La placa
Vivimos instalados en un frenesí de noticias de tal magnitud que se hace difícil seguir la actualidad, incluso para los que vivimos de contarla. Parece que el mundo centrifugase. Creo, y lo creo de verdad, que semejante cantidad de datos, temáticas y visiones son completamente prescindibles. Ruido. Somos unos tarados empeñados en minutar la vida cuando, en realidad, todo este sindiós en el que navegamos en los países ricos es una microscópica cagada de mosquito en el universo, en el espacio y en el tiempo. Pero ahí estamos, estresadísimos. La de cosas fundamentales que me habré perdido mientras escribo estas tonterías que ahora tú lees. O mientras duermo. ¡Si hasta hacemos caca leyendo el Twitter! Somos una generación de tarados.
Hoy he entrevistado a un aventurero que me juró que era más feliz ahora, con tres camisetas sobadas y una mochila, que cuando dirigía una empresa, conducía un cochazo y desayunaba en un loft. Su sonrisa y su bronceado eran su polígrafo. Veo, además, que la sobredosis de informaciones nos ha ido curtiendo hasta el punto de que la duración del sobrecogimiento que nos puede producir una noticia no se prolonga más allá de la lectura de la noticia que viene después. Y eso es una mierda. No me interesan los humanos castrados en su capacidad de sobrecogerse ante los acontecimientos. Hablo de sorpresa duradera, de impresionarse para rato. ¿Qué conseguimos sobreinformándonos? ¿Dejar un día un cadáver puestísimo? Yo prefiero las historias profundas, selectas, sentidas. Y defensor de la tecnología y de sus aplicaciones como soy, cada vez siento un mayor rechazo a esta invasión, no sé si buscada, impuesta o mediopensionsita. Me estoy quitando.
El caso es que, víctimas del fragor y de la prisa desbocada, los periodistas desaprovechamos las profundidades de las cosas y despachamos al público con la monda. Y a otra cosa. Un ejemplo es una información que hoy ha tenido su presencia más o menos destacada en los medios pero que, en unos días, estará en el puesto 556.656.654 de las noticias más leídas; en ninguna parte y muy por debajo de cualquier historia que lleve en letras grandes la palabra «teta». El titular dice así: Palma cambiará el nombre de la Rambla Duques de Palma. Ha sido leerlo y me ha asaltado tal sentimiento de paternidad que a punto he estado de despertar a mis hijos para besarlos. Será la edad, diréis, pero no he podido evitar ponerme en la piel de unos padres que les tendrán que explicar a sus hijos que un ayuntamiento les retiró los honores. ¿Puede haber vergüenza mayor que que te quiten una calle? Según leía, hiperventilaba. Me veía a mi mismo, caracterizado como duque En… Palma…do, todo lleno de sangre azul cobalto y erecto y elegante a partes iguales, tratando de explicarles a mis hijos semejante suceso. ¿Cómo disfrazas eso? ¿Cómo lo minimizas? No hay excusa posible. Si yo sufro toda la mañana cada vez que regaño a mis niños y cargo durante horas con problemas de conciencia y sentimientos negrísimos de culpa, aun llevando la razón, no quiero ni imaginarme lo que debe ser que tu hijo descubra, bien por ti, bien por un periódico, que su padre y su madre merecieron que les quitasen… ¡Una calle! ¡Una rambla entera!
Se supone que lo natural es que nosotros estemos orgullosos de nuestros padres y nuestros hijos de nosotros. Y así, sucesivamente, hasta el fin de los tiempos. Yo lo estoy de mis padres y si mis hijos no lo están de mí seré un penitente de la eternidad, un fantasma desgraciado. No sé si el todavía duque ha hecho todo lo que dicen que hizo ni soy yo quién para juzgarlo. Pero la imagen de un obrero desatornillando una placa con tu nombre en la Rambla mallorquina es un gesto de tal calado que, si el nombre fuera mío, echaría a andar avergonzado, con la cabeza enterrada entre mis testículos, y solo me detendría para dejarme morir de hambre y de frío cuando llegase a las afueras de Dinamarca. Qué bajeza, altezas. Reciban, eso sí, mi solidaridad descarnada e incondicional como padre que soy.