152. Sábado, 17 de enero 2015. Crónica de un adiós.

por Nacho Mirás Fole

Me tranquiliza, maestro, saber que descansas donde querías: junto a la tía Pepita, que era, como tú la describías, «solterísima y comadrona»; al lado de tu hermano Jesús, que nunca dejó de esperarte desde que partiera de avanzadilla, antes de la cuenta, en 1984. Si no fuera por esa seguridad, habría vuelto hoy del cementerio municipal de Boisaca con la sensación de haberte dejado en depósito en un almacén, tal es la inquietud que me transmite para el reposo definitivo esta parte de la capital de Galicia que apenas sale en las guías; si acaso, en las de los transportistas. Poco peregrino coreano se ve por Boisaca, Alvite, y mucho repartidor.

Morirse en Santiago carece del glamur que tiene vivir en Compostela. Todo el entorno del camposanto es un polígono industrial, y no resulta fácil mantener el rictus cuando el viaje definitivo, a hombros o en coche acristalado, transcurre frente a una planta de hormigones y a pocos metros de un desguace. Hace unos años, alguien incluso calzó una guardería infantil en las afueras del cementerio: «Piénsalo -me decía esta mañana un amigo- es una alegoría de la vida: desde que eres pequeño hasta que te vas, con el paso por la vida laboral reflejado en tantas empresas que aquí tienen sede». Así observado sí, como la vida misma.

No sé si fuiste tú el que me dijo un día que no le encontraba razón a las tapias de los cementerios: los que están fuera no quieren entrar y los que se quedan no pueden salir. ¿Entonces? También es cierto que, en el caso de Boisaca, el muro es una frontera entre la realidad industrial -venida a menos como la realidad misma- y el propio urbanismo del camposanto, donde los mejores panteones llevan los apellidos de ilustres médicos, farmacéuticos, emprendedores… No te ha tocado mal barrio en el otro barrio, Alvite. Creo que los entrevistaste a todos, incluso a algunos sin ellos saberlo.

Hace tres años me tocó hacer inventario y conté en La Voz de Galicia, maestro, en el periódico en el que nos conocimos antes de que Ediciones Paulinas montase en su local de la rúa do Vilar una librería, que de Boisaca siempre me han sobrecogido las tumbas que ya no visita nadie, «como la de una niña que se murió a los tres años y ocho meses un día triste de 1935». En aquella visita, una fuerza interior más poderosa que yo me tentó a tomar prestado un clavel de un finado que tenía excedente para dejarlo sobre la losa de la pequeña. Nadie me lo reprochó.

Guillermo, el sepulturero, me advirtió entonces de la prohibición de mover los ramos, pero me dijo que siempre tiene que estar muy atento y no bajar la guardia, porque hay quien intenta llevarse las flores de los muertos para revendérselas a los vivos. Ya decía don Manuel cuando alguien pedía Coca Cola para cenar en vez de vino: ¡Haygenteparatodoñmñmñm,miqueridoamigo!

Los cipreses de Boisaca, Alvite, crecen larguiruchos como ascensores al otro mundo. El epitafio de nuestro colega periodista Diego Bernal (1945-2008) le quita hierro a la parca: «El humor como recurso es la primera arma para sobrevivir, del mismo modo que la sonrisa es el pan nuestro de cada día». Sois un montón allá arriba, estibados detrás del cuartel general de Plásticos Santy. Hay ahora mismo más ambiente periodístico en Boisaca que en algunas redacciones, y no es una manera de hablar.

Contaba en aquel reportaje de última página y última morada que muchas lápidas son pequeñas crónicas talladas, obituarios telegráficos, periodismo de mármol. ¿Recuerdas que me escribiste, cuando la oncología nos unió más aún, que te costaba aceptar que tu próxima noticia fuese el mármol de tu sepulcro?

En Boisaca hay unas 11.000 sepulturas. Como el espacio está optimizado y en cada una puede haber varios difuntos, el censo aproximado es de 40.000 cadáveres; la población de Narón. La gente tiene maneras bien curiosas de honrar a sus muertos. «Nunha sepultura deixaron dúas copas con champán, a botella e un paquete de Winston», narraba el enterrador. A Roberto Vidal Bolaño le ponen cervezas Voll-Dam y un paquete de Ducados. Y a un músico finado le acompañó durante meses una guitarra. «Tamén hai quen vén facer meigallos, con eses hai que ter coidado», decía Gil.

-¿Y cuando le toque a usted? (le pregunté)

-Yo no me quedaré aquí. Quiero ser incinerado y que me echen al mar de Aguiño. 

Tú preferiste, maestro, la compañía de la familia. Uno tiene derecho a escoger estas cosas, solo faltaría. La eternidad por delante y sin hipoteca.  Y aunque la muerte nos iguala en el trance, no en la última morada. Los nichos más humildes contrastan con la grandiosidad de los panteones familiares neoclásicos que flanquean, como chalés adiosados, las calles principales.

No te voy a negar que ayer, cuando el cura de Sar, Porto Buceta, le pasó el micrófono en el tanatorio al inicio de tu misa de cuerpo presente al incombustible Luis Rial, llegué a pensar que tu viejo amigo de correrías acabaría oficiando el funeral completo y conectando con los estudios centrales de la Radio Galega en San Marcos. Es todo un tipo, Rial, pero le pierden las ondas. Por las miradas que nos cruzamos varios, creo que no fui el único que se temió una retransmisión con entrevista incluida a Miguel Cancio.

Te respetó la lluvia, aunque el frío era siberiano y se hizo el sueco. Solo eché de menos, maestro, a la Banda Municipal interpretando de uniforme un arreglo de «New York, New York». La música debería ser obligatoria en las despedidas ¿a que sí? Yo ya lo dejo escrito aquí, para cuando me toque. Descansa en paz, amigo. Fuerza a los tuyos. Fuiste tú el que escribió que «nosotros hemos nacido para ser enterrados con la grava que cabe en un sombrero». Que nunca morirá tu legado es un hecho, por encima de credos y religiones.