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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: febrero, 2013

Recuerdos de quirófano (absténganse aprensivos)

Desde el pasado martes, y por unos días, la expresión «por un tubo» tiene para mí una literalidad que a los demás os es ajena. Que te instalen un desagüe, aunque sea provisional, es una putada; pero podía ser peor: que además de encajarme una cañería me tuviesen en el hospital durante varios días más, expuesto a la bichería. Me ha sorprendido un poco la rapidez con la que, después de rajarme los fondos, me han dado puerta; ni veinticuatro horas han pasado entre el electrobisturí y mi sofá. De la operación, el mejor recuerdo que tengo es el momento de la sedación en el quirófano.  La epidural es un invento que te anula de la cintura para abajo durante un rato. Dos pinchazos en la espalda y las piernas y su correspondiente bisagra adquieren la sensibilidad de una mesilla de noche. Y entonces ya te da lo mismo parir mellizos o que te esculpa Silverio Rivas con una motosierra. Pero eso no es lo mejor de una anestesia que, en cualquier caso, te deja incapacitado para el despegue. Lo que mola de verdad es cuando el anestesista te inyecta algo en la vía y te dice, como si fuera Anthony Blake: «Ahora vas a sentir sueño». Justo en ese instante entiendes lo que le pasaba por la cabeza a Janis Joplin. Te invade una modorra tontorrona y babosa y ya te da igual si del otro lado de la sábana hay gente operando o está la Tuna de Derecho tocando la pandereta. «Lo mejor que puedes hacer es dormir», me decía el anestesista, que me insuflaba una tranquilidad parroquial dándome golpecitos en la cabeza.»¿Y perderme la retransmisión? -le contesté- ¡Ni de coña!». Yo siempre fui mucho de aparataje. Disfrutar drogado mi propia laparoscopia es una oportunidad que no se presenta todos los días. Así que me puse cómodo -es un decir- y presencié en alta resolución cómo en mis entrañas se libraba un episodio apócrifo de La Guerra de las Galaxias. «Corta ahí… sigue… sigue… ¡Para!». «Prueba con un 26». No sé si el 26 era el calibre de una espada láser o de una broca de carburo de wolframio. A veces olía a churrasco. La escena me llegaba con un marco circular, como si la estuviera filmando una lombriz. Lo que tiene la droga es que te hace perder la noción de la realidad, y eso incluye una deformación extrañísima del tiempo. Cuando Alicia se cayó por el agujero detrás del conejo iba puestísima, hasta la diadema. No sabría decir si estuve en el quirófano mucho o poco. El programa se acabó sin más, con la pantalla fundida a negro. Retiraron las herramientas, me colocaron el sumidero y  después, si lo comprendí bien, me llevaron a la sala de despertar, donde una chica de gafas me volvió a atornillar las piernas que me habían extirpado cuando me pincharon en la espalda. «No eres tú, soy yo», le dije cuando, cariñosa, me tocó el dedo gordo del pie y no sentí nada. «Poco a poco  -me contestó- tenemos tiempo». La sensibilidad volvió de manera gradual, con espasmos. Es una cosa curiosa ordenarle a tus piernas que se muevan, ver cómo te responden y, sin embargo, sentir que son las piernas de otro. Como si conectas unas ancas de rana, sin la rana, a la batería de un coche. La enfermera iba anotando números en una tablilla. Cuando llevaba cubiertas varias casillas de mi sudoku y mi tren de aterrizaje y yo empezamos a coordinarnos, un celador me devolvió a la habitación. Tendríais que probar ese recorrido por un hospital en horizontal, observando la realidad en contrapicado. Todo es enorme. Lo que vino después fue una cefalea insoportable que me taladró la cabeza las siete horas siguientes. Me pusieron un Nolotil que me hizo el mismo efecto que un chute de agua de la traída. «Eso es el estrés», me decía la enfermera. «Yo creo que es mono -le contestaba yo en mi delirio- me habéis drogado y ahora prentendéis que lo deje así, sin más». Me acordé de mi amigo Julio, STCQEPD, que siempre dice que, cuando haces el Camino de Santiago en bicicleta, cada bajada que gozas acabas pagándola y sufriéndola con una cuesta arriba. Siempre. Y a mí me pasó lo mismo, pagué el colocón en jaqueca. De esta última estancia en mi Todo Incluido de cabecera de la Seguridad Social, lo peor fue eso. Eso y tratar de darle conversación, haciéndome el duro, a una señora de amarillo que me rasuró los bajos con el cariño y la precisión de una madre. Hay trabajos que deberían estar pagados en dinero de platino. Qué grandes profesionales tenemos en la Sanidad Pública, de verdad.

No pasaron ni veinticuatro horas cuando me dieron la condicional. Y aquí estoy, en casa, cuidado por mis ancestros, por mis herederos y por la nuera de los primeros y madre de los segundos. En la gloria de la hospitalización domiciliaria, que viene con gato de serie. Pensando temas de conversación para hacerme el machote cuando otra extraña me retire la fontanería el lunes, en el ambulatorio. Qué potencia tiene la palabra «ambulatorio». Me han ayudado mucho vuestros ánimos. Incluso he agradecido los rezos. Hasta el punto de que, por esta vez, decidí indultar al Cristo crucificado que me recibió, con los brazos abiertos -la crucifixión es lo que tiene, que siempre está uno en posición de recibir- en la habitación de un hospital público. No sé si te lo ponen debajo de la tele para que reces o para que relativices tus problemas; es cierto, no hay punto de comparación entre mi laparoscopia y lo que le hicieron los romanos a ese hombre. Desde la cama, postrado, lo miraba a él, clavado en su palo -que ya había que ser malo para crucificar a alguien con los pies en la posición del picado de la jota-, y le decía: «Vamos a llevarnos bien. Si tú te portas, yo no te encerraré en el cajón de la mesilla». Creo que en las relaciones, ya sea con otras personas o con los entes, es mejor dejar las cosas claras desde el principio. Y esta vez nos hemos entendido.

Son las siete menos cuarto de la mañana, tardísimo. Después de hora y media sin pegar ojo, vuelvo a la piltra a intentar buscar la postura. No resulta cómodo dormir con un grifo puesto. Mis tuberías y yo tenemos cuatro días para conocernos. Tenemos tiempo por un tubo. Buenas noches.

En capilla (y un poco acojonado)

Hace casi tres años, un estafilococo aureus y yo echamos un pulso. Él era pequeñito y paticorto, un alfeñique, un mierda. Era un David microscópico y yo un Goliat de noventa kilos con una espalda de estibador. Y el cabrón casi me poda. Había ingresado en el hospital para una intervención que, en teoría, tenía un posoperatorio sencillo: tres días y a casa. Pero Murphy me estaba esperando. Hoy tengo muy claro que no hay operación menor; basta con leerse el consentimiento informado del paciente. Que a los estafilococos los carga el diablo, su puta madre o vaya usted a saber. Y que una vez que alguien mete sus manos en tus orificios, y si la maniobra no forma parte de un juego sexual consentido, por muy lavadas que las tenga te estás jugando la liga a un solo partido. De la nefrolitotomía percutánea casi ni me acuerdo. Pero al aureus colateral, que casi me barre, no he podido olvidarlo. Diría que sigue presente en mis oraciones, pero no soy yo de rezar, ni siquiera por causa de fuerza mayor. Esa labor se la subcontrato a la tía Marisol, que tiene línea directa con Dios. Durante diecisiete días, la bacteria me sometió. Herví de fiebre a 41 grados y subiendo. Llegué a creer que de aquel hospital solo saldría con una esquela pagada por La Voz de Galicia, una coral de plañideras y una etiqueta en el dedo gordo del pie, facturado hacia la porra. Y un ejército de gaiteiros tocando a dos voces en el cementerio de San Pedro de Sárdoma una marcha procesional. Mirás y no volverás. El caso es que el próximo martes ingresaré de nuevo. En el mismo hospital. Con el mismo cirujano. Como un árbol carnal, generoso y cautivo. El guión de la película es diferente, pero no deja de ser una secuela de la primera parte, basada en los hechos reales de la otra vez y rodada con fontanería de alta definición: Laparoscopia, microcámaras, rayos láser… Efectos especiales, steadycam, gruista… Y un urólogo del Servizo Galego de Saúde dirigiendo el fregado detrás de las gafas. Desde que me llamaron hace unos días del hospital para citarme el próximo martes a las doce, en ayunas, es como si el estafilococo hubiera regresado desde el fondo de su frasco para acojonarme igual que lo hizo tres años atrás. Siento que me observa como un espía de Método 3, que espera agazapado para colárseme dentro por algún recoveco. Ayer, tumbado frente a la tele, por el rabillo del ojo izquierdo observé una sombra vaporosa y negra, como polvillo de carbón que ascendía, junto a las sillas del comedor. Fue un instante, pero suficiente para desconcertarme. Estuve a punto de llamar a Íker y pedirle una explicación. Para completarla, una empleada de Isidoro Álvarez se empeña en colocarme un seguro de vida desde el mismo día que me citaron, como si Sanidad cruzara la lista de espera con la base de datos de El Corte Inglés. Me ha llamado varias veces. Le he dicho que no. Pero ha insistido tanto que casi me habría gustado decirle que sí, que me ponga dos; entraría en el quirófano más tranquilo dejando un rastro de 100.000 pavos. Para los herederos. La necrológica, al menos, entra en el convenio colectivo. En los últimos días, además, mis hijos y mi gata, sin saber nada del asunto, han transformado su cariño natural, ya de por sí generoso, en obsesión sin medida. Y no se me separan ni con agua caliente. Estoy encantado, claro, pero esta mañana he tenido que mear sentado con el pequeño sobre las piernas. Probad: es dificilísimo hacer pis con trece kilos de amor encima. A la mayor le hemos dicho esta noche, tratando de quitarle hierro, que papá estará unos días en el hospital, como quien lleva el coche al taller para desatascarle las cañerías. Se ha puesto a llorar desconsolada y me ha noqueado. Esta tarde, mientras observaba por motivos laborales cómo el mar se tragaba al sol desde una de las playas más bonitas del mundo, -este trabajo todavía tiene cosas maravillosas- mi madre llamó a mi mujer para preguntarle qué tal estaba. Qué tal estaba yo, no ella. Que si me veía nervioso o centrado. Mi madre tiene poderes y, por muy lejos que yo esté, su onda corta siempre sintoniza mis preocupaciones; me tiene el cerebro pinchado.

Sumando sensaciones y acontecimientos, no hago más que pensar…. ¿Y si…? No, de ninguna manera. Pero… ¿y si algo se torciera? ¡Que no! El 26 de febrero bajaré a la arena de mi Todo Incluido vestido con mi pijama de luces para que me toree Manolete, pero convencido de que saldré indultado. Aguantaré las banderillas epidurales, los lances, alguna puya y su rebarbadora láser. Pero saldré entero, por mis narices. Tengo muchos planes. Así que no quiero ni oír hablar de infecciones hospitalarias. Y no es que tema por mí, sino por ellos, por mis pequeñas lapas. Y por su madre, que es mi norte, mi sur, mi villarriba y mi villabajo; por la unidad, vaya. Ya, todo va a salir bien. Pero soy gato escaldado, mal rezador y, en ocasiones, veo humo sobre las sillas del comedor. Permanezcan atentos a sus pantallas, que en breve saldrá un tipo en bata.

Tardes de crónica negra. Otro post del pasado

A falta de inspiración, tiro de nevera. Recupero y reviso a fondo otro post de hace dos años sobre mi predestinación al periodismo de sucesos (que ya no ejerzo como labor principal).  Dice así:

El Caso, como la vida misma

El periodismo de sucesos me viene de familia, aunque soy el único que lo ejerce de manera colegiada. Y la culpa es de la tía Carmen, una hermana de mi abuela paterna. Carmen estaba abonada a El Caso y en su vivienda de O Sobreiro, en Lavadores, el suelo de la cocina siempre estaba tapizado con los crímenes de la semana pasada. En casa de la tía de mi padre, sentado sobre una banqueta de formica y mientras esperaba a que se secase la baldosa con las piernas colgando, descubrí mirando hacia abajo la narrativa forense de Margarita Landi y de Paco Pérez Abellán. Y conocí a Eleuterio Sánchez, El Lute, antes de que Vicente Aranda le pusiese la cara de Imanol Arias.

En aquella enciclopedia semanal del asesinato aprendí unas nociones básicas de criminología que, más tarde, reforcé en televisión. Pero la base de mi educación en este campo está en el instituto anatómico forense Domínguez y en sus fondos bibliográficos desgarradores. Desde aquella valiosísima hemeroteca de fregados, literales y figurados, la tía llevaba la cuenta de los óbitos más macabros de España. Y ampliaba conocimientos asistiendo como público a los juicios de lo penal.  Para escoger una película en el Avenida o en el Palermo se aseguraba siempre  de que estuviese basada en hechos sanguinariamente reales.

La tía Carmen leía con calma, pero tenía toda una semana para documentarse antes de que llegase el número siguiente. El Caso era un periódico cuyos redactores habían conseguido lo que otros jamás lograremos: la entrega absoluta del lector.
La abuela Pura no sabía leer. Pero conocía bien los ficheros de las comisarías españolas gracias a las explicaciones que le daba su hermana por las tardes, tomando la fresca. «¡Matouno así, chan, chan, de oito puñaladas! Non foi de morte morrida, que foi de morte matada».

Tengo muy vivo el recuerdo de los sábados en aquel plató de telerrealidad de O  Sobreiro. La plaqueta marrón que revestía la casa de mi tía abuela te refrescaba la espalda. Cada uno se llevaba su silla y allí acudían, como clavos, otros actores de esta novela coral. No era raro que apareciesen de visita en aquellas tardes de los años setenta mis tíos del Calvario. O un primo de mi padre que trabajó como investigador privado y al que le quedó para siempre el mote de O detetive. La figura del investigador privado aportaba solvencia. También era frecuente que llegase a O Sobreiro Milito, primo también de mi padre y enterrador de Santo Tomé de Freixeiro, para arreglar algún asunto funerario o relatar el desahucio frustrado de un cadáver que, después de treinta años, permanecía incorrupto como el despojo de Santa Teresa. Milito era un artista del sepelio: nadie organizaba mejor un nicho para ubicar, confortablemente, a un finado y las osamentas de otros seis convenientemente envasadas. Concentración funeraria. Yo escuchaba, entregado, mientras me comía un pastelito de la Pantera Rosa de la tienda de Marcial para matar el bicho.

En aquellas tertulias de O Sobreiro, decía, se destripaba a los vivos y se merendaban las entrañas de los muertos. Y la tía Carmen informaba, desde su cátedra de medicina legal, sobre los últimos atestados.

Mis hermanos y yo escuchábamos calladitos y educados, como hacían antes los niños cuando hablaban los mayores. Y la tarde se hacía larga en aquella mesa de autopsias al aire libre. No fue hasta años más tarde cuando me di cuenta de qué manera el periodismo de sucesos había marcado la vida de mis antepasados y, por contagio, la mía propia. Fue cuando descubrí que a Enrique, otro primo de mi padre, lo apodaban Chessman por su enorme parecido físico con un criminal al que gasearon en San Quintín. Entonces entendí también por qué, cuando hacías una trastada, la abuela o la tía Carmen te revolvían el pelo y te decían: “¡Ahhhhh, Landrú!”. ¿Landrú? ¿Pero sabéis quién fue Landrú?

De todos aquellos no queda casi nadie, ni siquiera Milito, que los enterró a todos y después tuvieron que asistirlo a él. Ayer, medio dormido, escuché que Íker Jiménez hablaba de Landrú y de repente regresé a O Sobreiro y me imaginé a mi tía en la bancada del público del palacio de Justicia de la rúa do Príncipe, sentenciando a muerte a un fulano de Vincios que se parecía a Fritz Haarmann. ¡Culpable!

Un post del pasado. El Espuni

Hoy, pensando en meteoritos y asteroides, me acordé de esta escena casera del año 2009 que me maravilló. Decía así:

El Espuni.

-«¡Abuelo, abuelo, háceme un espuni!»
-Vamos.
-«¡Háceme un espuni, háceme un espuni!»
-Venga, vamos al jardín.
Escucho la conversación entre mi hija y mi padre y tengo la impresión de no sintonizar su misma frecuencia, de haberme perdido algo. Ella le pide un «espuni» y él la comprende perfectamente. ¿Qué carallo es un «espuni»?
Salimos los tres al jardín y observo. Mi padre coge dos pinzas de madera, monta una sobre la otra, cuenta hacia atrás del diez al cero y, con una uña, dispara al aire la pinza de arriba, que sale propulsada hacia el cielo por su dedo pulgar.
-«¡Mira, Ane, ahí va, el Sputnik
Ane aplaude: «¡El espuni! ¡Va a llegar a las estrellas! ¡Va a llegar a la luna!», dice mi hija.
El satélite vuelve a caer sobre la mesa del jardín, pero la cara de Ane es de absoluta emoción durante los dos segundos escasos que tarda el pequeño cohete de chopo en completar su vuelo y regresar a la tierra. Me quedo embobado mirándolos y me doy cuenta de que es un viaje privado, para ellos dos solos, una travesía a la que nadie más está invitado. Y entonces recuerdo que, una vez, hace más de 35 años, yo también fui un cosmonauta montado en una pinza de la ropa. ¡Apartaos, que ahí va el espuni!

Ada Colau contra los marcianos

El diputado Santiago Lanzuela, presidente de la Comisión de Economía, se hacía el ofendido ayer en el Congreso, después de que Ada Colau le llamase criminal a la cara a Javier Rodríguez, representante de la Asociación Española de la Banca. Señor Lanzuela, debería usted alterarse menos. O hacerlo al menos en igual medida cada vez que una familia pierde su casa, su futuro y su dignidad por culpa de las leyes corporativizadas que ustedes avalan con sus firmas; cada vez que alguien anota otra muesca en la jodida lista del paro.  El otro día me decía Edmundo Reboredo, padre del hombre para el que decenas de miles de personas piden el indulto –para ustedes, como quien oye llover- que si los representantes son incapaces de cambiar las leyes, tendrán que hacerlo los representados. Y Edmundo, que es sabio por viejo, por padre y por ciego, me recordaba la frase que me dijo el primer jefe que tuve, a quien idolatro todavía: “Compañero, nadie hizo una revolución sentado”. Así es, señor Lanzuela. Cuando a alguien le introducen un dedo en algún orificio corporal contra su voluntad, no espere usted que el vejado responda con un sosegado “por ahí no, por favor, que me hace pupita”. El grito será la reacción inmediata. El exabrupto es lo que le sale a uno de los abismos cuando le pisan la cabeza y la dignidad y, encima, se ríen en su cara. ¿O acaso dice usted “recórcholis” si se pilla un dedo con una puerta? Yo veo una reacción más incendiada en uno que nació en Teruel. El insulto no está en las palabras, si acaso en la intención. Como diputado electo que es, se le presupone la suficiente inteligencia, y quiero creer que es poseedor de ella, para saber cuándo las expresiones de una persona son reacciones a un estímulo previo.  Nada hay de personal contra el señor Rodríguez porque Ada le llame criminal, lo sabe bien, así que no sobreactúe. Y sí hay mucho de criminal en la complicidad de un Estado que ampara, por acción o por omisión, los abusos que otros perpetran. El desequilibrio entre los ricos asquerosamente ricos y los pobres miserablemente pobres es un crimen. La conducta de quienes se lucran explotando a los demás es una conducta criminal, no es simplemente una travesura . Si a usted, diputado, le molesta el término, lo lamento, le va en el sueldo escuchar estas y otras. Nadie cambiará, señor Lanzuela, un sistema que se pudre cada día más llamándoles “ladronzuelos» a quienes se comportan como verdaderos hijos de puta. Aquí no caben eufemismos ni rebajas. Edmundo, el sabio, que no tiene nada que perder, dijo que si ustedes, que son los legitimados para hacer y cambiar las leyes, no saben adaptarse a las necesidades del pueblo que les vota, entonces tendrán que hacerlo los representados. Y yo no sé de qué manera, lo ignoro.  Pero sí sé que no será a besos. ¿De verdad confunde usted una advertencia con una amenaza? ¿A estas alturas? Las palabras de Ada Colau son un golpe en la mesa que, por lo pronto, le han hecho a usted saltar de la silla. Solo por eso, yo las doy por bien empleadas. En su mano y en la de sus compañeros están las respuestas que busca la sociedad. Les pagamos para que lo hagan y yo se lo exijo. La absoluta desconexión de muchos de los que nos representan con los representados alcanzó hace unos días su máxima expresión cuando su presidente, que también es el mío, compareció ante los periodistas que solo querían preguntar  envasado dentro de un televisor. Hay un antes y un después de lo que hizo Rajoy en los tratados de la cobardía mundial. Con un presidente así, instalado en la absoluta marcianidad, embutido en una pantalla Full HD como Elvis Presley resucitado, entiendo que diputados como usted se sientan amenazados o insultados cuando les salpica la saliva del pueblo raso. La gente de la calle habla así ¿recuerdan? Porque está viva, porque siente y porque padece. Ustedes, sin embargo, hace tiempo que son un ejército de marcianos anestesiados comandado por una holografía. Bajen a la arena de una vez. Despierten. Háganse merecedores del sueldo que les pagamos. Y menos humos, que los empleados son ustedes.