29. Suplemento del domingo. Dos rombos.

por Nacho Mirás Fole

Hoy me he levantado tan de una pieza que durante un rato me he olvidado del cáncer. Pero el muy hijo de puta enseguida ladra. En cuanto pasé por delante del espejo que tengo en la habitación, la cicatriz de la craneotomía en el lado derecho de mi cabeza, que tiene forma de interrogación, me recordó que la incertidumbre sigue acampada y que tiene pensado quedarse a vivir. Tengo que reconocer, ya que estamos, que la calidad del zurcido es máxima. Durante mucho tiempo atribuí el remate a la mano experimentada de un neurocirujano. Craso error. «¿Coser nosotros? ¡Eso lo hacen los residentes!» Ya, que sois unos chulitos, vaya. Pero es comprensible: si un francotirador no anda por ahí dando barrigazos con la infantería ni llevando bocadillos a las trincheras, los neurocirujanos tampoco están para entretenerse con la aguja y el dedal. «Ya me tocó coser mucho cuando empezaba en esto», se justificaba el doctor Allut. «Como dice el refrán, doctor -intervine- a base de cortar collóns, faise un capador«.

Hagamos pues justicia con el o la residente que me zurció la cabeza con grapas el 12 de diciembre del 2013. El trabajo, querido/a aprendiz de eminencia de la neurocirugía, es digno de la academia de corte y confección de Susa Suárez. Aunque me has marcado de por vida, te agradezco que no te ensañaras con los pespuntes. Me acuerdo de ti cada vez que me afeito. Si reconoces tu obra por los pasillos del hospital no dejes de saludarme, que es normal que un autor visite sus obras. Hasta me puedes firmar la cicatriz. Sirva este reconocimiento de acto de desagravio con todos los residentes del Hospital Clínico Universitario de Santiago. Gracias por vuestro tiempo entre suturas.

Como es domingo no tengo que ir a la freidora; parece que la radiactividad interfiere con la gracia de Dios. Os diré que a mí la gracia de Dios no me hace puta gracia. Lo que no interacciona con el día del Señor es la química, por eso no dejo de cenar mis raciones diarias de Ondansetrón y Temozolamida regadas con las mejores aguas de la traída. Como no todo va a ser oncología y por ser hoy festivo, como jefe máximo de mis propias memorias sanitarias que soy, voy a tirar de nevera. Como bienvenida a todos esos que os habéis incorporado a la lectura de http://www.rabudo.com a través del increíble obituario en vida en que me ha hecho Manuel Jabois en El Mundo, ahí va, en reedición especial de fin de semana, el suplemento Musas Ochenteras, que escribí hace casi un año, después de un tórrido intercambio de tuits con mi amigo Zapi. Seguro que más de uno se ve retratado en alguna escena. Astrocitoma anaplásico, no sabes dónde te has metido.

Para Jose Menéndez Zapico @zapi, con mis respetos.
IMPORTANTE: Recomiendo la lectura mientras suena esto, para entrar en ambiente:

http://www.goear.com/listen/f918454/im-not-scared-eighth-wonder

No me preguntéis por qué, pero me acaba de atracar a punta de navaja la adolescencia en mi propio sofá. He caído, no sé cómo, en aquel vídeo en el que Patsy Kensit susurraba con Eight Wonder que no tenía miedo y, de repente, he recuperado el flequillo, los náuticos, tres espinillas y mis pósters secretos de Sabrina Salerno y Samantha Fox en bolas pegados en la puerta del armario.

Eran aquellas imágenes de revista documentos secretos, aunque secretos a voces. Aquellas santas a las que yo rendía un culto inquebrantable eran mi muro privado de las lamentaciones. Mi madre no dijo nada el día que las descubrió. Las tenía pegadas a la puerta por la parte de dentro, igual que los camioneros cuelgan en las literas de sus cabinas a unas señoras estupendas y lubricadas que anuncian discos para el tacógrafo. Cada vez que me guardaba la ropa planchada, mamá se cruzaba con ellas, que apuntaban con sus tetas al infinito como Corea del Norte apunta a Corea del Sur y, por extensión, a la humanidad. Pero ni se inmutaba. Jamás dijo nada. Las fotos eran casi de tamaño natural. Quiero decir las cabezas de las fotos, porque aquellos pechos inmensos, dos pares, estaban claramente inflados por encima de sus posibilidades.

Cuando caía la noche y la casa estaba en calma, me encerraba en la habitación, abría el ropero y rezaba a las chicas mi particular novena. Los rudimentos de Física me decían que semejante  falta de respeto a la ley de la gravedad no era posible. Y, sin embargo, allí estaban, al alcance de mi mano, sustentadas en el aire como cuatro zepelines a punto de reventar en una gran bola de fuego. Dos cordilleras. Sendas venus afroditas inconmensurables. Dos pasos en una procesión en la que yo era el único cofrade, costalero y penitente.

Aquel voyeurismo gráfico acababa siempre en espasmos y lucería. Creo que en la Fox y en la Salerno descargué energía suficiente para alumbrar Ponteareas. Brindaba por ellas y por sus canalones -escribiendo canalillos no les haría justicia- y, después de eso, moría. Es cierto que la catequesis salesiana me dejó poso hasta el punto de que, al principio, después de mis primeros escarceos adolescentes con aquellas diosas de la neumática, la conciencia me escocía y me juraba que jamás volvería a dejarme seducir por dos retratos. Aunque siempre había una segunda vez. Incluso una tercera y una cuarta; eran los excedentes propios de la edad.

No sé en qué momento arranqué las fotos y encaminé los esfuerzos a tratar de descubrir y a fundar en cuerpos humanos reales, superada la parte teórica. Bueno, sí lo sé, pero no viene a cuento. El caso es que aquellos pósters hicieron conmigo y con los de mi generación un servicio público impagable; nos desatascaron, nos destensaron y nos mantuvieron en forma como Eva Nasarre hacía con las jubiladas de Benidorm. Solo por eso, a Sam y a Sabrina deberían condecorarlas.

Ya de mayor conocí en Cambados a Samantha Fox, a la verdadera. Escribir Cambados y Samantha Fox en la misma frase parece descabellado, pero hay situaciones que no por inverosímiles dejan de ser ciertas. Está de testigo Alfredo Suárez Canal, que era conselleiro del asunto rural. Sin embargo, la versión humana de mi póster me dejó indiferente. Ni frío ni calor. Una mujer transparente. No es nada personal, Sam. No eras tú, fui yo.

Con Patsy Kensit mi relación fue diferente. A ella la quería para hacer el Cristo en los aros de sus orejas y llenar el planeta de niños con su sonrisa y mi apellido. Inducido por Patsy, me enamoré de verdad de una chica del instituto que le clavaba el estilo. Pero jamás fui correspondido y tuve que consolarme brindando en soledad, como un perro abandonado, a la salud de mis madonas hinchables, que siempre me aceptaban como animal de compañía. Por esa época leí a Xavier Alcalá, que mal sabe que me ayudó a librarme del complejo de culpa que me invadía con frecuencia al tocar como solista en mi propio auditorio. Y gracias a la lectura en clase de A nosa cinza, los colegas del Meixoeiro respiramos aliviados al darnos cuenta de que ninguno estaba solo y de que, de habernos reunido todos los virtuosos que entonces éramos, habríamos fundado una fabulosa orquesta de zambombas. Todos menos Elías, que nos juraba sobre la Biblia que jamás se había puesto la mano encima.

Yo soy producto de aquella adolescencia. Y de la pasión desatada por Patsy, mi musa ochentera que marcó una línea a la que he permanecido fiel. Vaya mi recuerdo para ella y para los hijos que no tuvimos. Sobre Andie McDowell y Demi Moore, si eso, ya os hablo otro día y os cuento, de paso, cómo la plantilla completa de Durán-Durán me firmó sus autógrafos vestido de gaiteiro.

Nada más por hoy. Mañana, cuando José Antonio Marcos salude a España en Hora 14 a través de las ondas de la Cadena Ser, acordaos de que yo estaré gastándole corriente al Servizo Galego de Saúde atornillado a la freidora radiactiva sin otra misión que putear al cáncer. Feliz domingo.