Recuerdos de quirófano (absténganse aprensivos)
Desde el pasado martes, y por unos días, la expresión «por un tubo» tiene para mí una literalidad que a los demás os es ajena. Que te instalen un desagüe, aunque sea provisional, es una putada; pero podía ser peor: que además de encajarme una cañería me tuviesen en el hospital durante varios días más, expuesto a la bichería. Me ha sorprendido un poco la rapidez con la que, después de rajarme los fondos, me han dado puerta; ni veinticuatro horas han pasado entre el electrobisturí y mi sofá. De la operación, el mejor recuerdo que tengo es el momento de la sedación en el quirófano. La epidural es un invento que te anula de la cintura para abajo durante un rato. Dos pinchazos en la espalda y las piernas y su correspondiente bisagra adquieren la sensibilidad de una mesilla de noche. Y entonces ya te da lo mismo parir mellizos o que te esculpa Silverio Rivas con una motosierra. Pero eso no es lo mejor de una anestesia que, en cualquier caso, te deja incapacitado para el despegue. Lo que mola de verdad es cuando el anestesista te inyecta algo en la vía y te dice, como si fuera Anthony Blake: «Ahora vas a sentir sueño». Justo en ese instante entiendes lo que le pasaba por la cabeza a Janis Joplin. Te invade una modorra tontorrona y babosa y ya te da igual si del otro lado de la sábana hay gente operando o está la Tuna de Derecho tocando la pandereta. «Lo mejor que puedes hacer es dormir», me decía el anestesista, que me insuflaba una tranquilidad parroquial dándome golpecitos en la cabeza.»¿Y perderme la retransmisión? -le contesté- ¡Ni de coña!». Yo siempre fui mucho de aparataje. Disfrutar drogado mi propia laparoscopia es una oportunidad que no se presenta todos los días. Así que me puse cómodo -es un decir- y presencié en alta resolución cómo en mis entrañas se libraba un episodio apócrifo de La Guerra de las Galaxias. «Corta ahí… sigue… sigue… ¡Para!». «Prueba con un 26». No sé si el 26 era el calibre de una espada láser o de una broca de carburo de wolframio. A veces olía a churrasco. La escena me llegaba con un marco circular, como si la estuviera filmando una lombriz. Lo que tiene la droga es que te hace perder la noción de la realidad, y eso incluye una deformación extrañísima del tiempo. Cuando Alicia se cayó por el agujero detrás del conejo iba puestísima, hasta la diadema. No sabría decir si estuve en el quirófano mucho o poco. El programa se acabó sin más, con la pantalla fundida a negro. Retiraron las herramientas, me colocaron el sumidero y después, si lo comprendí bien, me llevaron a la sala de despertar, donde una chica de gafas me volvió a atornillar las piernas que me habían extirpado cuando me pincharon en la espalda. «No eres tú, soy yo», le dije cuando, cariñosa, me tocó el dedo gordo del pie y no sentí nada. «Poco a poco -me contestó- tenemos tiempo». La sensibilidad volvió de manera gradual, con espasmos. Es una cosa curiosa ordenarle a tus piernas que se muevan, ver cómo te responden y, sin embargo, sentir que son las piernas de otro. Como si conectas unas ancas de rana, sin la rana, a la batería de un coche. La enfermera iba anotando números en una tablilla. Cuando llevaba cubiertas varias casillas de mi sudoku y mi tren de aterrizaje y yo empezamos a coordinarnos, un celador me devolvió a la habitación. Tendríais que probar ese recorrido por un hospital en horizontal, observando la realidad en contrapicado. Todo es enorme. Lo que vino después fue una cefalea insoportable que me taladró la cabeza las siete horas siguientes. Me pusieron un Nolotil que me hizo el mismo efecto que un chute de agua de la traída. «Eso es el estrés», me decía la enfermera. «Yo creo que es mono -le contestaba yo en mi delirio- me habéis drogado y ahora prentendéis que lo deje así, sin más». Me acordé de mi amigo Julio, STCQEPD, que siempre dice que, cuando haces el Camino de Santiago en bicicleta, cada bajada que gozas acabas pagándola y sufriéndola con una cuesta arriba. Siempre. Y a mí me pasó lo mismo, pagué el colocón en jaqueca. De esta última estancia en mi Todo Incluido de cabecera de la Seguridad Social, lo peor fue eso. Eso y tratar de darle conversación, haciéndome el duro, a una señora de amarillo que me rasuró los bajos con el cariño y la precisión de una madre. Hay trabajos que deberían estar pagados en dinero de platino. Qué grandes profesionales tenemos en la Sanidad Pública, de verdad.
No pasaron ni veinticuatro horas cuando me dieron la condicional. Y aquí estoy, en casa, cuidado por mis ancestros, por mis herederos y por la nuera de los primeros y madre de los segundos. En la gloria de la hospitalización domiciliaria, que viene con gato de serie. Pensando temas de conversación para hacerme el machote cuando otra extraña me retire la fontanería el lunes, en el ambulatorio. Qué potencia tiene la palabra «ambulatorio». Me han ayudado mucho vuestros ánimos. Incluso he agradecido los rezos. Hasta el punto de que, por esta vez, decidí indultar al Cristo crucificado que me recibió, con los brazos abiertos -la crucifixión es lo que tiene, que siempre está uno en posición de recibir- en la habitación de un hospital público. No sé si te lo ponen debajo de la tele para que reces o para que relativices tus problemas; es cierto, no hay punto de comparación entre mi laparoscopia y lo que le hicieron los romanos a ese hombre. Desde la cama, postrado, lo miraba a él, clavado en su palo -que ya había que ser malo para crucificar a alguien con los pies en la posición del picado de la jota-, y le decía: «Vamos a llevarnos bien. Si tú te portas, yo no te encerraré en el cajón de la mesilla». Creo que en las relaciones, ya sea con otras personas o con los entes, es mejor dejar las cosas claras desde el principio. Y esta vez nos hemos entendido.
Son las siete menos cuarto de la mañana, tardísimo. Después de hora y media sin pegar ojo, vuelvo a la piltra a intentar buscar la postura. No resulta cómodo dormir con un grifo puesto. Mis tuberías y yo tenemos cuatro días para conocernos. Tenemos tiempo por un tubo. Buenas noches.