Musas de los ochenta, #musasochenteras
Para Jose Menéndez Zapico @zapi, con mis respetos.
IMPORTANTE: Recomiendo la lectura mientras suena esto, para entrar en ambiente:
http://www.goear.com/listen/f918454/im-not-scared-eighth-wonder
No me pregunten por qué, pero me acaba de atracar a punta de navaja la adolescencia. A los casi 42 y en mi propio sofá. He caído, no sé cómo, en aquel vídeo en el que Patsy Kensit susurraba con Eight Wonder que no tenía miedo y, de repente, he recuperado el flequillo, los náuticos, tres espinillas y mis pósters secretos de Sabrina Salerno y Samantha Fox en bolas pegados en la puerta del armario.
Eran aquellas imágenes de revista documentos secretos, aunque secretos a voces. Aquellas santas -ya, no lo eran, pero yo les rendía un culto inquebrantable- eran mi muro privado de las lamentaciones. Mi madre no dijo nada el día que las descubrió. Las tenía pegadas a la puerta por la parte de dentro, igual que los camioneros cuelgan en las literas de sus cabinas a unas señoras estupendas y lubricadas que anuncian discos para el tacógrafo. Cada vez que me guardaba la ropa planchada y dobladita, mamá se cruzaba con ellas, que apuntaban con sus tetas al infinito como Corea del Norte apunta a Corea del Sur y, por extensión, a la humanidad. Pero ni se inmutaba. Jamás dijo nada. Y ellas, entre las tres, respetaban cada una su territorio: mi madre las turgencias de mis musas y ellas las labores de plancha. Las fotos eran casi de tamaño natural. Quiero decir las cabezas de las fotos, porque aquellos pechos inmensos, dos pares, estaban claramente inflados por encima de sus posibilidades. De eso se trataba, de desbordar.
Cuando caía la noche y la casa estaba en calma, me encerraba en la habitación, abría el ropero y rezaba a las chicas mi particular novena. Los rudimentos de Física me decían que semejante falta de respeto a la ley de la gravedad no era posible. Y, sin embargo, allí estaban, al alcance de mi mano, sustentadas en el aire como cuatro zepelines a punto de reventar en una gran bola de fuego. Dos cordilleras. Sendas venus afroditas inconmensurables. Dos pasos en una procesión en la que yo era el único cofrade, costalero y penitente.
Aquel voyeurismo unidireccional acababa siempre de la misma manera: en espasmos y lucería. Creo que en la Fox y en la Salerno descargué energía suficiente para alumbrar Ponteareas. Brindaba por ellas y por sus canalones y, después de eso, moría. Es cierto que la catequesis salesiana me dejó poso hasta el punto de que, al principio, después de mis primeros escarceos adolescentes con aquellas diosas de la neumática, la conciencia me escocía y me juraba que jamás volvería a dejarme seducir por las tetas de dos señoras retratadas. Aunque siempre había una segunda vez. Incluso una tercera y una cuarta; eran los excedentes propios de la edad.
No sé en qué momento arranqué las fotos y encaminé los esfuerzos a tratar de descubrir y fundar en cuerpos humanos reales, superada la teórica. Bueno, sí lo sé, pero no viene a cuento. El caso es que aquellos pósters hicieron conmigo y con los de mi generación un servicio público impagable; nos desatascaron, nos destensaron y nos mantuvieron en forma como Eva Nasarre hacía con las jubiladas. Y solo por eso, a Sam y a Sabrina deberían condecorarlas.
Ya de mayor conocí en Cambados a Samantha Fox, a la verdadera. Escribir Cambados y Samantha Fox en la misma frase parece descabellado, pero hay situaciones que no por inverosímiles dejan de ser ciertas. El caso es que la versión humana de mi póster me dejó indiferente. Ella, a quien tanta gimnasia brindé. Ni frío ni calor. Una mujer transparente.
Con Patsy Kensit, mi relación fue diferente. A ella la quería para hacer el Cristo en los aros de sus orejas y llenar el planeta de niños con su sonrisa y mi apellido. Inducido por Patsy, me enamoré de verdad de una chica del instituto que le clavaba el estilo. Pero jamás fui correspondido y tuve que consolarme brindando en soledad, como un perro abandonado, a la salud de mis madonas hinchables, que siempre me aceptaban como animal de compañía. Por esa época leí a Xavier Alcalá, que mal sabe -dígocho agora, Xavier- que me ayudó a librarme del complejo de culpa que me invadía con frecuencia al tocar como solista en mi propio auditorio. Y gracias a la lectura en clase de A nosa cinza, los colegas del Meixoeiro acabamos dándonos cuenta, aliviados, de que ninguno estaba solo y de que, de habernos reunido todos los virtuosos que entonces éramos, habríamos fundado una fabulosa orquesta de zambombas. Todos menos Elías que nos juraba, por sus muertos, que jamás se había puesto la mano encima.
Yo soy producto de aquella adolescencia. Y de la pasión desatada por Patsy, mi musa ochentera que marcó una línea a la que he permanecido fiel. Vaya mi recuerdo para ella y para los hijos que no tuvimos. Sobre Andie McDowell y Demi Moore, si eso, ya les hablo otro día y les cuento, de paso, cómo la plantilla completa de Durán-Durán me firmó sus autógrafos vestido de gaiteiro.