rabudopuntocom

"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: diciembre, 2013

16. La Navidad más rara de mi vida

Para seguir el guión de estas Navidades extrañas, salí esta mañana de casa con rumbo a ninguna parte convencido de que, si acaso, acabaría tomándome algo en el mostrador de la farmacia Bescansa, que está siempre de guardia.

Pero la hostelería compostelana no defrauda y, hacia el mediodía, lo que sobraba eran barras en las que acodarse. Sin embargo, mirando a mi alrededor, decidí no ser uno de esos corazones solitarios que almuerzan pulpo el 25 de diciembre, me apiadé de mí mismo y opté por ayunar, que me pareció menos patético. A cambio, le dediqué mis pensamientos a quien se los ha sabido ganar estos días.

Yo espero de corazón que estas fechas entrañables lo hayan sido de verdad para vosotros, porque para mí quedarán siempre en el trastero de los recuerdos asquerosos que se subastan en Discovery Max: las Navidades de la craneotomía, la ciclogénesis explosiva y la muerte de uno de los grandes. Lo del incendio del santuario de la Virxe da Barca no me ha afectado tanto, lo lamento. Cuando ayer por la noche supe de se iba Germán Coppini, la sensación que llevo experimentando desde que me aserraron el cráneo para extirparme un tumor en el lóbulo temporal derecho del cerebro no hizo más que incrementarse: Chavales, vivid que este teatro dura cuatro días. Tengo una conversación pendiente con los neurocirujanos Ángel Prieto y Alfredo García Allut, que me tienen que explicar qué cojones han tocado en mi cerebro para que yo tenga ahora un olfato que ya le gustaría a muchos perros de caza. Antes de la operación ya tenía disparado el sentido, pero ahora es una cosa brutal, hasta el punto de que, delante de un castañero, era capaz el otro día de separar los distintos aromas que me llegaban: el combustible, la corteza de las propias castañas, el periódico que usó el vendedor para iniciar la asadura…. «Solo te falta -bromeaba un amigo- saber qué periódico es el que arde». Todo se andará. Lejos de lo que podríais creer, no es para nada una situación cómoda. No reconozco la enorme variedad de olores que hay en mi propia casa, empezando por el gato y acabando por los demás seres humanos con los que cohabito. Los cafés, los chocolates, los perfumes… todo me llega amplificado como si oliera en Dolby Surround. Doctores ¿no me habrán manipulado la junta de la trócola? Mi neurólogo de guardia dice que acabaré adaptándome a la nueva realidad, pero que me llevará tiempo.

Desde bien pequeño tengo un cierto don que muchos músicos envidian: el oído total o absoluto. Soy perfectamente capaz de separar las melodías de un conjunto completo y, llegado el caso, de repetir lo que cada instrumento toca. Eso es, básicamente, una ventaja. Tampoco me chuleo de ello, simplemente soy así. Sin embargo, tengo memoria de mosquito para los argumentos de los libros y de las pelis… Siempre he presumido de ser más músico que escritor y así lo mantengo. Otra cosa es que ahora se sume el olfato a semejante capacidad. Mi amigo Emilio Lavandeira, fotógrafo de la agencia EFE, me recomendó el otro día que me compre uno de esos potingues que se ponen los forenses en la nariz para no tragarse el olor de las autopsias. Voy a valorarlo, Emilio, porque me llega una variedad de olores tal que a veces se me acelera el pulso y tengo que taparme la nariz con la mano. Lo malo es que, entonces, lo que consigo es revivir todo lo que he tocado antes y también eso se me hace insoportable. Si encima me muevo en transporte público, como es el caso, ni os cuento. Miren, doctores, está muy bien que me saneen la sesera, pero a ver si afinamos un poco porque voy camino de convertirme en enólogo, y eso no entraba en mis planes.

Los dos últimos días han sido de bajón completo. Lo he pasado mal y he salpicado mierda a mi alrededor, espero que algún día sepan disculparme los afectados. Pero esta tarde he empezado a ver un poco la luz. Y todo gracias a una película: «La vida secreta de Walter Mitty», en la que me vi retratado por muchas cosas. Desde hoy he cambiado el concepto que tenía de Ben Stiller, que dirige, produce y protagoniza una de esas pelis que te hacen salir del cine contento. La ovación final del público lo dijo todo. Hasta yo aplaudí. Stiller ha hecho lo que le ha salido de los huevos y ese es el espíritu que gobierna, de un tiempo a esta parte, a este que suscribe. Recordé, en pleno visionado, la manera tan curiosa en la que conocí hace unos años a Shirley MacLaine, cuando la actriz peregrinó a Compostela. Me llamó por teléfono Zapatones, el sempiterno peregrino del Obradoiro (hoy postrado con las dos piernas rotas en un hospital de Santiago después de un atropello).

-¡Nacho, que viene una actriz americana haciendo el Camino!

-Zapatos, no jodas, que tengo curro.

-Que te digo la verdad. (Juan Carlos es buen amigo pero, en ocasiones, recrea demasiado la realidad)

-A ver, y quién es…

-No recuerdo cómo se llama.

-Hostia, Zapatos, pues estamos apañados, ¿para qué llamas?

-¡Sí sé que es la hermana de Warren Beatty!

Tuve que echar mano del cinéfilo de guardia para aclarar el misterio. Ahí como lo veis, Zapatones es una enciclopedia en estado lamentable que ha leído más que muchos profesores. Sin ir más lejos, cuando le expliqué me que iban a hacer una craneotomía me hizo un completo resumen de Shinué El Egipcio.

-¿Shirley Maclaine? ¿Lo dices en serio, Juan Carlos? Si no es verdad te borro de la agenda…

Tan en serio lo decía que fuimos al lugar y, efectivamente, conocimos a Shirley vestida de peregrina no muy lejos de Santiago. Creo que ver hoy a la actriz haciendo de madre de Walter Mitty en la pantalla me hizo sonreír por dentro, y por eso hoy respiro un poco más aliviado. Eso y una banda sonora en la que sale la Space Oddity de David Bowie.

Mantengo, eso sí, el luto por Germán Coppini, un tipo que valía más la pena que muchos que siguen vivos. Sigo acojonado, pendiente de los resultados de la biopsia. En principio no tenía pensado volver a escribir en el blog hasta que llegasen, más que nada por no joderle las Navidades a nadie si el informe es negativo. Pero los músicos tenemos siempre los dedos calientes, por eso disculpad este telegrama a deshora. En plena convalecencia he tenido tiempo además de hacer cuajada y de arreglar un lavavajillas. Debe de ser que no evoluciono tan mal. Coppini, un abrazo desde el más acá. (To be continued)

15. Las drogas baratas ni son drogas ni son nada

En vista de que en la plaza de Cervantes de Santiago había yonkis más serenos que yo, el doctor Allut, que sabe lo que se hace, se avino a reducirme la medicación. Entre eso, que me han quitado siete de las quince grapas que me cierran el cráneo y que ha salido el sol en Compospétrea, el ánimo es otro. Con todo, he tenido un amanecer brusco, sobre todo con los que están a mi alrededor. No es por disculparme, lo juro, pero hay que entender que mi malestar con las personas tiene un origen físico, no es algo que me invente yo porque me da la gana. «Le hemos tocado en el área de la afectividad», me dijo el neurocirujano. Y eso es así: tengo el disco duro manipulado. Es cierto que, aplicando la racionalidad, como la aplicamos para aplacar otros instintos con los que nos programaron en la vida, puedo minimizar los efectos, pero eso me va a llevar un tiempo. Si no soy buena compañía ni para mí mismo, ¿cómo lo voy a ser para los demás? Yo soy uno de esos tipos que jamás piden favores y que paladean la independencia, así que entenderéis que en estos días como dependiente condenado ni me encuentre ni me reconozca. Hoy, que he pisado la calle, me he visto más suelto de lo que imaginaba. Así que creo que lo de volver a nadar solo es cuestión de poco tiempo; será bueno para mí y para todos. Y recordad, nada de recetarme paciencia. La paciencia es una droga barata, y no sé de ninguna droga barata que haga efecto. Mi médico, que me ha desgrapado parte de la cabeza esta mañana, me ha vuelto a recetar la lectura de Tucídides. Tampoco es caro Tucídides, pero ahora mismo, doctor, lo que único que quiero es calle e independencia, como Artur Mas. Pero le prometo aplicarme, doc, a la que esté reseteado por completo. Seguimos en la lucha.

14. Mi vida en una palangana

Que me hayan extirpado un trozo de cerebro, con su correspondiente lacasito, me convierte, en rigor, en un descerebrado. Y a los hechos me remito: mi cerebro no tiene ni el mismo peso ni el mismo tamaño que tenía hace ahora, justo, una semana. Lo que me preocupa de esta situación es que los doctores Allut y Prieto, que son al cerebro lo que los mecánicos del Monster’s Garage al tunning, se llevaron en la palangana a la que echaron mi trozo indeseable cierta información que utilizaba esa superficie como disco duro, unos cuantos datos fundamentales para la cosa de vivir, que no es cosa menor. «Te hemos tocado el área de la afectividad, el lenguaje y la memoria. Además, el lóbulo temporal derecho se encarga de interpretar los olores. En cualquier caso, todo debería de funcionar bien», me dijo el neurocirujano. Después de siete días de comprobaciones y testeos, los daños colaterales se concentran sobre todo en la afectividad y en el olfato, hasta el punto de que no reconozco ni mi propia casa. No os podéis ni hacer una idea de lo que es no reconocer tu ropa, tu habitación… a tu gente. Somos mamíferos y esto no es una cuestión de estar acatarrados y de que unos miserables mocos no te dejen interpretar el decorado, sino de que toda la gama aromática que identificaba mi entorno ha ido a parar a la palangana de un quirófano y ha sido sustituida por otra completamente diferente. Te dan unas pautas de medicación, te dicen cómo hay que hacerse las curas… pero nadie te explica cómo te tienes que adaptar a un entorno en el que, de protagonista, pasas a ser un invitado. Es horrible. Siento un deseo inexplicable de huir lo más lejos posible. Y aún sabiendo que hay mucha gente preocupada a mi lado, querría simplemente otra vida, una vida en la que mi cabeza no tuviera tres placas de titanio, quince grapas y una sensación permanente de tristeza que me invade las veinticuatro horas del día. «Ten paciencia», te dicen, como si la paciencia la vendieran en el estanco de abajo o la despacharan en la plaza. Cuando recetamos paciencia es porque no tenemos ni puta idea de por dónde va la cosa. Supongo que soy mal enfermo, que es lo que nos suele ocurrir a los que tampoco somos, me imagino, buenos de llevar cuando estamos sanos. Yo necesito mi espacio y mi independencia, y de eso ahora no tengo y lo añoro. Nunca pensé que un trocito de carne en una palangana quirúrgica me pudiera cambiar tanto la vida, doctores. Supongo que toda esta situación me va a resituar en el mundo hasta un extremo que ni yo mismo me imagino. Cuando en el primer capítulo de estas memorias sanitarias escribí aquello de «los días tristes», ni por asomo me imaginaba la enorme tristeza que me invadiría hoy. Estos son de verdad, amigos, los días más tristes de mi existencia, atrapado en una película que es como un sucedáneo de lo que había antes. Yo no lo sé explicar. Y el neuropsicólogo, que tiene más de mago de que de científico, trata de convencerme de que el cerebro se readaptará con unos extraños mecanismos que nadie conoce a fondo y todo volverá a ser como antes. Una cuestión casi de fe. Pero yo soy hombre de poca fe, así que solo deseo huir. Y pido perdón, por educación, a todos a los que les toca aguantarme. Me invade, además, el pánico a la llamada que los neurocirujanos me harán en unos días poniendo el apellido al trozo de cerebro desalojado. Cómo no voy a tener ganas de escapar. Lamento no tener un día mejor. Echo de menos tantas cosas y a alguna gente… Eso no me lo han extirpado. Solo una cosa: si también me vais a recetar paciencia, no lo hagáis; para eso ya me automedico y así no me peleo con nadie. Si la cosa mejora os lo haré saber.

13. El seguro de decesos

No sé en otras zonas de España, pero en Galicia lo de tener un seguro de decesos siempre ha sido algo relativamente normal. Te pasas la vida pagando por entregas tu propio entierro a un señor de marrón que viene por casa cada mes y así, como no quiere la cosa, para cuando llegue la parca nadie tendrá que preocuparse por el coste de tus despojos, que no es menor. Además, por el hecho de trabajar yo en La Voz de Galicia tengo asegurada por convenio una esquela en edición general ¿no sentís envidia? Mis padres, por ejemplo, llevan toda la vida pagando sus exequias y las de sus hijos, que somos nosotros, a una compañía que tiene el sugerente nombre de «El Óbito». Recuerdo el día que, en una comida de domingo, mi padre se puso profundo y nos hizo una consulta de una trascendencia tal que Artur Mas a su lado es un monaguillo: «Los de El Óbito incluyen ahora la incineración. ¿Os interesa?» Contestamos que sí justo antes de meterle la boca al churrasco, que era un alimento muy propio para la consulta, y la cuestión quedó solucionada con mucha más prontitud que la pregunta sobre la soberanía catalana.

El caso es que el último compañero que tuve en el Clínico, durante la convalecencia posterior a la extirpación de mi tumor en el lóbulo temporal derecho del cerebro, era un tipo muy problemático. Tanto que la mujer que lo cuidaba, creo que era una prima, utilizaba el asunto del seguro de decesos para despreciarlo hasta el límite que se puede llevar el desprecio. Le decía cosas como «A ver si te mueres de una puta vez, que el entierro lo tienes pagado». Y lo decía sabedora de que es rarísima en Galicia la persona mayor de cincuenta años que no lleva pagando por entregas la caja, los curas y el servicio de ómnibus de la despedida final. Entre medias le espetaba también lo de Asunta, que es una barbaridad de la que somos culpables los medios de comunicación: «Te voy a hacer como le hicieron a Asunta con la almohada y vas a dejar de molestar». Pero no se me ocurre nada peor que alguien de tu propia familia desee tu propia muerte amparándose en que la cuestión económica está solucionada. Además, al nervioso de mi compañero -bien es cierto que era un fulano imposible que se meaba y escupía allá donde le cuadrase- su prima le echaba en cara que no hubiera autorizado a ninguno de sus hijos en las libretas del banco. Cuando llega un momento en el que solo te quieren por el dinero, entonces es el momento de irse. O, al menos, de fugarse. No pienso preocuparme de cómo le va la vida al fulano de la cama 2, que bastante imposible me hizo la convalecencia en los últimos días. Pero espero que, allá donde vaya, encuentre a alguien que no solo lo fiscalice. Un día, señores gestores de la sanidad pública, deberán empezar a separar a las personas no solo por sus enfermedades, sino también por sus circunstancias. Y no digo ya a los pacientes, sino a la tropa de acompañantes que, tal como he podido comprobar estos días, requieren a veces más atención que los propios enfermos. Psicológica. No creo que sea tan difícil, es cuestión de tener un poco de vista. Hoy sigo mareado y con el olfato y el gusto alterados. Pero estoy en casa, con los míos, sin extraños que se peleen por mi herencia. Tampoco dejo tanto, pero algo hay. Y está, por supuesto, la garantía que los de El Óbito correrán con cualquier gasto que mi circunstancia mortal pudiera generar, incluida la parrillada integral, los autobuses y un equipo completo de curas. Si insistís en llamarme y no cojo no os preocupéis, será simplemente que no me apetece hablar, pero sigo vivo. Estoy en mi derecho. Me siento muy raro, pero más querido que el Antonio Molina de la cama 2. Y eso es mérito vuestro. Seguiré informando.

12. El tiempo entre costuras. He vuelto

Te dicen que te vas a despertar de una craneotomía pterional «en la unidad de críticos» y me imaginé, medio atrofiado, con la plana mayor de los fulanos que viven de poner a parir discos, libros y obras del Centro Dramático Galego. Pero era otra cosa. La unidad de críticos es un sitio donde no dejan de pitar alarmas y donde un montón de médicos y enfermeras te tocan constantemente para cerciorarse de que sigues siendo un crítico vivo y un despojo sin criterio. Si supieran la de críticos muertos que hay en las nóminas de los medios de comunicación… De la cirugía mayor que me ha traído hasta aquí recuerdo poco. Me quedé únicamente con la fase de la anestesia. Y lo siguiente es un montón de gente a mi alrededor diciendo: «Ya estás operado». Resumir así las casi siete horas de la intervención solo se consigue con una cantidad de droga que ya quisiera para sí El Vaquilla. Me ingresaron un miércoles, me aserraron el jueves, después me fui con los críticos y la cosa se completó con dos noches en planta. Y yo nunca he tenido mucha suerte con los compañeros de habitación en los hospitales. El primero fue un espejismo: un electricista de Negreira, un tipo cojonudo operado de una hernia discal que, junto con su mujer, prometían ser la compañía ideal para una convalecencia. Pero al de la hernia lo despacharon pronto y, en su lugar, me metieron en la habitación a un figurante de Celda 211, un tipo más acabado que empezado. Yo entiendo perfectamente que la Sanidad Pública está para atender a todo el mundo, pero lo que me mata es que todos los seres antisociales me acaben tocando a mí. Este, así como llegó, insistió en buscar tabaco y poco le costó conseguirlo. Intentamos disuadirlo, pero no nos hizo caso y acabó deshaciéndose en flemas en el pasillo. El asco fue tal que solicitamos el cambio de ubicación, más que nada porque uno entra en un hospital con la intención de curarse, no para acabar defendiéndose del compañero de habitación con una botella rota. Y os juro que, de haberme quedado, me veía en guardia. Pero de Guatemala fuimos sin querer a Guatepeor, y por eso las dos últimas noches han sido una experiencia terrorífica que no recomiendo. Sin entrar en detalles, solo diré que mi nuevo vecino me recibió sacándose la picha y meando contra la ventana. La mujer que lo cuidaba, a hostias, demostró estar muy al día y le decía cosas como esta: «O te estás quieto en la cama y dejas de moverte o hago como hicieron con Asunta y te asfixio con una almohada». Qué mal están haciendo las teles. El individuo, una versión de Antonio Molina convaleciente, acabó entonces meándose encima esta noche después de arrancarse el pañal e inundando de orines la habitación. Y eso, para un operado del cerebro que tiene el olfato disparado, como es mi caso, ha generado una sensación de asco de la que no consigo desprenderme ni ahora, que ya estoy en casa. Por suerte, el doctor Prieto, que es junto con el doctor Allut uno de los hombres que más dentro me haya metido la mano jamás, llegó esta mañana con el alta debajo del brazo y me dio la carta de libertad. Estoy cansado, tengo quince grapas en la cabeza, un ojo a la funerala y me tengo que drogar varias veces al día. Pero todo ha salido sobre lo previsto y en un tiempo récord. Dentro de unos días llamarán por teléfono para darme los resultados de la biopsia, la prueba que deberá ponerle apellido al Casiano que me han sacado de la cabeza. «Pinta bien, pero hay que esperar», dicen los neurocirujanos, que prefieren ponerse siempre en lo peor. Mantengo intactos la memoria, el lenguaje y todo el equipaje que llevaba en el corazón cuando entré en el quirófano, y eso está muy bien porque sigo queriendo como quería antes. Las grapas, este tiempo entre costuras que me da un aire entre míster Potato y Robert de Niro en Frankenstein, volarán en unos días. Lo que sigo teniendo afectado es el olfato, hasta el punto de que todo me sabe o me huele parecido. Claro que nada como el hospital, ese sitio donde son capaces de que la lasaña y el champú tengan la misma esencia. Sin duda, la sanidad pública es un gran invento que no debería peligrar. Pero como en casa, en ninguna parte. Aquí os seguiré acogiendo, primos, en un sofá enorme en el que cabemos todos. Gracias por estar ahí. Por hoy no me extiendo más, que estoy cansado.

11. Hasta la vuelta, primos!

De todas las cosas que me llaman la atención de los gitanos, una que me entusiasma, y bien lo sabe mi amigo Sinaí Giménez Jiménez (la primera con G, la segunda con J) es esa costumbre que tienen de hacer piña cuando uno de la comunidad se pone enfermo o, en el peor de los casos, se muere. Un gitano en un hospital significa que otros trescientos hacen guardia en la puerta. Y los payos los miramos, a menudo sin entender semejante movilización calé. Pero lo que los gitanos hacen, en realidad, es distribuir energía como hace Red Eléctrica Española, ni más ni menos, luz que alumbra al que la necesita y que no se vende: se regala. Yo ingreso esta tarde en el Hospital Clínico de Santiago para operarme de un tumor cerebral y llevo detrás a todos mis gitanos, que sois vosotros, ya sea en persona o a través de las redes sociales que, bien utilizadas -en eso fui un visionario- son maravillosas. Estoy convencido de que cuando, en unas horas, llegue a Admisión, el segurata vendrá directamente hacia mí y, expeditivo, me dirá: «Mire, señor, o deja a toda esa gente en la puerta o se va a operar a su puta casa».

-Pero es que soy un gitano virtual, oiga. ¡Somos todos primos!

-Pues lo dicho. O se me desnuda y se me pone el pijama de luces usted solo o que lo opere su padre con la radial. ¿Se hace una idea de lo que come toda esa gente? ¡Recortes, amigo, recortes!

Así que, sintiéndolo mucho, os dejaré en la puerta, pero os pienso llevar en el corazón, que como está escondido debajo del pijama, seguro que cuela.

Durante estos días he recibido tantísimos gestos, correos, whatsapps, abrazos, besos y mensajes que me parece haber asistido -no os lo toméis al pie de la letra- a mis propias honras fúnebres sin haber muerto del todo. Os juro por estas que este gitano virtual está abrumado; he llegado a pensar que, en cualquier momento, me iban a dedicar una calle en un polígono industrial. Estoy citado a tantas comidas de celebración para cuando me liberen que mi ácido úrico -ácido único, dice mi padre- acabará siendo ácido sulfúrico. Pero pienso cumplir con todos y todas.

El nivel de entrega y afecto es de tal calado que mañana, a la hora en la que dos neurocirujanos arranquen la motosierra, una comunidad entera de carmelitas vedrunas de Vitoria estará pidiendo por mí en los primeros rezos de la mañana. Eso ya no es recomendación, es línea directa con Dios. Es un regalo de la tía Sole que, como una gitana más, se ha empeñado mandar personal a esta Unión Temporal de Empresas que habéis creado, entre todos, para sanear la cabeza de un individuo que nunca creyó, y juro otra vez, ser merecedor de semejante despliegue humanitario. ¡Con la cantidad de cosas realmente importantes que hay en el mundo por las que hacer piña! Acabo con un abrazo especial para esa legión de alumnos de la Facultade de Xornalismo que, a final de curso, acaban convirtiéndose en compañeros y en amigos. Ayer debí estar más rápido y pagarle el desayuno a Óscar, a Sara y a Carla; pero queda para el regreso.

Una cosita más: vale que me deseéis suerte. Pero también a los neurocirujanos, no vaya a ser que tengan precisamente hoy la cena de empresa y acaben perjudicados en uno de esos antros de perdición que recomienda mi amigo Juan Capeáns en sus Vidas Licenciosas. Un abrazo. Hasta la vuelta. Y lo dicho: si no me acuerdo de algunos, os volvéis a presentar, que estaré encantado de volver a conocer a tipos como vosotros.

10. Querido comisario Maigret

Me da pie Santiago Jaureguizar, compañero periodista y escritor a quien admiro en la distancia -deberíamos solucionar eso en algún bar, Santiago, antes de que los prohíban-, a escribir la décima entrega de estos episodios nacionales para arrancar la semana decisiva. Dice Jaureguizar que está viviendo lo mío como una novela de Simenon, mirando día a día mi Facebook «con la esperanza de que Maigret acabe por darle un sentido a cada cosa que no comprendo y de que todo vuelva al punto del que nunca debió moverse». Ojalá Maigret me hiciera también ese favor a mí, que hace unos días escribí en el estado del Whatsapp: «Why me?» y ahí sigue colgado.

Por el momento, querido comisario, los hechos son pocos y hasta, si me apura, raros. Pero unos detrás de los otros, como el dibujo de puntos de una revista de pasatiempos, han dado lugar a que este individuo que le escribe ingrese en el Hospital Clínico de Santiago de Compostela el próximo miércoles, a las 18.00 horas, para someterse al día siguiente, jueves 12, a una craneotomía pterional que tiene como fin arrancar un tumor situado en el lóbulo temporal derecho del cerebro. Como las trepanaciones craneales en tiempos de Sinuhé, el egipcio, pero con herramientas del siglo XXI y con un figurante caracterizado para la faena con un bonito pijama de la Seguridad Social, de esos que tiran de la sisa.

Como le gustaba decir a Jack el Destripador, vamos por partes. El asesinato en Santiago de Compostela de una niña de origen asiático, ese crimen horroroso que conmocionó a España -bien sabe de lo que hablo-, acabó provocando en mi faceta profesional de cronista de sucesos un estado de estrés tan brutal que colapsé en el baño pequeño de mi casa hace ahora dos meses. Me rompí. Pensaron que me moría, tal fue la coreografía de las convulsiones. En Urgencias, adonde llegué inconsciente y sin pantalones, me recetaron reposo y tranquilidad y, solo por seguridad, me sometieron a las pruebas habituales que se les hacen a los estresados. Y fue uno de esos controles, querido Maigret, el que reveló a través de una resonancia magnética el contenido indeseable que mi cabeza, cerrada a cal y canto desde hace 42 años, escondía. Como escribí en su momento, en el mal estaba el remedio y, gracias al colapso, los neurólogos pudieron diagnosticar el fondo del asunto, con independencia de que la tensión acelerase, como aceleró, algo que habría ocurrido solo más adelante, quizás meses, quizás años… no se sabe. Se dieron pues las circunstancias para un cortocircuito que, de otro modo, y siendo uno perro viejo en el oficio de contar tragedias y barbaridades, difícilmente se habría producido ahora. Hay otros aspectos que, en mayor o menor medida, pudieron contribuir a que se iniciase la reacción en cadena, pero el principal lo tengo claro; sigue dando carnaza a las televisiones todas las mañanas.

Mi situación sanitaria ha desordenado mi vida hasta el punto de que pienso, digo, y hago cosas que dificilmente pensaría, diría o haría de no haber reventado como una castaña aquella mañana del 6 de octubre del año 2013. Soy otra persona, comisario, o quizás, y así lo creo, soy ahora la persona que debería haber sido hace tiempo pero que, dejándose llevar, vivía secuestrada en mi interior, esperando a salir. Y me han liberado a macheta. Hay quien me dice que, desde que me pasó lo que me pasó, incluso escribo mejor. Bueno… Creo que, en realidad, lo que pasa es que pienso con mucha más claridad y lo demás viene por añadidura. Me emociono más, quiero más -muchísimo-, paladeo más la vida y su belleza… Eso lleva aparejado, claro, un pánico atroz a perderlo todo en cualquier momento; hoy, mañana… o el jueves por la mañana. Después de agitar gozos y temores en la Thermomix de mi sesera, lo pongo todo por escrito a 500 pulsaciones por minuto y lo que sale es este serial ególatra en el que hay un personaje principal al que conozco tan bien que apenas tengo que documentarme.

Camino cada día más de una decena de kilómetros, casi siempre solo. Y pienso, observo y proceso tal cantidad de sensaciones que, al final de la jornada, casi agradezco a mi tumor que me haya despertado a la vida a hostias. Pero tengo miedo, comisario, mucho miedo. Porque no entiendo qué pinto yo en todo esto, por qué en el reparto de papeles de la realidad me ha tocado este y no uno de monaguillo, torero o capador. No sé si va a tener respuestas para darme, señor, pero si así fuera espere un par de meses, al menos hasta estar seguros de que la cirugía no ha mermado mi capacidad de comprender. En todo caso, y se lo digo en serio, dedique más esfuerzo a aclarar lo de la niña; es una cuestión de justicia y de equidad. España está pendiente. Lo que cuentan por ahí sigue sin entrarme en la cabeza. A fin de cuentas, lo mío es un daño colateral mínimo y que no le interesa, si acaso, a nadie más que a mí mismo y a unos cuantos allegados. Como Roberto Carlos (el cantante), yo siempre quise tener un millón de amigos, pero voy a poquitos. Monsieur Jules Maigret, no le arriendo la ganancia. Puede visitarme en la tercera planta del Clínico a partir del viernes, cuando salga de la UCI envuelto para regalo. Mientras, reciba mi afecto por escrito, en la confianza de que sabrá arrojar luz sobre mis sombras y sobre las de mi amigo Jaureguizar.

9. Sol del Raval. Huyendo por Barcelona

Cada uno huye de sus demonios como le parece y yo, el valiente acojonado, el tipo al que ya no conocéis tanto por el lunar en la cara como por el tumor en el cerebro, he dejado unos días Galicia a la caza de la luz mediterránea que me barnizó en los años de universidad. Lo de «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver» que dice la canción ignoradlo, por favor. ¡Hacedme caso, hostias, que estoy enfermo y sé de lo que hablo! Entre 1989 y 1994, Catalunya me dio una carrera, un idioma que hablo con soltura, el carné de conducir, un montón de amigos que mantengo y una historia de amor internacional que arrancó con fluidos y lucería de cintura para abajo y derivó en una apoteosis final -y catastrófica- de lágrimas y mocos de cintura para arriba. Míos, claro. Ya os contaré otro día con detalle la introducción, el nudo y el desenlace, que ahora estoy a otra cosa.

La carrera universitaria y el carné los pagamos entre el esfuerzo sobrenatural de una familia obrera, las becas del Estado avaladas por mis notas, los ahorros de mi madrina y mis clases de gaita. Batí el récord de la autoescuela Bonasort de Cerdanyola matriculándome el lunes y sacando la teórica el viernes de la misma semana. Lo hice para ahorrar. En un centro con semejante nombre, claro, la suerte estaba de mi parte. El dueño, Genaro González, se quedó tan impresionado con la hazaña que me enseñaba en la puerta como reclamo: «Es este, el gallego». Dejó de hacerlo cuando tuve que resolver 31 prácticas antes de jugármela con un Ford Escort rojo en las calles de Sabadell. También aprobé a la primera, pero por desgaste. Y eso ya no vendía nada.

La formación no reglada no la busqué ni la pagué, que vino sola: fue la que me torneó como persona, la de los amigos y, también, la de aquella mujer alta y teutona que me vació los bajos y que me juró en alemán -mientras me llamaba schatzie- un amor eterno que resultó ser de la traída, sin consistencia y lleno de cal. Fueron esos capítulos de la vida ordinaria los que convirtieron mis estudios de periodismo en Catalunya en cinco años inolvidables, en la esencia de lo que vino después y de lo que soy hoy.

He vuelto a Barcelona porque quería pensar en otro decorado. Y porque allí fui muy feliz. He calculado grosso modo y, en estos cuadro días, y siempre con el permiso escrito de mi médico, habré caminado unos cuarenta kilómetros por toda la ciudad, sobre todo por el Eixample que cuadriculó Ildefonso Cerdà en papel milimetrado. Prácticamente, no he hecho otra cosa que andar con el hombre que siempre va conmigo. En ningún momento me he sentido perdido en la ciudad de la que me sacaron a la fuerza en 1994, sobornándome con un contrato fijo. Sí, la dejé por dinero y nunca estaré lo bastante arrepentido. Pero Barcelona no me guarda rencor y, cada vez que vuelvo, me presta una cama en la que levantarme, aunque me quite a cambio una hora de luz. Como banda sonora me ha acompañado a diario lo último de Kepa Junkera, Galiza, que es tan bueno y tiene tanto sentimiento que lo felicité por Whatsapp una mañana subiendo por el Paseo de Gracia: «Con la txalaparta en la Jota da Guía has conseguido, Kepa -le escribí- que se me ericen los pelos de las piernas». Nos emocionamos los dos por Whatsapp, que es una manera tan profunda de emocionarse como otra cualquiera. Es enorme, este mecanógrafo del acordeón diatónico.

He viajado en ese Castromil del aire que es Ryanair, una línea aérea que un día de estos acabará llevando aviones con remolque. En el vuelo de regreso me tocó la tripulación cachonda: «Ahora, cumpliendo la normativa de Aviación Civil, -dijo el sobrecargo-apagaremos las luces de la cabina durante la maniobra de despegue, lo que le confiere también a la escena un toque romántico. Pero tienen luces individuales sobre sus cabezas si quieren seguir leyendo, si les asusta la oscuridad o si le tienen miedo al pasajero que va a su lado». El que iba a mi lado y yo nos miramos, nos descojonamos bajito por el discurso y, con las miradas, prometimos respetarnos. A pesar de que con Ryanair todo es rocambolesco, desde sus boletos de lotería a la corneta que hacen sonar cuando llegan a destino antes de tiempo -ocurrió a la ida y a la vuelta-, vivimos para contarlo. Y si buscas los billetes con tiempo, es barato. Cuando volar a Barcelona y volver te sale, más o menos, por el doble de lo que cuesta ir a Ourense, no sé vosotros, pero yo prefiero Gaudí a las Burgas, con el debido respeto. Evidentemente, por esa pasta no pidáis que la tripulación os dé masajes. Hacen chistes sobre las luces, que ya es bastante.

En Catalunya, como en Galicia, también he llorado. Casiano, el inquilino instalado en mi cerebro, es un polizón que se empeña, el muy cabrón, en manifestarse. Pero también he reído y he abrazado estos días a personas realmente abrazables. Y esas medicinas me han hecho mucho bien. Vuelvo contento, en definitiva, porque buscaba únicamente un lugar para desconectar y acabé encontrando el sol en la Rambla del Raval, junto al rabo del gato gordo de Botero, un domingo a las dos de la tarde.

No quiero despedirme sin aclarar algo, que me llegan ecos que no se corresponden con las voces. Y conviene separar, como decía Machado, las voces de los ecos, que si no todo es ruido. Yo tengo un tumor en el cerebro, eso es un hecho. Lo he contado con detalle. También he explicado que, en principio -insisto en lo de «en principio»- no parece que el tumor sea la avanzadilla de algo peor. Pero para estar seguros al cien por cien, el próximo día 12 del 12 del 13, de aquí a una semana, habrá que desalojarlo por la fuerza de las armas. Por eso yo lo he bautizado como Casiano -que fue un inquilino de renta antigua muy hijo de puta que le amargó la vida a mi familia- y no como Benigno, que es como realmente me gustaría llamarlo. Hasta nueva orden, el único cáncer que tiene que ver conmigo, y ojalá siga siendo así, es el que me acompaña en el horóscopo por haber nacido el 4 de julio. Así que dejad el carro como está, detrás de los bueyes. Lo que de verdad me asusta ahora es que, en siete días, unos señores me van a abrir la cabeza y se me van a meter dentro. Eso es lo que me da miedo y no las posibilidades. Pero ya sabéis: el miedo es libre.

Gracias por cuatro días maravillosos; gracias, sol del Raval.