Un post del pasado: Virrey de barrio (año 2011)

Con frecuencia hablo de Lavadores, la patria chica de mi padre, una parroquia de Vigo que fue ayuntamiento independiente durante más de un siglo. Esa circunstancia autónoma marcó el carácter de sus habitantes y, en consecuencia, creo yo, de los herederos de aquellos pobladores primitivos, aunque hayamos nacido ya fuera de los lindes parroquiales.
Cuando, por cualquier circunstancia, mi padre y yo regresamos a aquel antiguo municipio hoy anexionado a Vigo, él no puede evitar que le aflore la infancia. Son narraciones a menudo repetidas, es cierto, aunque reconozco que, según me hago mayor, en las historias de Mirás paladeo detalles que antes se me habían escapado, seguramente por la falta de atención inherente a la juventud. Así que procuro escribirlas, para que no se pierdan. Y eso hago ahora mismo.
Este fin de semana volvimos mi padre y yo a Lavadores y allí, junto a la iglesia de Santa Cristina, busqué con la mirada el chalé del general San Juan. Tenía un recuerdo infantil según el cual se alzaba imponente, frente a la sede parroquial, un chalé que desentonaba por su majestuosidad y su planta con en el entorno obrero lavadoreño. Era la residencia de un general de Franco, de un individuo condecorado que comulgaba aparte en misa y que tenía reclinatorio propio cuatro pasos más cerca del altar y, consecuentemente, cuatro pasos más cerca de Dios.
San Juan era un general franquista en la Rusia Chica, que es como se conocía a Lavadores en los años 40 y sucesivos por lo dilatado en número de sus parroquianos revolucionarios, comunistas y anarquistas; gente problemática que se empeñaba en ser libre. Así que es fácil imaginarse que, con la guerra perdida, el alto mando del glorioso Ejército Nacional se hubiera convertido para los de Lavadores en una especie de virrey fascista, sin otro encargo en la vida que recordarles las 24 horas del día a sus vecinos quién gobernaba España. A pie o en coche. Y a la derecha, muy a la derecha de Dios.
Busqué con la mirada, decía, el chalé de San Juan frente a la iglesia de Santa Cristina y no lo vi a la primera. Solo cuando achiné los ojos, como intentando enfocar, me di cuenta de que la casona del militar estaba delante de mis narices, aunque rodeada por delante de un añadido de ladrillo rojo y tapada su majestuosidad por un enorme cartelón: «Guardería Infantil Los Pitufos». Me reí solo, hacia adentro, pensando en la cara que habría puesto el difunto general de haber visto su grandiosa atalaya convertida en una escuela de niños, él que tanto los odiaba. No sé si odiaba a todos los niños, pero desde luego aborrecía a los niños pobres.
De la inmensa finca de frutales que aromatizaba la vida pudiente de San Juan tampoco queda nada. En aquellas tierras sembró la especulación chalés que no tienen más pega que las vistas prosaicas a la nave de vías y obras del Concello de Vigo. Es como si la memoria del general San Juan hubiera sido burlada por unos críos con mandilón, por una parte, y por la especulación inmobiliaria, por otra; una ironía de que en la vida de hoy la cadena de mando es otra.
-«Entonces, la guardería es el chalé de San Juan, pero modificado», le dije a mi padre, que se entretenía sacando fotos a la familia.
-«San Juan, menudo hijo de puta», me contestó olvidando que acabábamos de asistir en la iglesia al bautizo cristiano de su nieta, mi sobrina.
«Un hijo de puta -continuó mi padre- que prefería ver cómo la fruta se le pudría en los árboles a que los niños de Lavadores pudiésemos digerirla». Mirás dejó de retratar y me contó entonces que fue precisamente San Juan, por mediación de su criado, Clemente, uno de los individuos que más le hicieron sentir el miedo verdadero, el terror. Me explicó mi padre que, a finales de los años 40, los niños de Lavadores eran ricos en piojos y hambre. Y pobres en todo lo demás. Así que no era raro que, cuando las tripas se descompaginaban, los chavales de la parroquia se lanzaran a robar fruta allá donde la fruta maduraba: en los mismos árboles. Y el fértil retiro agropecuario de San Juan, frente a la iglesia, diez metros por encima de la cabeza de la necesidad, se antojaba Mercamadrid para aquellos niños infestados de mocos y de pulgas de la Rusia Chica.
«Una vez -me dijo mi padre- me tocó a mí. Clemente, el criado, nos sorprendió robando fruta. Y conocí el pánico». Escuché sin interrumpir: «A los cuatro que no pudimos escapar aquel día, Clemente nos ordenó bajarnos los pantalones allí mismo, debajo de un manzano. Éramos tan pobres que ninguno tenía calzoncillos, así que nos quedamos allí, temblorosos y esqueléticos, con las pirolas al viento encogidas de angustia. Entonces, el criado nos encerró en una cuadra, desnudos, y nos cagamos encima». Me imaginaba la escena como si la estuviera viviendo yo: cuatro niños escuchimizados en bolas, recluidos en una cuadra por haberse atrevido… ¡A comer! Y me relató Mirás que, mientras los pequeños se cagaban de miedo, San Juan actuaba siempre de la misma manera: ordenaba al criado que cabalgara hasta el Sobreiro para avisar a los padres de los detenidos de la suerte que habían corrido sus hijos. Y los padres, preocupados no ya por el hecho de que los niños robaran fruta -a fin de cuentas, era para sobrevivir- sino por el manchurrón que podía suponer para sus ya complicadas existencias haber violado la propiedad privada de un general del caudillo, acudían veloces para rescatar a sus hijos y abofetearlos y escarmentarlos con dolor de corazón delante del virrey de barrio. Eso sí, antes de liberarlos del todo y de devolverles sus pantalones y su dignidad, Clemente extendía la mano y exigía a los miserables de Lavadores, a los que nada tenían, el pago de una multa en metálico, en desagravio. Después de eso, los pobres eran un poco más pobres, el mundo escribía un pasaje más en su enciclopedia de las injusticias y maduraba como las manzanas del general la inocencia desnutrida de la chavalada de Lavadores; hasta pudrirse.
Hasta que San Juan murió de viejo y desapareció, toneladas de fruta se pudrieron también en sus árboles y muchos hijos del hambre acabaron en la cuadra con las pirolas asustadas. Hoy, la memoria del general está oculta detrás del cartel que anuncia a los cuatro vientos los dominios de los niños de la Guardería Infantil Los Pitufos; la Historia tardó, pero se tomó su venganza.