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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Categoría: recuerdos

166. Memoria del viejo Hospital Real de Santiago

Agradezco el intento, pero prefiero que no me contestéis en plan «yo también me canso mucho» cuando me preguntáis cómo estoy y respondo que muy cansado. De verdad, gracias, pero no tiene nada que ver lo que puedo sentir yo, con los chutazos químicos a los que estoy sometido y año y medio instalado en las filas de la oncología médica, con las sensaciones que experimentan los sanos. Ya ni cito las 30 sesiones de radioterapia de fotones que me abrasaron lo sesos. Nada que ver es nada que ver. Claro que vivir nos agota a todos, que el tiempo no ayuda… pero no es lo mismo, ni siquiera parecido.

Como son muchos los que creen que tengo mejor cara cuando pongo tierra por medio y me hago alguna escapada, acabo de cerrar la próxima, con Catalunya, cómo no, como destino. Me voy animado por el resultado de la última resonancia magnética y con la maleta tan llena de pastillas que mi difunta abuela Pura a mi lado era una aficionada, ella que viajaba con la farmacia puesta.

Me estoy reconciliando con la Seguridad Social, que ha empezado a pagarme en tiempo y forma. Protestar funciona. Lo que no funciona es tragar, quedarse calladito, acatar… No va la mansedumbre en mi naturaleza.

El día 31, con su nueva andanada intravenosa, está a la vuelta de la esquina. Asumo que cambiaré unos días el Atlántico por el Mediterráneo facturando no pocos efectos secundarios, pero prefiero eso a quedarme en casa doliéndome y mirando cómo la prórroga se me pasa por delante de las narices sin apenas disfrutarla. Me voy a darle un poco a la música, que me hace bien, pero antes enlazo uno de los reportajes de la serie Compostela Vintage que publiqué en La Voz de Galicia y que viene muy a cuento, ahora que TVG estrena Hospital Real, de Ficción Producciones. El 1 de julio del 2013, a bordo de la Vespa del tiempo, recreé así el desalojo del viejo centro sanitario para ser transformado en el Hostal de los Reyes Católicos que conocemos hoy. Por eso lo escogí para presentar El mejor peor momento de mi vida en septiembre del año pasado. Salud.

Desahucio en el Hospital Real

(La Voz e Galicia, 1 de julio de 2013)

Nacho Mirás. Santiago

Lunes, 31 de agosto de 1953. Llevan semanas trasladando a todo el mundo al nuevo hospital de Galeras. Es el no va más, dicen. Me he ido escaqueando, pero el doctor Puente Domínguez, hijo del doctor Puente Castro, me dio ayer un ultimátum: «Amigo, hay que irse, que aquí ya no pintamos nada». Es buena gente don José Luis.

El edificio tiene eco. Se han llevado los muebles, las camas, a los enfermos… Quedamos el gato y yo. «¡Mueva eso con cuidado y cárguelo en el camión de la Diputación, merluzo!». Mientras el decano de Medicina, Pedro Pena, manda y ordena, me voy a dar una última vuelta. Franco ha decidido que esto va a ser un hotelazo, el mejor de Europa, y ese no se anda con chiquitas.

Encima de una caja de vendas hay un ejemplar de La Noche de anteayer. «Para el año santo tendremos el mejor parador de Europa», dice en portada. Leo que unos 2.000 obreros, «en ocho meses de trabajo intensivo» convertirán el Hospital Real en la Hospedería del Peregrino. ¿Hospedería? No lo veo. ¿No sería mejor algo más potente, como Hostal de los Reyes Católicos? ¡No la cague en el nombre, generalísimo!

Me pierdo por el edificio, que aún huele a cataplasma y a cloroformo. Un morbo insano me hace ir primero a la morgue, donde todas las plazas están vacantes. Tendría su gracia hacer aquí un restaurante y llamarlo Restaurante dos Reis. Me parto.

Me puede la sangre. No me pregunten cómo, acabo en la sala de autopsias. ¡La de gente que ha entrado aquí de una pieza y ha salido desmontada! Qué ideas se me ocurren: estaba pensando en abrir en este sitio otro restaurante y llamarlo, por ejemplo… Restaurante Enxebre; soy un adelantado a mi tiempo. Mejor vuelvo con los vivos, que tengo palpitaciones. Me planto en el vestíbulo. A la izquierda esta la enfermería de San José, pero hasta el siglo XIX esto era la peregrinería de hombres. Aquí siempre han convivido muy bien la sanidad, la beneficencia y la peregrinación. Voy hacia el refectorio de peregrinos. ¿Y si pusieran ahí una cafetería con sus camareros con chaquetilla? Valeeee, solo era una sugerencia.

Detrás del refectorio ya han desmantelado la cocina de los peregrinos. Apuesto a que con la reforma se cargan la lareira. Y ya no hay nada tampoco ni en la botica ni en la rebotica. Qué bien le quedaría llamar a esta zona Salón San Marcos y darle glamur. Lástima de huerta, con sus casi doscientas plantas medicinales: saúco, malvas, artemisas, adormideras…

Estoy pensando que allá, en la enfermería de Santa Ana, pondría un comedor potente. Ya está: El Salón Real. ¡Viva el Rey! (si me oyen, me destierran a Fuerteventura). Evito pasar por lo que fue hasta 1846 la inclusa, conectada a la plaza de España por una pequeña puerta. Me perturba pensar en la cantidad de madres que han dejado ahí una parte de sus vidas y de sus entrañas. Podrían poner una sala de lectura, por ejemplo, para meditar. En el paritorio, subiendo las escaleras de Belén, ya no llora nadie. Me ha dicho Puente que el último niño nació hace unos meses. Yo ahí dividiría y haría habitaciones. Hay dos inscripciones que me dan repelús: El Observatorio de Agonizados y el Depósito de Sanguijuelas. La acústica del observatorio es increíble. Si un día lo descubre Andrés Segovia seguro que querrá venir aquí a tocar la guitarra. Tengo la corazonada de que mis propuestas serán oídas.

-¿Todavía por ahí, hombre de Dios? ¡Hay que irse!

-Estaba buscando la salida y me he liado, don José Luis. Que pase un buen día. Y perdone.

José Peña Guitián: «Había mucha prisa por construir el parador»

Los niños fueron los primeros en ser trasladados desde el Hospital Real al nuevo de la rúa Galeras, entonces conocido como Residencia de la Seguridad Social, sostiene José Peña, quien ya ejercía como pediatra del centro: «Recuerdo que fue en verano. Vino un camión de la Diputación, que transportaba todo, e hice mucha amistad con el chófer. Fuimos incluso juntos algún día festivo a la playa, porque estábamos en la misma pensión. Había mucha prisa para construir el parador: la obra del Hostal se hizo con 3 turnos de trabajo, las 24 horas, para acelerarla y que estuviese dispuesto en el Año Santo para acoger peregrinos», afirma. Peña había acabado Medicina en 1950. Entonces no había especialidades como ahora. La carrera duraba siete años y finalizaba con un curso rotatorio con prácticas en varios departamentos. «Estaba el catedrático Suárez Perdiguero al frente de la pediatría y acordamos que yo siguiese con él», afirma. Peña elaboró un trabajo sobre aquella etapa, presentado en el último congreso de la Sociedad Española de Pediatría y editado este mes por la entidad científica. Este texto memora la transformación que experimentó la asistencia pediátrica en los últimos años del Hospital Real, donde los pacientes procedían del llamado padrón de beneficencia, la Diputación pagaba su alimentación y el Ministerio de Educación su medicación. Suárez Perdiguero logró dinero para cambiar el viejo piso de madera; separó enfermos contagiosos del resto; amplió habitaciones y creó nuevos servicios como el área de radiología pediátrica. De sus colegas de entonces, cita como otro aún vivo «al doctor Gallego».

 

Un post del pasado: Jorge existe

Recupero un post del año 2006 que escribí después de una gloriosa noche de conversación con Jorge Hombre, dueño del mítico Galo D’Ouro de Santiago. Hoy me he encontrado en una convocatoria con su hijo, que es cámara en Televisión de Galicia, y me acordé de aquella charla que me entusiasmó. Vaya, pues, a la salud de los «Hombres».

3 de marzo de 2006

Jorge Hombre y la gramola de O Galo D'Ouro. Foto: María Moldes, La Voz de Galicia

Jorge Hombre y la gramola de O Galo D’Ouro. Foto: María Moldes, La Voz de Galicia

Vengo de tomarme una copa en O Galo D’Ouro, uno de esos sitios irrepetibles como su dueño. Se extendió el rumor de que a Jorge Hombre, el propietario, le había pasado algo; se dijo que se había fugado para no volver; se comentó que tenía intención de traspasar el local. A tal punto llegó el rumor que hubo quien visitó a su mujer para proponerle hacerse cargo del negocio, como quien saquea a un muerto que todavía respira. Pero lo cierto es que Jorge existe todavía, y de qué manera. A lingotazos de güisqui, y mientras en la gramola de cedés cantaban por turnos Bony Tyler, Pavarotti y Elvis Presley, ahora tú, ahora yo, Jorge nos contó durante sesenta minutos la verdad sobre su ausencia y su verdad sobre el viaje más intenso y también el más peligroso de su vida: el que lo llevó a Mongolia. Este aventurero insaciable, viejo lobo que viaja solo, nos describió las noches claras en la estepa; los dos meses que en los que convivió con un porteador, chófer y criado nativo al que contrató, todoterreno incluido, por seiscientos dólares; y relató como si leyese un gran libro de viajes cómo cambian los valores humanos a tantos kilómetros de distancia; y cómo bebió cerveza fermentada con escupitajos de mujer sobre leche de cabra, y escuchó sinfonías de lobos que le ayudaron a conciliar el sueño… Jorge sobrevivió a la nada con casi nada, se jugó la vida, las pasó putas para poder tener una experiencia irrepetible y, mira tú por donde, fue a estrellarse, qué ironía, cuando volvía en un taxi desde el aeropuerto de Barajas. Subirse a aquel coche, con aquel individuo occidental, fue la experiencia más peligrosa de la travesía, tanto que estuvo a punto de costarle la vida y eso siempre se lo recordarán cada uno de los tornillos que le sujetan el húmero. «Venía de Mongolia cojonudamente de coco y, mira tú, para estrellarme en Madrid«. A Jorge se le empañan los ojos al explicar cómo un taxista con poca pericia estuvo a punto de arruinar esa máquina de viajar que es él mismo. Pero, de todo su relato, me quedo con tres cosas: Cuando dijo aquello de «volamos en un Yakolev y ¡qué cosa! ¡llovía dentro!»; cuando se lavó en un río que difícilmente saldrá en un mapa con jabón de La Toja (contemplado de lejos por un puñado de nativas incrédulas); y cuando convenció a su compañero y porteador, mongol y desconocido, para subir una montaña después de todo un día de caminata para poder disfrutar de un momento irrepetible: cagar en lo alto de un monte teniendo a sus pies el desierto del Gobi.
«¡Gracias por haberos preocupado de mí!», nos dijo al despedirnos.
«A ti por existir», le contesté. Hacía tiempo que no disfrutaba así de una conversación.

Musas de los ochenta, #musasochenteras

Para Jose Menéndez Zapico @zapi, con mis respetos.
IMPORTANTE: Recomiendo la lectura mientras suena esto, para entrar en ambiente:
http://www.goear.com/listen/f918454/im-not-scared-eighth-wonder

No me pregunten por qué, pero me acaba de atracar a punta de navaja la adolescencia. A los casi 42 y en mi propio sofá. He caído, no sé cómo, en aquel vídeo en el que Patsy Kensit susurraba con Eight Wonder que no tenía miedo y, de repente, he recuperado el flequillo, los náuticos, tres espinillas y mis pósters secretos de Sabrina Salerno y Samantha Fox en bPatsy+Kensitolas pegados en la puerta del armario.

Eran aquellas imágenes de revista documentos secretos, aunque secretos a voces. Aquellas santas -ya, no lo eran, pero yo les rendía un culto inquebrantable- eran mi muro privado de las lamentaciones. Mi madre no dijo nada el día que las descubrió. Las tenía pegadas a la puerta por la parte de dentro, igual que los camioneros cuelgan en las literas de sus cabinas a unas señoras estupendas y lubricadas que anuncian discos para el tacógrafo. Cada vez que me guardaba la ropa planchada y dobladita, mamá se cruzaba con ellas, que apuntaban con sus tetas al infinito como Corea del Norte apunta a Corea del Sur y, por extensión, a la humanidad. Pero ni se inmutaba. Jamás dijo nada. Y ellas, entre las tres, respetaban cada una su territorio: mi madre las turgencias de mis musas y ellas las labores de plancha. Las fotos eran casi de tamaño natural. Quiero decir las cabezas de las fotos, porque aquellos pechos inmensos, dos pares, estaban claramente inflados por encima de sus posibilidades. De eso se trataba, de desbordar.

Cuando caía la noche y la casa estaba en calma, me encerraba en la habitación, abría el ropero y rezaba a las chicas mi particular novena. Los rudimentos de Física me decían que semejante  falta de respeto a la ley de la gravedad no era posible. Y, sin embargo, allí estaban, al alcance de mi mano, sustentadas en el aire como cuatro zepelines a punto de reventar en una gran bola de fuego. Dos cordilleras. Sendas venus afroditas inconmensurables. Dos pasos en una procesión en la que yo era el único cofrade, costalero y penitente.

Aquel voyeurismo unidireccional acababa siempre de la misma manera: en espasmos y lucería. Creo que en la Fox y en la Salerno descargué energía suficiente para alumbrar Ponteareas. Brindaba por ellas y por sus canalones  y, después de eso, moría. Es cierto que la catequesis salesiana me dejó poso hasta el punto de que, al principio, después de mis primeros escarceos adolescentes con aquellas diosas de la neumática,  la conciencia me escocía y me juraba que jamás volvería a dejarme seducir por las tetas de dos señoras retratadas. Aunque siempre había una segunda vez. Incluso una tercera y una cuarta; eran los excedentes propios de la edad.

No sé en qué momento arranqué las fotos y encaminé los esfuerzos a tratar de descubrir y fundar en cuerpos humanos reales, superada la teórica. Bueno, sí lo sé, pero no viene a cuento. El caso es que aquellos pósters hicieron conmigo y con los de mi generación un servicio público impagable; nos desatascaron, nos destensaron y nos mantuvieron en forma como Eva Nasarre hacía con las jubiladas. Y solo por eso, a Sam y a Sabrina deberían condecorarlas.

Ya de mayor conocí en Cambados a Samantha Fox, a la verdadera. Escribir Cambados y Samantha Fox en la misma frase parece descabellado, pero hay situaciones que no por inverosímiles dejan de ser ciertas. El caso es que la versión humana de mi póster me dejó indiferente. Ella, a quien tanta gimnasia brindé. Ni frío ni calor. Una mujer transparente.

Con Patsy Kensit, mi relación fue diferente. A ella la quería para hacer el Cristo en los aros de sus orejas y llenar el planeta de niños con su sonrisa y mi apellido. Inducido por Patsy, me enamoré de verdad de una chica del instituto que le clavaba el estilo. Pero jamás fui correspondido y tuve que consolarme brindando en soledad, como un perro abandonado, a la salud de mis madonas hinchables, que siempre me aceptaban como animal de compañía. Por esa época leí a Xavier Alcalá, que mal sabe -dígocho agora, Xavier- que me ayudó a librarme del complejo de culpa que me invadía con frecuencia al tocar como solista en mi propio auditorio. Y gracias a la lectura en clase de A nosa cinza, los colegas del Meixoeiro acabamos dándonos cuenta, aliviados, de que ninguno estaba solo y de que, de habernos reunido todos los virtuosos que entonces éramos, habríamos fundado una fabulosa orquesta de zambombas. Todos menos Elías que nos juraba, por sus muertos, que jamás se había puesto la mano encima.

Yo soy producto de aquella adolescencia. Y de la pasión desatada por Patsy, mi musa ochentera que marcó una línea a la que he permanecido fiel. Vaya mi recuerdo para ella y para los hijos que no tuvimos. Sobre Andie McDowell y Demi Moore, si eso, ya les hablo otro día y les cuento, de paso, cómo la plantilla completa de Durán-Durán me firmó sus autógrafos vestido de gaiteiro.

Laika

(Esta se la dedico a mi prima Celia, que es mi hermana mayor).

Hoy hasta los gallegos mandamos al espacio satélites fabricados con nuestra propia tecnología. Nosotros, que patentamos la rueda de afilar. Pero, sin duda, la primera consecuencia de la carrera espacial en Galicia nada tuvo que ver con la investigación, ni con las telecomunicaciones o las microondas, nada de eso. Lo primero que nos cambió el duelo en el que se enzarzaron americanos y rusos para ver quién la tenía más cósmica fue la manera de llamar a nuestros perros. De 1957 en adelante, las casas gallegas se llenaron de Laikas, lo que contribuyó a ampliar considerablemente un catálogo de Lúas que empezaba a ser insoportable. ¿Quién no le ha hecho monerías a alguna Lúa? Pero una vez que los rusos embarcaron a su primer astrocán en un supositorio, aquí abajo, en la Tierra, nos crecimos y empezamos a sembrar Galicia de Laikas de palleiro a las que solo les faltaba hablar.

La primera Laika que yo conocí era la perra de unos taberneros de Lugo, Sara y Ramiro, que tenían el negocio en Vigo, muy cerca de mi casa. Sara mimaba a aquel animal yo creo que hasta la obsesión. Lo alimentaba exclusivamente con merluza fresca que compraba a propósito en la pescadería de Roberto. Y en aquella época, en los ochenta, la merluza no era un pescado para todos los días, ni siquiera para todas las personas. Para que no pasase frío, Sara acostaba a Laika sobre una manta de calceta frente a una estufa de butano que se parecía a R2-D2 y la perra envejecía y engordaba mirando desde su trono cómo Ramiro despachaba vino. En sus últimos años apenas podía caminar. Su dueña la tentaba para que saliese a pasear, como si creyese que una carrerita desentumecería a un animal que, más que morir, se gastó: «¡Laika, a Sara vaise!», le decía la tabernera intentando que la siguiera. Y la perra cabeceaba a un lado, a otro, avanzaba medio metro escaso rozando con la barriga en el suelo y desfallecía sobre su propio fuselaje como un Antonov sin tren de aterrizaje. «No sé quién pasea a quién», decía mi padre. Sara le daba la merluza desmenuzada a la perra con un tenedor. Y a mí me gustaba imaginarme que aquella cadela de taberna, fondona y lenta era, en realidad, la perra astronauta de los rusos, solo que jubilada y vigilada de cerca por una agente de Moscú.»Laika, пожалуйста, a Sara Vaise!».
Creo que mi segundo contacto supraestratosférico fue en el cine Ronsel, viendo ET. Tenía once años y me metí de lleno en el papel de Elliott, aunque sin la orejas parabólicas de Henry Thomas, que también nació en el 71. Sin embrago, no fue hasta que llegué a la universidad, en el 89, cuando mi profesor de Teorías de la Comunicación en la Universitat Autònoma de Barcelona, Enric Saperas, me reveló que la historia de aquel pequeño marciano que se parecía a una profesora de gallego estaba basada en los Evangelios, desde la llegada ultraterrenal a la persecución, el martirio, la resurrección y el ascenso al infinito. Un pequeño Jesucristo cabezón que tenía un dedo inflamable.
Mi propia carrera espacial, no obstante, no pasó de un par de proyectos pirotécnicos temerarios que tuvieron como base de lanzamiento el campo del Carballeira, abuelo de mi amigo Xosé Enrique Costas, hoy vicerrector de la Universidade de Vigo. El ingeniero jefe de aquellas misiones aeroespaciales era Jandri, un primo de mis primas mayor que yo, que era como un primo más y que tenía, además, los huevos que me faltaban a mí para algunas aventuras. Con una lata de calzoncillos Abanderado y la pólvora comprimida de varios petardos de cola de ratón de la pepelería Porras, éramos capaces de lanzar un artefacto a alturas nada desdeñables. Hacíamos la cuenta regresiva parapetados en el fondo de un terraplén. La explosión atronaba el grupo sindical completo. A veces metíamos dentro de la cápsula pequeños paracaidistas de plástico que comprábamos en el quiosco de la Amancia. Aquellos militares de molde acababan siempre colgados de los cables de la luz y jamás regresaban a la base; morían en acto de servicio. Y entonces había que llamar al presidente.  El lanzamiento se sucedía de la bronca de mi tío, O Perucho, que estaba convencido de que, cualquier día, la carrera espacial nos costaría una mano y unas hostias.

No muy lejos de mi casa, mi curiosidad por el universo la alimentaba un amigo de mi padre, un obrero de Barreras que cultivaba inquietudes galácticas nada frecuentes en mi barrio y que, de vez en cuando, nos invitaba a su casa para viajar al infinito a través de las lentes de su telescopio. Recuerdo perfectamente su tarjeta de visita: «Antonio Fernández Pombar, observatorio astronómico amateur». Era lo más parecido a un científico que teníamos entonces en Campelos, que es el lugar donde se solapan Sárdoma y A Salgueira. Antonio Balón, que era un hombre menudito con gafas, tenía instalado el observatorio en el piso de arriba. Y, además de una completa biblioteca sideral y un telescopio fabuloso, entre otros tesoros guardaba el sidecar de una Vespa lleno de plantas. Era un lugar formidable. Me pasé horas allí, con mis hermanos y mi prima Celia, mirando por un ojo los misterios que cuelgan, suspendidos, sobre nuestras cabezas. Protegido por las pantallas de soldadura de mi padre, llegué incluso a disfrutar de eclipses espectaculares mientras los otros niños tenían que apañárselas ahumando cristales con una miserable vela.

No hace mucho tiempo, revolviendo en casa encontré un pequeño tesoro: un sobre en el que mi hermano recopiló un completo dossier cuando la NASA presentó su primer transbordador espacial, en 1981. Escrito con una regla de rotular dice: «Proyecto espacial Columbia». Allí dentro hay recortes de prensa, de revistas, dibujos, croquis… todo lo que un chaval de trece años consiguió reunir sobre aquel salto de gigante de los americanos en su obsesión por expandirse y fundar. En el sobre hay todo eso y una parte de mi infancia espacial. De haberle gustado un poco más las matemáticas, mi hermano habría dado un gran ingeniero aeronáutico.

La Laika de Sara se murió de vieja, rellena de merluza, en su cosmódromo vigués; Antonio Balón partió un día hacia aquella inmensidad que tanto le gustaba enseñarnos a nosotros y a sus hijos, Toñi y Ana, y se dejó en casa aquel sidecar con forma de satélite soviético, con el gran servicio que le habría hecho aquella nave en el espacio. Yo los recuerdo a ambos cada vez que monto mi telescopio de Lidl para viajar un poco a las estrellas. ¡Ojo, que ahí están, junto a Saturno! ¡Laika, Laika, espabila, que a Sara vaise!

El señor Comesaña. In memoriam

Me da que hoy me va a salir una historia larga y un poco interior. Porque una cosa es opinar de ministros homófobos que se baban en el nombre de Jesucristo y otra diferente que la realidad más cercana, la tuya, chasquee los dedos y encienda la luz en pasillos tan remotos de tu memoria que ni sabías que conservabas. Eso me pasó hoy, a primera hora de la mañana, cuando leí en Twitter que se había muerto Manuel Comesaña Sieiro, el «señor Comesaña».

En los recuerdos de mi padre, que tiene una mente privilegiada para el rebobinado, hay muchas maneras de referirse a la gente con la que, en algún momento, se ha ido cruzando en la vida. Si apostilla que alguien era un hijo de puta es que, sin duda, y de manera objetiva, lo era. Pero si delante del apellido utiliza el «señor», entonces podemos estar seguros de que esa persona merecía semejante trato; de que era una buena persona. En mi recuerdo infantil que hoy resucitó Twitter no existe Manuel Comesaña, sino el «señor Comesaña», un buen hombre. ¿Y en qué momento me crucé yo, redactor de La Voz de Galicia e hijo de un obrero de Lavadores, con el consejero delegado de Faro de Vigo? Pues os lo contaré en este ejercicio de divagación de un miércoles por la noche, en plena convalecencia de una operación de fondos. Me podría inventar una historia con toques intelectuales, pero no sería cierta. Prefiero la simpleza de la verdad.

Hace muchos años, cuando yo era un niño sin firma que quería ser carpintero o veterinario -influenciado por mi tío Antonio en la primera opción y por Félix Rodríguez de la Fuente en la segunda-, me presentaba como el segundo hijo de Mirás, el de aluminio. No era poco, pero tampoco era más. Mi padre, herrero y cerrajero de profesión, se embarcó a finales de los años setenta en la aventura de cerrar Galicia con aluminio, justo en el momento en el que ese material liviano y resistente empezó a sustituir a la madera y al hierro en ventanas, galerías, puertas de entrada, mamparas de baño y muros cortina. Hasta los nichos se cerraban con aluminio. Con esfuerzo y tesón, mi padre se hizo un nombre en el mundo del anodizado.

Mirás milimetraba la realidad que su competencia, a menudo chapuceros pluriempleados de Citroën, resolvía en centímetros. Respetaba escrupulosamente los noventa grados del ángulo recto. Y predicaba que la herramienta es la mitad del obrero; que el pie de rey es más importante que el propio rey; y que hay un sitio para cada cosa y que cada cosa va en su sitio. Y, al terminar, dejaba las casas más limpias de lo que se las había encontrado. Sus clientes le agradecían de corazón el trabajo riguroso y solvente no ya pagando religiosamente la factura, que también, sino recomendando a otros los servicios de una carpintería que estaba en la vanguardia del anodizado en Vigo y su área de influencia. Con los años, la cartera de pedidos de mi padre se llenó de nombres importantes de la ciudad en los años ochenta. Apellidos como Sirvent, Valcarcel, Sensat, los orfebres Hernández, el propio Comesaña y tantos otros reclamaban con frecuencia los servicios de Mirás para que aluminizase sus vidas o las de sus amigos. Yo lo vivía en primera persona porque, como hijo de obrero, acompañaba a mi padre en las distintas fases de su trabajo, sobre todo en las larguísimas vacaciones de verano. De esta manera, con el salvoconducto de talleres Miral -sesudo acrónimo de Mirás-Aluminio- accedía en calidad de becario del tornillo de rosca chapa a las vidas íntimas de otros, a menudo, importantes, ricos y, en ocasiones, incluso famosos. Y presenciaba, sin intervenir, interesantísimas conversaciones entre los clientes adinerados y Mirás «el del aluminio» que, aunque se sacó el graduado escolar cuando hizo la mili en Santiago, era capaz de hablar con tanta soltura de los temas más variados que no era raro que le preguntasen: «Y usted, ¿en qué universidad estudió? «En la del Pisiñas*», respondía, por lo bajo, cuando el cliente ya no estaba delante. A mí se me hinchaba el pecho, claro.

La familia Comesaña vivía en la calle García Barbón. Su pedido llegó a mi padre por mediación de Martín, un carpintero amigo. «Mirás -dijo- hay que colocar mamparas de baño en casa del señor Comesaña. Tiene que ser un trabajo impecable, ya sabes lo importante que es esta gente». Aunque mi padre, hoolligan de La Voz de Galicia, solo leía el Faro de Vigo para contrastar las esquelas, respetaba la posición de su consejero delegado y sabía perfectamente el terreno que pisaba. La sorpresa de aquel encargo vino cuando el carpintero explicó que no eran uno ni dos, sino cuatro los cuartos de baño en los que había que intervenir. Y todos en la misma vivienda. Fue la primera vez en mi vida que vi un piso con semejante despliegue sanitario; aquello era hacer caca en otra división.

El caso es que mi padre y su equipo instalaron las cuatro mamparas, las acristalaron y las sellaron con su silicona aprovechando una ausencia de la mujer del señor Comesaña. Acabaron en tiempo, forma y sin salirse del presupuesto. Lo que nadie se esperaba era la reacción de la señora a su regreso.»¡Quitad eso de mi vista!» «¡Os habéis vuelto todos locos! ¡Fuera eso os digo!» Qué papelón. La dueña de la casa, todo carácter, a punto estuvo de desatornillar ella misma la obra y defenestrarla, lo que seguramente hubiera causado una catástrofe en pleno centro de Vigo, repleto de Vitrasas**. Las mamparas de baño en aluminio eran una novedad a la que había que acostumbrarse; nadie estaba habituado a ducharse dentro de una cabina de teléfonos. Hicieron falta varios días y varias personas para calmarla. «No se preocupe, Mirás, se le pasará», le decía su marido a mi padre tratando de tranquilizarlo. Como al final cobramos y nadie nos volvió a pedir que arrancásemos los cierres, supongo que la familia se adaptó a aquellas polémicas correderas que yo vi instalar en calidad de observador neutral. Nunca hasta hoy le había dicho a mi admirada -y querida- Pilar, con la que me crucé cuando ya era un poco menos el hijo de Mirás el del aluminio y más el Mirás de La Voz, que yo, de niño, hice pis furtivo en alguno de los cuatro cuartos de baño de sus padres. Espero que no me lo tengas en cuenta.

De aquel campamento urbano del aluminio saqué otras experiencias interesantes. Como cuando le fuimos a instalar la doble ventana a los orfebres Hernández en su piso de la Gran Vía y descubrí, hibernando en un sofá, al mismísimo líder de Siniestro Total. «Julián, tienes que levantarte, que vienen estos señores a colocar las ventanas», le decía cariñosa su madre. Siniestro Total estaba por aquellos años en pleno fragor. Las noches acababan de día. Que mi padre tuviese autoridad para levantar a Julián Hernández de su propio sofá me parecía algo prodigioso, fuera del alcance de cualquiera de mis compañeros del Lope de Vega.

Gracias a la moda del aluminio anodizado pude subir también, en varias ocasiones, a lo alto de la torre de la isla de Toralla, un territorio entonces vetado al pueblo llano. Y comprobar que, en efecto, ese adefesio erecto en medio de la ría se mueve con el viento. La furgoneta de Talleres Miral era como una ambulancia de la Cruz Roja, capaz de hacer que se levantase cualquier barrera, ya fuera en los pisos más exclusivos o en los chalés con mejores vistas de la ría. Fueron buenos tiempos hasta que vinieron los malos. Pero esa es otra historia.

Hoy, una nota necrológica -notas tristes, las llamaban antes en la radio- me ha devuelto a mi origen obrero. Y me he puesto nostálgico. Tenéis que perdonar que le dedique este recuerdo íntimo a Manuel Comesaña Sieiro, al que mi padre todavía llama «señor». Y a Pilar, sobre todo a Pilar. Con todo mi cariño.

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*El Pisiñas era el mote de guerra de Manuel Fernández Novoa, maestro de la escuela unitaria a la que asistió mi padre hasta que, a los doce años, tuvo que dejar de estudiar para ponerse a trabajar. Es autor de una recopilación titulada Anaquiños, lecturas gallegas, con la que mi padre aprendió a leer, obra de culto todavía hoy en casa.

**Vitrasa: Acrónimo de Viguesa de Transportes S.A. que, por extensión, da nombre a cualquier autobús urbano en la ciudad de Vigo, como ocurre con las Villavesas de Pamplona.