25. Más radiactivo que ayer

por Nacho Mirás Fole

Hoy soy más radiactivo que ayer, pero menos que mañana, cuando me freirán el cerebro por tercera vez en uno de los dos aceleradores lineales del Hospital Clínico Universitario de Santiago; ya solo quedan 28 sesiones. La única diferencia entre hoy y el estreno del lunes ha sido que, al apoyar la cabeza en la camilla, tuve una ligera molestia en el hueso que me sobresale en la parte de abajo del cráneo. «Se llama occipucio», me dijo uno de los técnicos. «Joder, ¡qué mala rima tiene!», le respondí. Cualquier momento es bueno para reírse, incluso aunque seas el churro de una fritura radiactiva en una sala de la que, cuando empieza la función, huye todo el mundo. Con la cabeza inmovilizada por la máscara hecha a medida y a ciegas, esta vez me cambiaron la secuencia musical, que ya no fue el do-do (alto)-do-sooool, sino algo más complicado que no recuerdo con claridad. En todo caso, le faltaba ritmo. De nuevo volvieron a pronunciar por megafonía mi apellido sin acentuarlo, con lo fácil que es recordar eso de «¡Mirás, por delante y por detrás!» Es una cruz con la que convivo.

El capítulo anterior lo escribí justo después de meterme en el estómago 150 miligramos de Temozolomida. Y me preocupaba cómo me levantaría después de semejante lastre tóxico. Pues he amanecido perfectamente, he apañado a los niños sin problema y solo a lo largo del día he sentido algún cosquilleo en las manos y en los pies. Pero no cantemos victoria; cuando te sometes a un tratamiento combinado de radioterapia y quimioterapia para matar a un astrocitoma anaplásico latente en grado III, los efectos secundarios pueden venir por acumulación de porquerías, fisicas y químicas. Me llegan todo tipo de consejos para neutralizarlos, desde remedios caseros a sobrenaturales. Ya sé que vienen con buena voluntad.

Me he leído de un tirón El Paréntesis, de Élodie Durand, el relato de una memoria deteriorada por el tiempo y por la enfermedad que ayer me regaló mi amigo Yanqui, que sabe lo que se hace. Es un testimonio brutal, aunque ilustrado y no solo narrado como el mío, en el que Élodie habla en primera persona de su epilepsia, de su tumor y de lo que vino después. Hay mucho paralelismo entre Élodie y yo, aunque ella nunca llegó a tratarse contra un cáncer. A cambio, yo aún no he sufrido daños en la memoria; es más, pienso y recuerdo con mucha más claridad que antes.

Sigo recibiendo mensajes y apoyos de todas partes, de conocidos y de desconocidos. Y lo agradezco todo, incluso las lágrimas de los que, cuando me encuentran por la calle, no pueden contenerse y me ponen el hombro perdido de mocos: «¡Hay que tener mucho ánimo, Nacho!», me dice alguno sollozando. «Ya, ánimo tú también», suelo responder con la mejor de mis sonrisas. Tengo bastante fuelle, de momento, para repartir ilusión. Pero tampoco es cosa de que abuséis, no se me vaya a acabar y no me quede siquiera una pedrea para mí, que me hace mucha falta. Agradezco los abrazos. Y los besos… ni os cuento. Acabo de meterme la segunda dosis química, así que no me extenderé mucho más. Mañana me freirán a primera hora de la mañana y no a las dos, como es costumbre, por una reorganización puntual del servicio. Empiezo a notar el tirón de la droga dura. Pero antes de acostarme, como siempre hago, quiero dejar preparada la infraestructura del desayuno de los demás habitantes de la casa. Así que buenas noches y buena suerte.