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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: enero, 2014

23. Esto no es un simulacro

«Llega un momento en el que la vida deja de darte cosas y empieza a quitártelas». Acojona ¿eh? Pues no busquéis la frase en grandes compendios de citas. Y mucho menos en casas de citas. Se la dice en una película el doctor Sean Connery Jones a su hijo, Harrison Indiana Jones Ford, y echo mano de ella con frecuencia cuando vienen mal dadas. Aunque el enunciado es una verdad indiscutible, también es cierto que se puede complementar con la cantidad de cosas nuevas que aparecen durante el expolio; prioridades nuevas; personas nuevas; sentimientos nuevos… Yo los estoy experimentando y seguro que a todos os ha pasado. O, en todo caso, os pasará. Mi abuela Pilar, que era una señora alta de luto que calzaba un 43, siempre decía: «O que non as teña, que as agarde» (el que no las tenga, que las espere). La madre de mi madre no era la alegría de la huerta, pero tenía presente en su discurso cenizo que en esta empresa no hay contratos indefinidos y que lo que hay es que aprovechar el tiempo y regalárselo, si acaso, solo a quien lo merece.

En los capítulos anteriores de estas memorias sanitarias he ido avanzando sobre mi debut en el mundo de la oncología. Ya extirpado un tumor cerebral que salió rana, ahora la estrategia pasa por iniciar las hostilidades radiactivas y químicas para mantener al enemigo apartado de mi sala de máquinas el mayor tiempo posible. Es un tumor caprichoso, un invasor que acostumbra a reincidir. Antes de empezar con la primera de las treinta sesiones de radioterapia con las que me freirán la cabeza a partir de lunes -combinadas con quimio a domicilio-, en el hospital me han convocado para una simulación. Y ha sido colgar el teléfono y pensar en lo bonito que sería que, en realidad, todo esto no hubiese sido más que eso: un simulacro. Ojalá apareciera ahora mismo detrás de una cortina mi amigo Cesáreo Rey Noya, jefe jubilado de los bomberos de Santiago, con un megáfono en la mano: «¡Gracias, por su colaboración, el ejercicio ha salido estupendamente! Pueden disolverse». Qué putada, Cesáreo, que esto no sea un entrenamiento. 

Pienso que el acelerador lineal es una freidora de churros Siemens de un millón de pavos en la que yo soy el churro. Y me imagino al churrero de la Alameda, Valeriano García Temprano, apuntando un haz radiactivo directamente a mi cicatriz. «De este lado ya estás hecho, espera que te pongo del otro. ¿Te echo azúcar?». Y así, treinta veces. No sé de nadie que haya mezclado en un mismo texto dos especialidades tan diferentes y complicadas como la radioterapia y la churrería, pero me ha dado por ahí. Seguro que es estrés post traumático. A saber la cara que pondrá el psicólogo de oncología si lo lee. A tres días del fregado, ya he decidido en firme que antes me muero de amor que de cáncer, y así lo he hecho saber en esa declaración de principios escritos que es el estado del WhatsApp. Recordad: Cuidad el fuerte, mantened el fuego encendido y, si no vuelvo al amanecer… llamad al presidente To be continued.

22. Bienvenidos a la guerra.

Gracias de corazón a mis compañeros y amigos de La Voz de Galicia David Pintor y Carlos López, Pinto & Chinto, por haber resumido en una imagen esta guerra contra el cáncer que se libra en mi cerebro como campo de batalla. Con este dibujo quiero dar la bienvenida a todos los que se alistan a un ejército de voluntarios en el que, como Gila, llamamos por teléfono al enemigo y le decimos que se ponga. Si un párrafo de lo que escribo sirve para ayudar solo un poco a otros que están en situaciones semejantes a la mía, entonces encontraré algún sentido en todo este horror. Todavía nos quedan uniformes de todas las tallas. Adelante. (Para los nuevos, pulsando sobre el dibujo volvéis al blog entero).

21. El increíble hombre menguante vs el cáncer

Qué diferencia entre la banda sonora del Magnetom de Siemens y la Resonancia 3T de Philips con la que esta mañana me han visitado el cerebro. Los que saben del tema dicen que la resonancia 3T es a la convencional lo que un plasma a una tele de culo. Pero una cosa es la calidad de la imagen, seguro que magnífica, y otra la música que acompaña a la prueba: como pasar de repente de escuchar a Kiko Rivera pinchando en Culleredo a sintonizar Radio María. Que Paquirrín casi sale a hostias de las fiestas de Vilaboa no viene ahora a cuento.

Ayer se cumplió un mes desde que me aserraron el cráneo y hoy tocaba resonancia de control. Un mes desde que dos neurocirujanos encontraron el haba en el roscón de Reyes de mi sesera en forma de astrocitoma anaplásico en grado III. Cáncer para un cáncer. Así que allá acudimos mis placas de titanio y yo, dispuestos a que me imantaran otro poco la cabeza. Fue una prueba más, sin inconvenientes, aunque con poca base rítmica sobre la que divagar por aquello del aislamiento acústico doble. Pero, al menos, pude estrenar un camisón sanitario azul de usar y tirar que me daba el inquietante aspecto de Iñaki Perurena envuelto para regalo. En todo caso, la resonancia no es lo más importante en esta semana de vísperas al fregado químico y radiactivo que se librará en mis entrañas de aquí a una semana.

Después de la sesión magnética, que no me ha aportado en principio ningún otro súper poder, me esperaba el servicio de oncología médica. No con una alfombra roja, pero sí con una flecha amarilla pintada en el suelo que indica por dónde se va a la guerra. Alguien me decía el otro día que el hospital de día del servicio de oncología médica es una realidad paralela. Yo creo que lo paralelo es, en todo caso, lo que está fuera, porque aquí, siguiendo la flecha amarilla, llegas a la realidad más descarnada, sin decorados, sin atrezzo… Sin caralladas. La vida sin contemplaciones. Y la muerte también. Un lugar donde el cáncer se impone a las edades, los sexos, los títulos y las nóminas; y esta vez me ha pillado a mí.

Como en cualquier ejército, lo primero que han hecho conmigo esta mañana en oncología médica ha sido tallarme y pesarme. Me tomé como un cumplido que la enfermera me dijera que no aparento el tonelaje que en realidad doy; ya sabéis, los que somos de hueso ancho y espalda de estibador… Pero me sorprendió darme cuenta de que soy el increíble hombre menguante: cuando me tallaron para la mili di 1,78; hace unos años, por causas sanitarias, 1,76. Y esta mañana me he quedado en 1,74. Y una de dos: o encojo de tanta agua caliente o tiene que mediar la Oficina Internacional de Pesas y Medidas. ¡Con este tamaño jamás desfilaré en Cibeles!

Con mi tarjeta de paciente oncológico menguante en la mano como carta credencial me presenté ante mi oncólogo; desertar no era una opción. Hablamos de pronósticos y posibilidades, un tema inevitable en la conversación entre un tipo que vive de preguntar y la persona en cuyas manos pones tu vida. Los datos los dejo para la intimidad, quedaos solo con la idea de que el doctor me vio capaz de convertirme en uno de esos fulanos rabudos que jode las estadísticas al enterrador.

Por si no hubiera bastante química entre mi oncólogo y yo, que creo que la hubo, la Temozolomida será el primer cemento armado sobre el que se sustente esta relación forzada con el que, en meses, se ha convertido en uno de los hombres de mi vida. Aprenderemos a querernos. A partir del día 20, y coincidiendo con las sesiones de radioterapia, yo mismo empezaré a administrarme la qumio sobre el guión firmado por el especialista. Y lo haré en mi propia casa, drogándome un par de horas después de cenar. Me esperan meses de tremendos efectos secundarios. Y en el prospecto del Temodal insisten, además, en que ni se me ocurra quedarme embarazado; tomaré precauciones. Imperan, faltaría más, las ventajas sobre los inconvenientes. Todo un polvorín en el armarito del cuarto de baño. Lástima que no pueda radiarme también en el microondas. Os reiréis, pero la máquina con la que me freirán la cabeza desde el lunes es de la misma marca que los electrodomésticos de mi cocina. ¿Habrá tantas diferencias?

Cuando me despedí del especialista me vino a la cabeza Paquirri ensartado por Avispado en la plaza de Pozoblanco: «Gracias, doctor. Ahora está en sus manos». «¡Vamos a por ello!», me respondió. Estuve por pedirle un pasodoble.

Aún me quedaba algo más de papeleo, un análisis de sangre y otras putadas menores. La única diferencia con otras guerras es que en esta no te rapan; de pelarte ya se encargan, si acaso, la radiactividad y los medicamentos. Tiempo habrá. Y ya, por fin, la visita a la farmacia de oncología, en cuya puerta reza una leyenda hindú: «Hoy esperas tú; mañana esperarán por ti».

La espera me sirvió para mirar a los ojos al cáncer ajeno mientras otros miraban la cicatriz del mío. Y me di cuenta otra vez de lo importante que es dolerse acompañado.

Para el personal del servicio de oncología médica del Hospital Clínico de Santiago solo tengo buenas palabras. Ellos han compensado con creces el defecto de humanidad que sentí entre el diagnóstico del neurocirujano y la llegada al  final de la flecha amarilla. La sanidad pública es lo que es gracias a este tipo de trabajadores abnegados e incansables. Ha hecho más por mi ánimo la sonrisa con la que una mujer de bata blanca me explicó los efectos secundarios de la Temozolomida -incluido lo de que no puedo quedarme embarazado-, que una caja de ansiolíticos. Y eso a pesar del frío horroroso de esa zona del hospital que tiene vistas a la rotonda de Vidán. Dicen que no la calientan para que no se estropeen los medicamentos. Drogas on the rocks.

Mañana le enseñaré la cicatriz a los neurocirujanos -que pueden estar orgullosos del bordado- y, en unos días, empezarán las hostilidades. En este lado del ring, a pecho descubierto y calzón estampado, el increíble hombre menguante; del otro, el puto cáncer. «Señores, no hay reglas. Entran dos. Sale uno». Carguen, apunten…

20. Bonus track. Jorge, ese «Hombre»

Solo hay tres cosas con las que me defiendo más o menos decentemente y con las que podría intentar pagar, en especie, todo este tsunami de cariño que llega a sobrecogerme: el bricolaje, tocar la gaita o escribir. Como no sé si tenéis muebles de Ikea que montar ni si andan los ánimos para escuchar mi versión más enxebre -siempre he creído, insisto, que soy mejor músico que escritor-, voy a tirar por la tercera vía y mandarme uno de esos bonus para tuiteros a los que tanto acostumbra Pedro J. Ramírez. Pero como acabo de resucitar de la madre de todas las migrañas, recuperaré un post del pasado que ahora viene muy a cuento, por cuanto habla de una de esas personas vitales a las que siempre quise parecerme. Jorge Hombre, propietario de O Galo D’Ouro, mítico pub de la noche compostelana, es uno de esos individuos que te cargan la batería con un apretón de manos. Ya hace unos años de esto, pero el espíritu de Jorge, ese «Hombre», permanece intacto. Para él y para Fernando Varela, mi hermano mayor, y por extensión para todos los que me acompañáis en la trinchera, reedito y os deseo un fin de semana emocionante. Amaos los unos sobre los otros.

Vengo de tomarme una copa en O Galo D’Ouro, uno de esos sitios irrepetibles como su dueño. Se extendió el rumor de que a Jorge Hombre, el propietario, le había pasado algo; se dijo que se había fugado para no volver; se comentó que tenía intención de traspasar el local. A tal punto llegó el rumor que hubo quien visitó a su mujer para proponerle hacerse cargo del negocio, como quien saquea a un muerto que todavía respira. Pero lo cierto es que Jorge existe todavía, y de qué manera. A lingotazos de güisqui, y mientras en la gramola de cedés cantaban por turnos Bonnie Tyler, Pavarotti y Elvis Presley, ahora tú, ahora yo, Jorge nos contó durante sesenta minutos la verdad sobre su ausencia y su verdad sobre el viaje más intenso y también el más peligroso de su vida: el que lo llevó a Mongolia. Este aventurero insaciable, viejo lobo que viaja sólo, nos describió las noches claras en la estepa; los dos meses que en los que convivió con un porteador, chófer y criado nativo al que contrató, todoterreno incluido, por seiscientos dólares; y relató como si leyese un gran libro de viajes cómo cambian los valores humanos a tantos kilómetros de distancia; y cómo bebió cerveza fermentada con escupitajos de mujer sobre leche de cabra, y escuchó sinfonías de lobos que le ayudaron a conciliar el sueño… Jorge sobrevivió a la nada con casi nada, se jugó la vida, las pasó putas para poder tener una experiencia irrepetible y, mira tú por donde, fue a estrellarse, qué ironía, cuando volvía en un taxi desde el aeropuerto de Barajas a Madrid. Subirse a aquel coche, con aquel individuo occidental, fue la experiencia más peligrosa de la travesía, tanto que estuvo a punto de costarle la vida y eso siempre se lo recordarán cada uno de los tornillos que le sujetan el húmero. “Venía de Mongolia cojonudamente de coco y, mira tú, para estrellarme en Madrid”. A Jorge se le empañan los ojos al explicar cómo un taxista con poca pericia estuvo a punto de arruinar esa máquina de viajar que es él mismo. Pero, de todo su relato, me quedo con tres cosas: Cuando dijo aquello de “volamos en un Yakolev y ¡qué cosa! ¡llovía dentro!”; cuando se lavó en un río que difícilmente saldrá en un mapa con jabón de La Toja (contemplado de lejos por un puñado de nativas incrédulas); y cuando convenció a su compañero y porteador, mongol y desconocido, para subir una montaña después de todo un día de caminata para poder disfrutar de un momento irrepetible: ¡Cagar en lo alto de un monte teniendo a sus pies el desierto del Gobi!
“¡Gracias por haberos preocupado de mí!”, nos dijo al despedirnos.
“A ti por existir”, le contesté. Hacía tiempo que no disfrutaba así de una conversación.

19. Tragicomedia en color

Mi amigo Juan Capeáns, que es Dios en el arte de titular y resumir para la prensa, definió ayer estas memorias sanitarias como una gran tragicomedia. Y ese es el espíritu con el que nacieron cuando ni siquiera sabía que tenía cáncer: que la cal de la risa neutralizase la arena de esta putada brutal con la que me toca lidiar mientras afuera llueve por aspersión. En eso de descojonarse de la desgracia, aunque sin perderle el respeto, creo que soy digno heredero de mi padre pero, sobre todo, de mi tía Estrella, su hermana, que gracias precisamente a ese don familiar ha conseguido sobrevivir a la muerte de tres de sus seis hijos. Hoy, que tengo el día más de cal que de arena, recupero la narración de esta guerra en la que me han alistado a la fuerza como carne de cañón en vísperas de ingresar perdido, como María Ostiz en un concierto de Barón Rojo, en esos territorios inexplorados que son la radiología y la oncología.

El radiólogo que dirigirá los treinta capítulos de mi guerra de las galaxias tiene más aspecto de técnico de mantenimiento que de autoridad sanitaria. Y os parecerá una tontería, pero a mí siempre me han tranquilizado más los descamisados que los fulanos de cuello duro; me considero un obrero ilustrado y agradezco tratar con otros de mi casta. El caso es que cuando el Radioactive Man que me ha asignado la Seguridad Social me dijo que empezaríamos con algo más de 50 grays, la cabeza se me fue a otro sitio y me imaginé lo de los grays como una escala sexual estupenda diseñada por Erika Leonard James. No tardé en descabalgarme del erotismo literario e instalarme, frente al hombre radiactivo, en la realidad de las cosas, donde un Gray (Gy), con a, es una unidad que mide la dosis absorbida de radiaciones ionizantes por un determinado material. No soy un erudito; lo acabo de leer en la Wikipedia. Yo sigo prefiriendo las sombras sexuales de Anastasia Steele y Christian Grey, con todas sus consecuencias; lástima que no curen los tumores.

El doctor me dijo que me van a radiar tanto el cerebro que salí de su despacho convencido de que las revisiones me las van a tener que pasar en Televés. No queda más remedio. Ya he firmado el consentimiento informado del paciente para el proceso de radioterapia externa mediante acelerador lineal en el servicio de oncología radioterápica. Y asumo los riesgos, que no son pocos -insisten en que son más las ventajas, solo jodería- porque la alternativa es fría, húmeda y estrecha; el traje de madera seguro que me tiraría de la sisa. Y Dios no sabría en qué estantería depositarme. Mientras me queden fuerzas y ganas pienso seguir contando aquí las sensaciones que me aporte semejante procedimiento. ¿Para qué perder el tiempo hurgando en la ficción cuando la vida misma es un semillero inagotable de tramas?

Al que todavía no conozco es al oncólogo, pero pronto romperemos el hielo y bailaremos pegados porque, como decía el filósofo Dalma, «bailar de lejos no es bailar». A él le toca diseñar la guerra química que completa esta función, un tratamiento complicado y también lleno de inconvenientes. Desde pequeño tengo la costumbre de hacer míos los efectos secundarios de los medicamentos. ¡Hasta de las tiritas! Me pasa estos días con un anticonvulsivo que, en la misma pastilla, me sana y me jode por igual. No convulsiono pero, a cambio, asumo sin remedio la somnolencia, la agitación, la inestabilidad emocional y los cambios de humor, la hostilidad o agresividad, el insomnio, el nerviosismo y hasta los temblores. A la eminencia científica que le toca ahora programar mi quimio solo le pido una cosa: que si además de todo lo anterior me va a quitar las fuerzas -ahora estoy pensando en Grey, no en Gray-, ¡que me quite también las ganas!

De mi reciente entrada en los servicios de oncología y oncología radioterápica del Hospital Clínico de Santiago solo tengo un reproche que hacerle al sistema: que nadie te acompañe en los primeros momentos y que, después de recibido el diagnóstico fatal que te cambia la vida, tengas que vagar solo y confundido por el hospital buscando los diferentes servicios como si para alistarte en la guerra entrases como Paco Martínez Soria en El Corte Inglés. «A veces hay voluntarios de la Asociación Española contra el Cáncer que ayudan», me comentó una amiga. No me vale. Esto tiene que ser de oficio, señores de cuello duro. Sé de un médico que dice que, en general, la calidad de la medicina y de los tratamientos en España es acojonante, pero que flojeamos en hostelería y humanidad. Por lo demás, me pongo decidido en manos del sistema público de salud y desisto de buscar alternativas en la sanidad privada, aunque respeto profundamente al que lo hace.

No me voy a enrollar mucho más por hoy. Ahora me toca sufrir esta calma chicha que, al menos, me está sirviendo para darme cuenta de la cantidad de personas que se han alistado conmigo sin firmar siquiera el puñetero consentimiento informado. Nunca os estaré lo bastante agradecido. En la inauguración de la muestra de fotoperiodismo Compostela, un ano de Voz, a la que asistí el miércoles en el Colexio de Fonseca -no os la perdáis-, recibí tantos abrazos que tengo cubierta la fisioterapia lumbar para una temporada.

He empezado a redactar una lista de cosas que quiero hacer en cuanto tenga la oportunidad. Conducir solo -o en buena compañía- hasta Dinamarca; tocar la Xota da Guía con Kepa Junkera en la Casa das Crechas; publicar este libro basado en hechos reales… Ya la iré completando según se me vayan ocurriendo objetivos. Solo quiero pedir disculpas a todos aquellos que me sufren más de lo habitual por culpa de la medicación y de una mala hostia rabuda con la que salí tarado de fábrica. Sirva como eximente que la capacidad de querer la mantengo intacta.

To be continued.

18. Para los que también sufren y me sufren

Es rarísimo, diría que hasta imposible, que un periódico repita un reportaje. Las teles sí que lo hacen, cada vez más. Los que nos dedicamos a esto sabemos que el producto que elaboramos por escrito es flor de un día y que, si acaso, la relectura es más una elección de lector que se administra como le da la gana y que marca sus propios tiempos que de quien edita, que no hace más que vomitar información a toda pastilla. La ventaja de escribir uno en su propio espacio, como hago yo ahora, es que soy mi editor y puedo repetir, rectificar o programar sin pedirle permiso a nadie. Y eso es lo que voy a hacer hoy, 3 de enero del 2014, simplemente porque me da la gana. Aunque el cáncer que se ha instalado en mi cabeza lo sufro yo, no es menos cierto que los que están alrededor lo sienten como suyo. Y que me sufren además a mí, que si ya no doy buen sano, difícilmente daré buen enfermo. Por todas estas razones, y para los que os acabáis de incorporar a la lectura de estas memorias sanitarias -sabéis que defiendo que, en el fondo, a todos nos interesan mucho las casas, las vidas y las enfermedades de los demás- retomo una historia que escribí el 4 de julio del año pasado, día de mi 42 cumpleaños, y que dediqué a una de esas personas especiales con las que seguramente debería ser más justo: mi padre. Por él y por el resto del equipo, que no es pequeño, reedito El archivo secreto. Feliz fin de semana.

El archivo secreto

Una herida a punto de cicatrizar. Así se titulaba el primer reportaje que publiqué, en julio de 1991, en La Voz de Galicia. Como hoy, cumplía años, aunque veinte y no 42. Aquella crónica pueril sobre la historia terrible de Ramón Leboráns, armada con mucho entusiasmo y sin tablas en las que apoyarme, fue el inicio de todo. Aquel atrevimiento de becario pasó desapercibido para la mayor parte de la humanidad pero, sin embargo, le sirvió a mi padre para empezar una colección de la que jamás se ha dado de baja: la de la vida contada por su hijo.

En el jardín de nuestra casa de Vigo, justo en el sitio donde la madrina Celia tuvo plantado un limonero de cuyo tronco salieron las baquetas de un tambor, mi padre construyó un garaje con cuatro chapas para que el Renault 6 durmiera a cubierto. Pero, como suele ocurrir, el coche acabó en la calle y el garaje derivó en galpón multifunción. En esos doce metros cuadrados escasos se pasó Mirás las horas interminables de parado de larga duración, primero, y el descanso merecido del jubilado, después. El chabolo está rotulado con azulejos portugueses que, a letra por azulejo, componen el título de propiedad del local: “Obradoiro Mirás”· Como en Valença do Minho no vendían letras de cerámica con acentos, el apellido lo tildó en la A con un rotulador permanente y lo repasa de vez en cuando porque, en realidad, la permanencia es un concepto relativo.

Cuando a mi padre le vinieron mal dadas, en los años oscuros,  sufrimos todos, él el primero. Podría haberse dado al alcohol o a las drogas y nadie se lo hubiera reprochado, tal fue la circunstancia vital en la que nos vimos metidos. Pero, no sin ayuda, eligió una vía mucho más productiva que, además, estaba exenta de resaca, que no de efectos secundarios. Cestería, macramé, marquetería, esmalte al fuego, repujado en cuero… El paro de mi padre hizo que mi casa y las casas de mis hermanos se fuesen llenando de obras firmadas de su puño y letra que salían de su factoría del jardín según iba superando cursillos de cualquier cosa que se pudiese hacer con las manos. Llegó un momento en el que la producción fue tan exagerada que comenzamos a esconder el excedente. “O sea que os regalo un perchero construido con unos aislantes de Fenosa ¿y no lo colgáis? ¿Despreciáis una papelera de mimbre hecha a mano? Sois unos desagradecidos”, rosmaba.

Nos costó hacerle entender que lo de no exponer todos sus trabajos  no es tanto una cuestión de gusto como de espacio. La mesa de la tele y dos esculturas son obras suyas y ahí están, a la vista, con orgullo de hijo. Y el servilletero que usamos como panera y el pañalero de mi hija, también eso. Pero cuando digo que la producción era mayúscula no exagero. Creo que aún hoy, con el asunto ya muy hablado, sigue dudando de nuestras excusas sobre el problema de almacenamiento y piensa que, en realidad, somos unos pijos de ciudad que no valoramos un carallo el sabor de lo auténtico.

El caso es que, en medio de esta vorágine bricomaníaca, Mirás fue a parar a un cursillo de encuadernación. Acabó comprándose una guillotina y una prensa y le dedicó muchísimo entusiasmo al cosido de lomos. En su casa podéis encontrar auténticas enciclopedias falsas que, en realidad, son folletos de Lidl y de Alcampo en edición de coleccionista, el producto de su adiestramiento como encuadernador. Superado el preparatorio, se atrevió a meterle mano a los fascículos. Es verdad que la guillotina, a veces, le quitaba o le ponía grados al ángulo recto pero, en general, depuró la técnica.

Lo que no sabíamos es que, en realidad, lo que mi padre estaba haciendo desde su zulo de Mantelas era prepararse a fondo para dar salida a la edición clandestina, y única, de unas memorias profesionales larguísimas escritas durante más de 8.000 días con millones de caracteres: las mías.

El titular del reportaje con el que empezaba este texto, Una herida a punto de cicatrizar, es el primer capítulo de esa hemeroteca propia que me ha pagado las facturas todo este tiempo. Durante 22 años, mi padre ha ido guardando y clasificando cuidadosamente todo lo que he publicado en La Voz de Galicia. Es cierto que la sección de Santiago le ha quedado bastante mermada -más que nada porque está suscrito a la edición de Vigo y mis contribuciones a la prensa local apenas le llegan-, pero el resto de lo firmado está todo, absolutamente todo. No conozco otro caso igual. Y tampoco conozco a nadie que tenga las estanterías de su casa todas las colecciones que ha entregado La Voz a lo largo de su historia. ¿Alguien duda de la fidelidad familiar? Sobrecoge, eso sí, pensar que todo ese esfuerzo cabe en un miserable pendrive.

Hace unos días, en ausencia de su dueño, allané el Obradoiro Mirás, abrí un armario y me encontré los 22 años de profesión allí depositados. Fue emocionante volver al periodismo pretecnológico. Me sentí Indiana Jones explorando los recovecos impresos de mi propio cerebro. Hay una sección que mi padre ha encuadernado en tapa dura, diferente del resto: La cara B, cuatro volúmenes con más de quinientas entrevistas que son el producto de ocho años de conversaciones; la serie de entrevistas más larga jamás publicada en los 131 años de historia del periódico. Muchos de los que salen han muerto. Otros no debieron salir nunca… Allí dentro hay días buenos, días malos… horas y horas de diálogos que me han hecho madurar en la profesión y en la vida. Repasando cada cara B viajé a una época, a una novia, a una alegría o a un dolor. Incluso está encuadernada la declaración amorosa que redacté un 14 de febrero, un documento que tiene un valor especial para mis hijos por cuanto en ese pequeño textito de nada, ordenado por mi amigo José Manuel Rubín, está nada menos que su origen, el borrador de sus genes.

Con los dedos negros de pasar páginas, volví a colocar todo en su sitio, cerré el armario y me sentí como un Snowden cualquiera que acabara de violar los archivos marcianos del Área 51.

Dentro de muchos años, las memorias periodísticas que se conservan en el garaje familiar serán un tesoro para mis hijos por lo que representan, por el fondo que le puso su padre y por  la forma que le dio su abuelo. Pero ese material será también, y más pronto que tarde, arqueología de un tiempo en el que el periodismo se imprimía siempre después de haber hecho la digestión; la sobreinformación vomitada a borbotones en la que nos hemos instalado no hay Dios que la encuaderne, ni falta que hace. Gracias, papá.

17. Me marcho a las Cruzadas.

Astrocitoma anaplásico. Qué buen nombre para un satélite; o para un barco. Cuando toda esta mierda se acabe me compraré una lancha neumática para bautizarla así, como el tumor que desde ayer me ha hecho entrar en el mundo de la oncología de la única manera que es posible entrar: de culo. Después de escribir los anteriores dieciséis capítulos de estas memorias sanitarias llegué a pensar que, finalmente, una vez que la anatomía patológica desvelase la naturaleza inofensiva de mi tumor, todo esto se quedaría en un relato con más forma que fondo, en una especie de fraude al lector. Pero, ¡ay, amigos!, la realidad me ha ganado por la mano, Murphy, ese que legisla que todo lo que puede salir mal saldrá mal, ha hecho su trabajo y, por si alguien llegó a pensar que a mis divagaciones les faltaba fondo, fueron precisamente los del servicio de anatomía patológica los que le han echado a esta olla de caldo el fundamento que pudiera necesitar. Tengo un astrocitoma anaplásico en grado tres, un tumor malo, «agresivo», como me dijo el neurocirujano en el último día del año 2013. Eso me convierte, y ya no nos vamos a andar con tonterías, en un paciente oncológico de tantos, con la diferencia de que yo vivo empeñado en narrar lo que ha venido y lo que habrá de venir en estos textos que me sirven de desahogo.

Me sentí raro ayer por la mañana en el servicio de oncología cuando, después de cruzar un pasillo lleno de cuadros de Miró, fabricaron sobre mi cabeza la máscara con la que me cubrirán la cara en los próximas treinta sesiones de radioterapia que recibiré. «¿No me convalidan la cantidad de horas que me ha radiado la Cadena Ser? ¡Mire que soy oyente fiel, amanezco con el Hoy por Hoy y me acuesto con Hora 25, cojones!» Nada, ni caso. No coló. La radioterapia y la quimioterapia, que también me espera en fechas venideras, son complementos inherentes al cáncer, una enfermedad con la que, hasta ahora, solo se me podía relacionar por el horóscopo asociado a los que nacimos el 4 de julio. Tengo cáncer, amigos, y me toca saltar a la arena. Es un hecho. Podría inventar mil eufemismos, cogérmela con papel de fumar, escribir eso de «una larga enfermedad»… Pero las cosas son como son; es así.

Cuando, semanas atrás, decidí bautizar a mi tumor cerebral como Casiano, lo hice pensando en un inquilino de renta antigua que tuvieron mis padres y que nos hizo la vida imposible. Dentro de lo malo, estos tres meses de zozobra me han servido para hacerme a la idea. Cuando vosotros me transmitíais fuerza y ánimo porque todo iba a salir bien yo, que tengo una naturaleza muy de aquí, me dedicaba a ponerme en lo peor por si llegaba el caso. Y el caso ha llegado y me ha pillado con la guardia puesta. Sí, os engañé; pensé en positivo lo justo y el tiempo me ha dado la razón. Eso no quita que no haya sentido igual el mazazo cuando me llamaron a capítulo.

Parece mentira que, después de toda una vida dando malas noticias y viviendo de ello, no acabe de saber ni cuándo ni de qué manera tengo que contar una cosa semejante a los que están más cerca. Porque en el hospital, muy amables, te dan el veredicto, te presentan a radiólogos y oncólogos pero, justo después, te mandan a tu casa para que te las apañes para contarle a tu madre que su hijo tiene cáncer. Señor presidente de la Xunta de Galicia, señores políticos: dediquen dinero a eso.

Visto lo visto, ahora que empieza una batalla en la que pienso darlo todo, no os extrañe que, a los que habéis rezado, os recomiende cambiar santos y vírgenes por imágenes de Sofía Loren o de John Wayne. Demostradme, por favor, que acaso no son tan milagreros como cualquier discípulo de Cristo. Tengo mis motivos para estar cabreado con el mundo sobrenatural y con el terrenal, espero que lo comprendáis. No me quiero retirar en este primer día del año 2014 sin recordar una entrevista que le hice en el 2006 a Ana Kiro, una famosísima cantante gallega que, aunque murió en combate, se dejó la piel en la lucha y me lo contó. Y que esté cabreado no quiere decir que sea un desagradecido, ni con vosotros, que me seguís y me apoyáis, ni con los equipos médicos en los que deposito ahora mi existencia. Felicitaros el año después de semejante texto parece casi una broma macabra, pero no por ello voy a dejar de hacerlo. Me voy a la guerra, chavales. Me marcho a las Cruzadas, queridos hijos. Pero tengo toda la intención de volver y por eso encomiendo mi espíritu a la oncología y no a una tropa de santos indocumentados que jamás pisaron una facultad de medicina. En este enlace os va la entrevista con Ana Kiro cuya lectura, años después, me da más paz que un santo rosario. Amigo José Ramón Mosquera: To be continued. I promise you.