27. Remedios caseros

por Nacho Mirás Fole

La sesión de fritura radiactiva de hoy, la cuarta, ha durado un poco más de lo habitual. Por si no hubiera bastante con la radiación dirigida al lóbulo temporal derecho de mi cerebro, me han sacado unas bonitas radiografías de control. A este ritmo acabaré sintonizando Cadena Dial y la emisora de la torre de control de Lavacolla en una oreja. Tanto me estoy haciendo a la máquina del Servicio de Radioterapia del Hospital Clínico Universitario de Santiago que, atornillado y todo a la camilla con la máscara que me colocan en la cabeza, me dormí durante unos segundos y me despertó una interferencia. O igual era mi propio ronquido. Eso habla bien de un personal que sabe darme paz a la vez que me fríe. De todas maneras, ¿quién en su sano juicio se duerme mientras le radian la cabeza para abrasarle un cáncer? Debo de estar fatal.

De la sesión he salido algo más colorado que ayer, aunque todavía me superan el Pocoyó luminoso de mi hijo o la nariz de mi amigo Juan Carlos Zapatones, el peregrino del Obradoiro. Si veis a lo lejos un fulano encendido y no es un semáforo no paréis, que lo mismo soy yo y perdéis el tiempo. Según aumente la exposición a la radiación, la piel se irá resintiendo, aunque la enfermera que me ve los jueves me ha encontrado en perfecto estado de conservación. Por si acaso, me ha regalado unas muestras de cremas. De momento paso de untarme, que la cosmética no deja de ser química industrial. Ya solo me quedan 26 siestas radiactivas. La visión de rayos X está al caer; os vais a tener que forrar de plomo.

Aumenta la sensación de hormigueo e híper sensibilidad en manos y pies, daño colateral de los 150 miligramos de Temozolomida que me administro en casa por las noches. Ante el riesgo de que me receten cortisona para evitarlo, me he automedicado y oigan, doctores, no me ha ido mal: en vez de tirar de farmacia, he sacado la gaita electrónica que utilizo a menudo y, después de un rato digitando, la sensación de adormecimiento ha mejorado. Escribir con un teclado también ayuda, sobre todo si, como es el caso, utilizas todos los dedos a razón de 500 y pico pulsaciones por minuto. No es mérito mío ser el más rápido a esta orilla del río Sar, sino de mi madre, que se empeñó en que aprendiera taquigrafía y mecanografía el verano que cumplí doce años. A esas edades las manos empezaban a tener otras funciones más recreativas. Como le dijo a mi amigo y colega José Luis Alvite su propio padre, «hay dos maneras de estropear la letra, hijo, la masturbación y el periodismo, asi que tú verás». A mí, por si acaso, me pusieron a escribir a máquina en una Underwood de 1923 tutelado por una profesora de la Academia Victoria de Vigo. Y aún así tengo una letra muy desmejorada; no se puede luchar contra la naturaleza. Pero quién me iba a decir lo útil que iba a ser la prestidigitación para neutralizar los efectos de la quimioterapia treinta años después. La de pasta que se ahorraría el Servizo Galego de Saúde en cortisona recetando jotas, muiñeiras y escritura.

De apetito sigo bien. Pero todavía no acabo de acostumbrarme a los olores que me rodean. Con el trozo de cerebro que escondía el tumor canceroso, los neurocirujanos echaron también en una palangana esterilizada la mayor parte de mis recuerdos olfativos. Así que casi todo lo que percibo por la nariz desde el 12 de diciembre es nuevo: alimentos, perfumes, personas, mi casa, mis propios hijos… todo. Mejor eso que la memoria en general, claro. Pero huelo amplificado en Dolby Surround y por separado, cada cosa por su lado. Más que un súper poder es una súper putada, no os podéis hacer una idea. Supongo que acabaré acostumbrándome.

Señoras, señores… Me retiro para drogarme a placer por prescripción facultativa en 3, 2, 1… Con ustedes, una noche más, el increíble oso Yonki.