretener a la enfermedad que me invade. Mis amigos lo saben y ya están a la esucha. Los de Navarra, hijos del latifundio y el mayorazgo, flipan, claro. A la que mis colegas minifundistas ven cualquier pendello de ese período tan fructífero en la urbanización sin control de Galicia que es el uralítico, me mandan fotos y me tientan: «Este tiene una pintaza». El minifundista no necesariamente tiene alma de propietario. Me conformo con un alquiler en la zona donde vivo: San Lázaro, San Marcos, Amio, Aríns… Suspiro por ese ranchito de jubilado minifundista al que rotular suntuosamente como La Ponderosa o Falcon Crest, que es lo que solemos hacer en Galicia con el minifundio libre de complejos. La ubicación y los metros me dan lo mismo, pero la existencia de pendello y agua es irrenunciable. Pero lo más complicado es la negociación y el papeleo con otros minifundistas, por eso agradezco ayuda. Si lo consigo volveré al campo del que salieron mis ancestros y cultivaré a los herederos en el sachado de la patata, el sulfatado del tomate… todo eso. Pensad en mí cada vez que veais un pendello con posibilidades. No es por vicio, que es por terapia. Tampoco tengo aficiones desorbitadas ¿no?