148. De largo recorrido

por Nacho Mirás Fole

Vaya pues la primera entrada del año en estas memorias sanitarias, sin ánimo de marcar un acontecimiento en este tiempo de prórroga en el que vivo instalado, un tiempo en el que el alfa y el omega, el principio y el final, se pueden dar la vuelta en cualquier momento y poner la casa patas arriba.
Sigo en Navarra, que es una tierra que me trata bien en todos los sentidos y donde mis hijos, ahora empeñados en aprender euskera para estar a la altura de la competencia lingüística de sus primos, tienen parte de sus raíces. Mucho le gusta a mi padre poner a prueba a sus nietos y preguntarles si se sienten más de aquí o de allá. Él, el más vigués de todos los vigueses. En una comunidad autónoma poco dada aún a las mezclas, junta pero poco revuelta, donde los ocho apellidos vascos te los sabes desde que aprendes a hablar, mis hijos, nuestros hijos, no dejan de tener un toque exótico. Que la raza ha salido mejorada es un hecho.
Estoy por patentar al «Olentceiro», que sería una mezcla de Olentzero, apalpador y Papá Noel, para unificar personajes de las Navidades, una época que se salva, precisamente, por los niños. Si no fuera por ellos, y habiendo lo que hay, me metería en la cama el 22 de diciembre, con las pedreas, y no saldría hasta el 8 de enero; no tengo nada que celebrar ni nada que agradecer. NA-DA. Claro que podría estar peor, pero también mejor.
Ya he escrito en más ocasiones que las enfermedades de largo recorrido llevan un montón de riesgos asociados. Uno de los que más nos afecta a los enfermos es que en algún momento se olvide nuestra circunstancia, por habitual, y se nos quiera tratar como a sanos que dan lata. Conviene estar atentos, porque pocas sensaciones hay tan desagradables como sentir que la enfermedad de uno «ya cansa» por reiterativa.
Sí, la enfermedad riega por aspersión, pero el que más sufre es el dueño de un cuadro clínico que es personal e intransferible. Nadie sufre más que el enfermo, ¡nadie! Así que, aunque suene egoísta, al sano le toca estar al 200 por cien, le va el sobreesfuerzo en el lote. Y no es que tenga yo queja en ese sentido, pero del contacto con otros que están como yo tengo material suficiente para redactar un tratado. Qué bien vendría una formación en el cuidado de los demás ya desde el colegio. Nadie nos enseña y un día nos toca improvisar ante el pronóstico malo de un ser cercano y puede salir cualquier cosa. Yo soy afortunado. Y esto no quiere decir que el enfermo tenga patente de corso para reaccionar como le dé la gana, para tiranizar a su entorno, pero insisto: el sobreesfuerzo de los que cuidan al que vive en tiempo de descuento va en el lote, y en las facultades de Medicina y de Psicología, en la educación básica también, sigue faltando orientación para los sanos.
No tengo más propósito para el año que arranca que llegar al 31 de diciembre de cuerpo presente y poder contar para entonces que sigo con la misma masa cerebral que cuando arrancó el año, gramo arriba o abajo. Como eso no depende de mí exclusivamente, que sea lo que tenga que ser y ya iremos capeando. Mantengo firme la convicción de que, en una situación como la que vivo, cualquier capricho es una urgencia. Y pienso actuar conforme a mis creencias. Hay viajes, hijos, que no podemos demorar mucho. Si la química me deja, la primavera va a ser generosa en kilómetros y personajes. Y después, si eso, que nos quiten lo bailao. Gracias a todos, por todo.