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"El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él" José Luis Alvite

Mes: marzo, 2013

Musas de los ochenta, #musasochenteras

Para Jose Menéndez Zapico @zapi, con mis respetos.
IMPORTANTE: Recomiendo la lectura mientras suena esto, para entrar en ambiente:
http://www.goear.com/listen/f918454/im-not-scared-eighth-wonder

No me pregunten por qué, pero me acaba de atracar a punta de navaja la adolescencia. A los casi 42 y en mi propio sofá. He caído, no sé cómo, en aquel vídeo en el que Patsy Kensit susurraba con Eight Wonder que no tenía miedo y, de repente, he recuperado el flequillo, los náuticos, tres espinillas y mis pósters secretos de Sabrina Salerno y Samantha Fox en bPatsy+Kensitolas pegados en la puerta del armario.

Eran aquellas imágenes de revista documentos secretos, aunque secretos a voces. Aquellas santas -ya, no lo eran, pero yo les rendía un culto inquebrantable- eran mi muro privado de las lamentaciones. Mi madre no dijo nada el día que las descubrió. Las tenía pegadas a la puerta por la parte de dentro, igual que los camioneros cuelgan en las literas de sus cabinas a unas señoras estupendas y lubricadas que anuncian discos para el tacógrafo. Cada vez que me guardaba la ropa planchada y dobladita, mamá se cruzaba con ellas, que apuntaban con sus tetas al infinito como Corea del Norte apunta a Corea del Sur y, por extensión, a la humanidad. Pero ni se inmutaba. Jamás dijo nada. Y ellas, entre las tres, respetaban cada una su territorio: mi madre las turgencias de mis musas y ellas las labores de plancha. Las fotos eran casi de tamaño natural. Quiero decir las cabezas de las fotos, porque aquellos pechos inmensos, dos pares, estaban claramente inflados por encima de sus posibilidades. De eso se trataba, de desbordar.

Cuando caía la noche y la casa estaba en calma, me encerraba en la habitación, abría el ropero y rezaba a las chicas mi particular novena. Los rudimentos de Física me decían que semejante  falta de respeto a la ley de la gravedad no era posible. Y, sin embargo, allí estaban, al alcance de mi mano, sustentadas en el aire como cuatro zepelines a punto de reventar en una gran bola de fuego. Dos cordilleras. Sendas venus afroditas inconmensurables. Dos pasos en una procesión en la que yo era el único cofrade, costalero y penitente.

Aquel voyeurismo unidireccional acababa siempre de la misma manera: en espasmos y lucería. Creo que en la Fox y en la Salerno descargué energía suficiente para alumbrar Ponteareas. Brindaba por ellas y por sus canalones  y, después de eso, moría. Es cierto que la catequesis salesiana me dejó poso hasta el punto de que, al principio, después de mis primeros escarceos adolescentes con aquellas diosas de la neumática,  la conciencia me escocía y me juraba que jamás volvería a dejarme seducir por las tetas de dos señoras retratadas. Aunque siempre había una segunda vez. Incluso una tercera y una cuarta; eran los excedentes propios de la edad.

No sé en qué momento arranqué las fotos y encaminé los esfuerzos a tratar de descubrir y fundar en cuerpos humanos reales, superada la teórica. Bueno, sí lo sé, pero no viene a cuento. El caso es que aquellos pósters hicieron conmigo y con los de mi generación un servicio público impagable; nos desatascaron, nos destensaron y nos mantuvieron en forma como Eva Nasarre hacía con las jubiladas. Y solo por eso, a Sam y a Sabrina deberían condecorarlas.

Ya de mayor conocí en Cambados a Samantha Fox, a la verdadera. Escribir Cambados y Samantha Fox en la misma frase parece descabellado, pero hay situaciones que no por inverosímiles dejan de ser ciertas. El caso es que la versión humana de mi póster me dejó indiferente. Ella, a quien tanta gimnasia brindé. Ni frío ni calor. Una mujer transparente.

Con Patsy Kensit, mi relación fue diferente. A ella la quería para hacer el Cristo en los aros de sus orejas y llenar el planeta de niños con su sonrisa y mi apellido. Inducido por Patsy, me enamoré de verdad de una chica del instituto que le clavaba el estilo. Pero jamás fui correspondido y tuve que consolarme brindando en soledad, como un perro abandonado, a la salud de mis madonas hinchables, que siempre me aceptaban como animal de compañía. Por esa época leí a Xavier Alcalá, que mal sabe -dígocho agora, Xavier- que me ayudó a librarme del complejo de culpa que me invadía con frecuencia al tocar como solista en mi propio auditorio. Y gracias a la lectura en clase de A nosa cinza, los colegas del Meixoeiro acabamos dándonos cuenta, aliviados, de que ninguno estaba solo y de que, de habernos reunido todos los virtuosos que entonces éramos, habríamos fundado una fabulosa orquesta de zambombas. Todos menos Elías que nos juraba, por sus muertos, que jamás se había puesto la mano encima.

Yo soy producto de aquella adolescencia. Y de la pasión desatada por Patsy, mi musa ochentera que marcó una línea a la que he permanecido fiel. Vaya mi recuerdo para ella y para los hijos que no tuvimos. Sobre Andie McDowell y Demi Moore, si eso, ya les hablo otro día y les cuento, de paso, cómo la plantilla completa de Durán-Durán me firmó sus autógrafos vestido de gaiteiro.

Un post del pasado: Revolviendo Roma y Santiago

«Papa Francisco, te quiere todo cristo», proponía el otro día en Twitter como lema Julián Hernández ante una posible visita del nuevo papa. Los excesos informativos pontificios de estos días no dejan de traerme a la memoria la visita de Benedicto «equis, uve, palito» que yo cubrí, tanto en Santiago como en Barcelona. Recupero una anotación de aquellos días, que decía así.

Santiago, 2 de noviembre de 2010.

Faltan cuatro días y la ciudad rezuma olor a santidad. Vivo en San Lázaro, en Santiago de Compostela, el barrio dedicado al único santo resucitado del que se tiene conocimiento. Siempre me he preguntado si San Lázaro, el que se levantó “y andó” -no me corrijan, que me matan la rima- volvió a morirse y, si fue así, de qué la espichó. Menudo relato forense. ¿Y si resulta que Lázaro no remurió? A veces, camino de casa, fantaseo con que Lázaro adoptó, por ejemplo, la identidad de Gerardo Fernández Albor y sigue entre nosotros, haciéndose el jubilado; o me imagino que, durante 2.000 años, mi santo se ha ido reencarnando en personajes diferentes, como hacían Cristopher Lambert y Sean Connery en aquella película de espadachines inmortales. Vivo en San Lázaro, decía, y trabajo para el periódico más importante de Galicia, lo que me permite implicarme doblemente en una visita igual de esperada por algunos que despreciada por otros. A mí me tocará poner por escrito mis sensaciones, sin entrar a valorar. Acudo a esta llamada sin prejuicios, desde el respeto. Y el respeto no debe estar reñido con el sentido del humor. Creo, no obstante, que no podré objetivar tanto como sería deseable. Porque soy vecino de una calle que, a cuatro días vista, concentra tanta policía y tan poca diversión que mucho tiene que cambiar el asunto para que, de aquí al sábado, el dispositivo deje de parecerme un exceso. Los preparativos me inquietan y por eso tengo que echar para afuera, tienen que perdonar.

Hoy, sin ir más lejos, vi con estos ojos cómo un funcionario del Ayuntamiento arrancaba con una espátula los anuncios pegados sobre una farola, como si desde el Papa Movil fuese a fijarse Benedicto en el teléfono de una licenciada que da clases particulares. Yo no sé si este trabajo me servirá algún día para presentar como eximente en el juicio final. O si, por el contrario, pesará en la lista de agravantes del fiscal celestial especializado en fulanos irreverentes. A ojos de la Iglesia, tengo un amplio catálogo de pecados pendientes de reparación y, a diferencia de otros que también son conscientes de sus máculas y hacen por corregirse, no tengo en mis planes inmediatos acometer el desagravio, ni en el servicio oficial ni tan siquiera en un taller autorizado. Quién sabe, igual después del sábado y el domingo recapacito y encuentro el camino. De momento, para qué vamos a engañarnos, soy capaz de cargar todavía con mi mochila de pecador; es un modelo reforzado que venden en Decathlon, especial para pecadores de diario que no pesen más de cien kilos.
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La visita de Benedicto nos afecta, de una u otra manera, a todos los que vivimos en esta ciudad. Incluso los que rechazan al santo padre y a lo que representa tienen que asumir que viven en un sitio que es producto de una experiencia sobrenatural. Fue Paio, el eremita, el que vio sobre una campa unas extrañas luces que, de ninguna manera, podían ser pirotecnia, ni aeronáutica yanqui. Eran, en todo caso, los tiempos de Alfonso II el Casto y las guerras se trabajaban a macheta. Eran aquellas batallas tremendos ejercicios de casquería. No había dios capaz de pacificar a unos humanos que, día sí, día también, se embarcaban en cruzadas cinegéticas en las que el éxito se medía por los metros de entrañas arrancados al enemigo. Por eso, en aquellos tiempos convulsos, hacia el Año del Señor de 813, unas luces sobre el cielo de ninguna parte se convirtieron en una buena excusa para pacificar, para poner orden en la tierra en el nombre de Dios Todopoderoso. Paio el eremita jamás pudo ir a contar su visión a Cuarto Milenio, con las caras que habrían puesto Iker Jiménez, Carmen Porter y Guillermo León, el analista de guardia de fotos de aparecidos. Pero sí que le fue con el asunto a Teodomiro, que era el obispo de Iria Flavia. Y Teodomiro, que tenía una visión más de conjunto de hacia dónde debían progresar aquellas tierras en lo espiritual y en lo material, lo vio claro: “Un día, amigo Paio -exclamó Teodomiro- el AVE llegará a este lugar dejado de la mano de Dios y tendremos progreso, mercado, Catedral, Palacio de Congresos, la taberna O Gato Negro y una ciudad empedrada que será crisol de caminos y de culturas. Tú déjame a mí”. No puedo jurar que fuera exactamente así la frase, fruto de mi imaginación, pero no me cabe la menor duda de que Teodomiro se anticipó mil y pico años al actual ministro de Fomento. Ambos pasarán a la historia por ser unos visionarios. Tanto tiempo después de aquello, nos visita el Papa, que es el obispo de Roma. Acabo de recordar aquella broma infantil. Te ponías en posición de bendecir y bendecías al tiempo que ibas diciendo: “Yo soy el Papa de Roma, para que te acuerdes de mí…. ¡Toma!” y, con la misma, le soltabas un sopapo al incauto que miraba cómo tu mano realizaba la coreografía de la cruz. Los humanos somos tan tontos que, cuando alguien señala, miramos el dedo y no al horizonte.

El caso es que nos visita el Papa, el jefe de un Estado descapotable. Como Redondela, tan pequeño que, si te descuidas, casi no sale en el mapa. Después de Santiago, Ratzinger estará en Barcelona y yo me iré con él como observador. El viajará en el Papa Force One y yo, más modesto, en el Papa Force Two, una aeronave llena de monseñores en la que, mentiría si dijese lo contrario, uno se desplaza con una cierta paz interior. Desde la misión del verano en Marbella, cuando me tocó cubrir la visita da la primera dama de los Estados Unidos, Michelle Obama, no había vuelto a tener un encargo de tal calado. Quedan cuatro jornadas de vísperas. Confío en que no llueva, porque mi plan es utilizar en un día tan concurrido el medio de transporte que mejor puede resolverme la jornada: mi Vespa-pa-móvil. Vale, vale, no haré más chistes fáciles por hoy. Las monjas de Santa Clara llevan toda la semana metiendo huevos en la máquina de fabricar anticiclones y tienen que tener uno listo para el sábado. Ánimo, sores.

Un post del pasado. La trastienda del papa

Qué mejores fechas que estas para recuperar aquella experiencia única que viví cubriendo el viaje de Benedicto XVI a Barcelona. Hasta conocí al padre Apeles. Así lo conté hace más de dos años: Tengo que hacerme mirar esta facilidad pasmosa que tengo para encontrarme frikis por la calle. A ver:¿Cuántas posibilidades puede haber de que te envíen a Barcelona a cubrir una visita del Papa y te des de bruces con el Padre Apeles?. Pues a mi me ha pasado hoy. Y, como hicieron muchos, no pude evitar la tentación de sacarle una foto con el móvil. Si no lo hago -me dije- no me creerán. Apeles vestía sotana hasta el suelo, me dio la impresión de que era un cura en traje de noche y me pareció verme a mí mismo en un capítulo de Amar en tiempos revueltos. Junto al pinturero Apeles, dos idiotas de adolescencia poco trabajada se dejaban la garganta: «¡Viva España, una y Católica!». Miré a mi alrededor, convencido de que, en cualquier momento, saldrían a escena los demás personajes de Martínez el Facha. Entiendo a los católicos y a sus razones, incluso las que no comparto -aún no he apostatado, así que hablo desde dentro-, pero soy incapaz de comprender a los fanáticos. Y lo que es más: soy completamente incapaz de respetarlos. «¡Viva España, una y Católica!», seguía vociferando el idiota mientras yo me abría paso en esta cuadrícula maravillosa que es el Eixample barcelonés, una ciudad de papel milimetrado. Allá lo dejé, desbocado junto a Apeles. Carne de cañón. No voy a entrar en muchos detalles de lo que fue la cobertura papal, o lo visteis en la tele o lo leéis en el periódico de mañana, que es de lo que vivo. Pero sí que puedo desvelar alguna trastienda que ni habéis visto retransmitida ni leeréis en ningún diario. Por ejemplo, no os he contado lo entretenido que fue mi viaje desde Santiago a Barcelona a bordo del Papa Force Two, el avión especialmente fletado por la Conferencia Episcopal Española. Los de Iberia, que se deshacen en atenciones con el clero, incluso le pusieron al los asientos unos reposacabezas conmemorativos de la visita de Su Santidad. Y, así, me encontré con que, durante todo el viaje, Benedicto XVI me palpaba la cabeza. Llegué a temer que hubieran sustituido el chaleco salvavidas por una casulla. ¡Dios, cómo inflo una casulla! ¿Soplando por un tubo? En el avión iban facturados cien obispos y arzobispos y, en las plazas sobrantes, algunos periodistas como yo. Estaba convencido de que rezaríamos en medio de la travesía, como en aquel viaje a Torreciudad con el cura de A Salgueira; empezamos a rezar el rosario en Benavente y acabamos, más o menos, en el desierto de Monegros. Pero no, nada de rezos en el aire. Después caí en la cuenta, claaaro, de que Dios nunca daría de baja en acto de servicio a la Conferencia Episcopal toda junta. Eso obligaría a Nuestro Señor a replantear la empresa y a convocar un concurso de méritos. O, lo que es peor, a un cierre patronal. Viajé, por lo tanto, con una seguridad desconocida, como si el avión lo pilotara directamente la virgen de Loreto. Mientras la aeronave llegaba y no llegaba a buscar tan selecta carga, en Lavacolla departí con monseñor Luis Quinteiro, obispo de Tui-Vigo; y también con Alfonso Carrasco Rouco, obispo de Lugo y sobrino del cardenal Rouco Varela. He entrevistado a ambos, así que ya nos sonábamos. Aunque lleva poco tiempo en Vigo, Quinteiro le tiene perfectamente tomada la medida a sus parroquianos, a la esencia de cómo somos en esa ciudad donde, detrás de cada farola, sale en su defensa una asociación de vecinos; nos tiene calados. Rouco me sorprendió cuando, del bolsillo de su chaqueta de obispo, sacó un flamante iPhone negro. «Caramba, monseñor -le dije- está usted a la última». Carrasco sonrió -todos los del iPhone ponemos risa tonta cuando nos adulan- y nos pusimos a hablar de nuestros teléfonos móviles como solo sabemos hacer los devotos de San Steve Jobs. Tengo que desmentir a mi compañera Tamara, que está convencida de que todos los curas hablan «en cura» -así le llama a esa manera de expresarse canturreada y aguda que se enseña en la escuela oficial de idiomas del seminario-. Fuera de servicio, algunos obispos son magníficos conversadores. Con Quinteiro hablé de la sociedad civil y para nada intentó plantar olivos ni recoger espigas por el camino. Y con Rouco, del último IOS del iPhone. «Yo espero a que salga el 5 ¿Para qué quiero el 4?», me dijo vacilón. La de puntos Movistar que debe de tener la Conferencia Episcopal Española. A pesar de las tres horas que duró la ceremonia de hoy -alguien debería convencer a la Iglesia de que, a veces, menos es más- vengo razonablemente satisfecho, sobre todo en la parte musical. He descubierto que, bien cantadas, las letanías no tienen por que tener la monotonía insoportable del sorteo de Navidad. Es más, el recitado de santos se mi hizo corto, arropado por ochocientas gargantas del Orfeó Català, el coro Sant Jordi y la Escolanía de Montserrat, entre otros. Qué delicia. Tal como ordenaba el protocolo, he ido de traje. Reconozco que el traje me queda bien, pero yo no me veo. Para diario soy más de Decathlon. «Neno, qué bien te queda el traje», me dice mi madre, que siempre que me quiere halagar empieza las frases por «neno». El caso es que, al ser gris oscuro e ir combinado con una camisa negra sin corbata, me dio la impresión de que mi presencia, más que seductora, era pastoral. Igual es una impresión mía. Solo así se puede explicar la sonrisa piadosa que me dedicó una voluntaria del Arzobispado de Barcelona que, por cierto, tenía un interesantísimo piercing en la nariz. Yo creo que, nada más verme, sintió ganas de confesarse. Pero.. estoy pensando, ¿y si la mirada no era piadosa? No, seguro que sí que lo era… ¿y si no era?. Vengo de Barcelona ungido de santidad, no cabe duda. Tres horas y pico de misa hoy, más todas las visperas de Santiago… ¿No podría convalidar todos estos créditos por una docena de mis peores pecados? Como nos colocaron en una tribuna en el segundo nivel de la Sagrada Familia, el humo del incienso que quemó el Papa para inciensar la basílica menor subió sobre su cabeza y acabó incrustado en mi traje de legionario de Cristo del servicio secreto. He estado todo el día oliendo a tiraboleiro y me acabo de dar cuenta ahora, al llegar al hotel y quitarme la ropa. Si me pilla Armando, el tiraboleiro mayor, me para girando y acabamos fundidos en un tango. Va a ser por el olor y por la camisa negra por lo que me hacía ojitos la del piercing. Y es que uno ya tiene una edad y con las canas supongo que infunde una mezcla de ternura, seguridad y absolución latente. Aunque… ¿y si no era eso? Vade retro, Satanás. Me ha pasado una cosa muy curiosa en la tribuna de prensa. Me explico, primero, para los que no saben cómo va esto del periodismo. Normalmente, cuando nos envían a cubrir un acto -el verbo suena fuerte, pero no es algo en absoluto carnal- los periodistas no tomamos parte. Es decir, si nos ponen delante a un político soltando una sarta de estupideces, como acostumbran, tomamos nota, si acaso preguntamos -cada vez preguntamos menos- y ya está. Nunca jamás aplaudimos ni nos levantamos por respeto, así se esté firmando la paz en Oriente Medio. Estamos trabajando, como ellos, y así lo hacemos ver, yendo a lo nuestro Sin embargo, en la tribuna que me tocó hoy todo fue diferente. No reparé en que, conmigo, la mayor parte de los compañeros acreditados eran redactores de publicaciones católicas, desde Radio Vaticana hasta L’Observatore Romano. Había muchos, como veinte. Me di cuenta cuando una de las voluntarias se nos acercó y pidió que levantasen la mano todos los que querían comulgar durante la macromisa, que ella se encargaría de que subiera un cura para dispensar el sacramento. Fue muy violento cuando, menos la mía y otras dos, se levantaron todas las manos. Tan violento me resultó que me puse a recitar mentalmente los santos de las letanías: San Pedro y San Pablo, San Andrés, Santiago, San Juan, Santa María Magdalena… Se me pasó un poco el agobio cuando comprobé que don Juan Carlos de Borbón también ayunó el cuerpo de Cristo, mientras su mujer sí que participaba en la cena del Señor. Pero eso no fue lo peor del trabajo en la tribuna. Hace un momento os conté que los periodistas jamás nos levantamos ante el que nos convoca -siempre hay alguna palanganera excepción, por supuesto-. Pero es que aquí el que convocaba era el Papa y los que cubrían a mi lado la ceremonia estaban a la vez en misa y tocando la campana, esto es, trabajando y participando de la eucaristía. Y eso provocaba un continuo levantarse y sentarse de compañeros que hacía realmente difícil mantener la atención. Tanto viento generaban que casi me vuela un discurso embargado de Benedicto XVI. Y claro, si el de delante te tapa la pantalla gigante porque viene la consagración, te da reparo mandarle que se siente, que no ves. Fue una cobertura nada fácil, desde luego. No faltará quien me tache de irreverente por contar las cosas como las cuento. Pero diré en mi descargo que, para ser irreverente, hay que serlo en el momento en el que uno debería tener un respeto, y yo en eso soy muy escrupuloso. Quitando que no comulgué -estoy plenamente convencido de que algunos de mis compañeros estaban, por lo menos, empatados conmigo en el gol average pecador- soy un maestro en el arte del respeto in situ. Sin embargo, lo que sí me parece irreverente es un acólito del Padre Apeles salivando en medio de Barcelona: «¡Viva España, una y Católica!», eso sí que me parece irreverente. Me pasó lo mismo cuando, el día de la Guardia Civil, un chaval de doce o trece años se puso a vociferar como un animal, sin venir a cuento: «¡Viva España, viva el Rey, viva le orden y la Ley!». Soy alérgico a tales declaraciones de principios. Lo que yo cuento, guste más o menos, no deja de ser un retrato fiel de la realidad, adobado si acaso, pero retrato. Creo -y ahora opino- que la Iglesia ganaría purgándose de fanáticos y de parafernalia y que, en general, el mundo espiritual está falto de sentido del humor. El padre Isorna, un franciscano al que le tengo fe, me decía el otro día que no soporta a los fanáticos de ninguna religión. Y en eso estamos de acuerdo: ni a los de la religión, ni a los del fútbol, ni a los de la política. Ha sido un fin de semana intenso, pero ahora me voy a la cama sin cargos de conciencia.

Laika

(Esta se la dedico a mi prima Celia, que es mi hermana mayor).

Hoy hasta los gallegos mandamos al espacio satélites fabricados con nuestra propia tecnología. Nosotros, que patentamos la rueda de afilar. Pero, sin duda, la primera consecuencia de la carrera espacial en Galicia nada tuvo que ver con la investigación, ni con las telecomunicaciones o las microondas, nada de eso. Lo primero que nos cambió el duelo en el que se enzarzaron americanos y rusos para ver quién la tenía más cósmica fue la manera de llamar a nuestros perros. De 1957 en adelante, las casas gallegas se llenaron de Laikas, lo que contribuyó a ampliar considerablemente un catálogo de Lúas que empezaba a ser insoportable. ¿Quién no le ha hecho monerías a alguna Lúa? Pero una vez que los rusos embarcaron a su primer astrocán en un supositorio, aquí abajo, en la Tierra, nos crecimos y empezamos a sembrar Galicia de Laikas de palleiro a las que solo les faltaba hablar.

La primera Laika que yo conocí era la perra de unos taberneros de Lugo, Sara y Ramiro, que tenían el negocio en Vigo, muy cerca de mi casa. Sara mimaba a aquel animal yo creo que hasta la obsesión. Lo alimentaba exclusivamente con merluza fresca que compraba a propósito en la pescadería de Roberto. Y en aquella época, en los ochenta, la merluza no era un pescado para todos los días, ni siquiera para todas las personas. Para que no pasase frío, Sara acostaba a Laika sobre una manta de calceta frente a una estufa de butano que se parecía a R2-D2 y la perra envejecía y engordaba mirando desde su trono cómo Ramiro despachaba vino. En sus últimos años apenas podía caminar. Su dueña la tentaba para que saliese a pasear, como si creyese que una carrerita desentumecería a un animal que, más que morir, se gastó: «¡Laika, a Sara vaise!», le decía la tabernera intentando que la siguiera. Y la perra cabeceaba a un lado, a otro, avanzaba medio metro escaso rozando con la barriga en el suelo y desfallecía sobre su propio fuselaje como un Antonov sin tren de aterrizaje. «No sé quién pasea a quién», decía mi padre. Sara le daba la merluza desmenuzada a la perra con un tenedor. Y a mí me gustaba imaginarme que aquella cadela de taberna, fondona y lenta era, en realidad, la perra astronauta de los rusos, solo que jubilada y vigilada de cerca por una agente de Moscú.»Laika, пожалуйста, a Sara Vaise!».
Creo que mi segundo contacto supraestratosférico fue en el cine Ronsel, viendo ET. Tenía once años y me metí de lleno en el papel de Elliott, aunque sin la orejas parabólicas de Henry Thomas, que también nació en el 71. Sin embrago, no fue hasta que llegué a la universidad, en el 89, cuando mi profesor de Teorías de la Comunicación en la Universitat Autònoma de Barcelona, Enric Saperas, me reveló que la historia de aquel pequeño marciano que se parecía a una profesora de gallego estaba basada en los Evangelios, desde la llegada ultraterrenal a la persecución, el martirio, la resurrección y el ascenso al infinito. Un pequeño Jesucristo cabezón que tenía un dedo inflamable.
Mi propia carrera espacial, no obstante, no pasó de un par de proyectos pirotécnicos temerarios que tuvieron como base de lanzamiento el campo del Carballeira, abuelo de mi amigo Xosé Enrique Costas, hoy vicerrector de la Universidade de Vigo. El ingeniero jefe de aquellas misiones aeroespaciales era Jandri, un primo de mis primas mayor que yo, que era como un primo más y que tenía, además, los huevos que me faltaban a mí para algunas aventuras. Con una lata de calzoncillos Abanderado y la pólvora comprimida de varios petardos de cola de ratón de la pepelería Porras, éramos capaces de lanzar un artefacto a alturas nada desdeñables. Hacíamos la cuenta regresiva parapetados en el fondo de un terraplén. La explosión atronaba el grupo sindical completo. A veces metíamos dentro de la cápsula pequeños paracaidistas de plástico que comprábamos en el quiosco de la Amancia. Aquellos militares de molde acababan siempre colgados de los cables de la luz y jamás regresaban a la base; morían en acto de servicio. Y entonces había que llamar al presidente.  El lanzamiento se sucedía de la bronca de mi tío, O Perucho, que estaba convencido de que, cualquier día, la carrera espacial nos costaría una mano y unas hostias.

No muy lejos de mi casa, mi curiosidad por el universo la alimentaba un amigo de mi padre, un obrero de Barreras que cultivaba inquietudes galácticas nada frecuentes en mi barrio y que, de vez en cuando, nos invitaba a su casa para viajar al infinito a través de las lentes de su telescopio. Recuerdo perfectamente su tarjeta de visita: «Antonio Fernández Pombar, observatorio astronómico amateur». Era lo más parecido a un científico que teníamos entonces en Campelos, que es el lugar donde se solapan Sárdoma y A Salgueira. Antonio Balón, que era un hombre menudito con gafas, tenía instalado el observatorio en el piso de arriba. Y, además de una completa biblioteca sideral y un telescopio fabuloso, entre otros tesoros guardaba el sidecar de una Vespa lleno de plantas. Era un lugar formidable. Me pasé horas allí, con mis hermanos y mi prima Celia, mirando por un ojo los misterios que cuelgan, suspendidos, sobre nuestras cabezas. Protegido por las pantallas de soldadura de mi padre, llegué incluso a disfrutar de eclipses espectaculares mientras los otros niños tenían que apañárselas ahumando cristales con una miserable vela.

No hace mucho tiempo, revolviendo en casa encontré un pequeño tesoro: un sobre en el que mi hermano recopiló un completo dossier cuando la NASA presentó su primer transbordador espacial, en 1981. Escrito con una regla de rotular dice: «Proyecto espacial Columbia». Allí dentro hay recortes de prensa, de revistas, dibujos, croquis… todo lo que un chaval de trece años consiguió reunir sobre aquel salto de gigante de los americanos en su obsesión por expandirse y fundar. En el sobre hay todo eso y una parte de mi infancia espacial. De haberle gustado un poco más las matemáticas, mi hermano habría dado un gran ingeniero aeronáutico.

La Laika de Sara se murió de vieja, rellena de merluza, en su cosmódromo vigués; Antonio Balón partió un día hacia aquella inmensidad que tanto le gustaba enseñarnos a nosotros y a sus hijos, Toñi y Ana, y se dejó en casa aquel sidecar con forma de satélite soviético, con el gran servicio que le habría hecho aquella nave en el espacio. Yo los recuerdo a ambos cada vez que monto mi telescopio de Lidl para viajar un poco a las estrellas. ¡Ojo, que ahí están, junto a Saturno! ¡Laika, Laika, espabila, que a Sara vaise!

El señor Comesaña. In memoriam

Me da que hoy me va a salir una historia larga y un poco interior. Porque una cosa es opinar de ministros homófobos que se baban en el nombre de Jesucristo y otra diferente que la realidad más cercana, la tuya, chasquee los dedos y encienda la luz en pasillos tan remotos de tu memoria que ni sabías que conservabas. Eso me pasó hoy, a primera hora de la mañana, cuando leí en Twitter que se había muerto Manuel Comesaña Sieiro, el «señor Comesaña».

En los recuerdos de mi padre, que tiene una mente privilegiada para el rebobinado, hay muchas maneras de referirse a la gente con la que, en algún momento, se ha ido cruzando en la vida. Si apostilla que alguien era un hijo de puta es que, sin duda, y de manera objetiva, lo era. Pero si delante del apellido utiliza el «señor», entonces podemos estar seguros de que esa persona merecía semejante trato; de que era una buena persona. En mi recuerdo infantil que hoy resucitó Twitter no existe Manuel Comesaña, sino el «señor Comesaña», un buen hombre. ¿Y en qué momento me crucé yo, redactor de La Voz de Galicia e hijo de un obrero de Lavadores, con el consejero delegado de Faro de Vigo? Pues os lo contaré en este ejercicio de divagación de un miércoles por la noche, en plena convalecencia de una operación de fondos. Me podría inventar una historia con toques intelectuales, pero no sería cierta. Prefiero la simpleza de la verdad.

Hace muchos años, cuando yo era un niño sin firma que quería ser carpintero o veterinario -influenciado por mi tío Antonio en la primera opción y por Félix Rodríguez de la Fuente en la segunda-, me presentaba como el segundo hijo de Mirás, el de aluminio. No era poco, pero tampoco era más. Mi padre, herrero y cerrajero de profesión, se embarcó a finales de los años setenta en la aventura de cerrar Galicia con aluminio, justo en el momento en el que ese material liviano y resistente empezó a sustituir a la madera y al hierro en ventanas, galerías, puertas de entrada, mamparas de baño y muros cortina. Hasta los nichos se cerraban con aluminio. Con esfuerzo y tesón, mi padre se hizo un nombre en el mundo del anodizado.

Mirás milimetraba la realidad que su competencia, a menudo chapuceros pluriempleados de Citroën, resolvía en centímetros. Respetaba escrupulosamente los noventa grados del ángulo recto. Y predicaba que la herramienta es la mitad del obrero; que el pie de rey es más importante que el propio rey; y que hay un sitio para cada cosa y que cada cosa va en su sitio. Y, al terminar, dejaba las casas más limpias de lo que se las había encontrado. Sus clientes le agradecían de corazón el trabajo riguroso y solvente no ya pagando religiosamente la factura, que también, sino recomendando a otros los servicios de una carpintería que estaba en la vanguardia del anodizado en Vigo y su área de influencia. Con los años, la cartera de pedidos de mi padre se llenó de nombres importantes de la ciudad en los años ochenta. Apellidos como Sirvent, Valcarcel, Sensat, los orfebres Hernández, el propio Comesaña y tantos otros reclamaban con frecuencia los servicios de Mirás para que aluminizase sus vidas o las de sus amigos. Yo lo vivía en primera persona porque, como hijo de obrero, acompañaba a mi padre en las distintas fases de su trabajo, sobre todo en las larguísimas vacaciones de verano. De esta manera, con el salvoconducto de talleres Miral -sesudo acrónimo de Mirás-Aluminio- accedía en calidad de becario del tornillo de rosca chapa a las vidas íntimas de otros, a menudo, importantes, ricos y, en ocasiones, incluso famosos. Y presenciaba, sin intervenir, interesantísimas conversaciones entre los clientes adinerados y Mirás «el del aluminio» que, aunque se sacó el graduado escolar cuando hizo la mili en Santiago, era capaz de hablar con tanta soltura de los temas más variados que no era raro que le preguntasen: «Y usted, ¿en qué universidad estudió? «En la del Pisiñas*», respondía, por lo bajo, cuando el cliente ya no estaba delante. A mí se me hinchaba el pecho, claro.

La familia Comesaña vivía en la calle García Barbón. Su pedido llegó a mi padre por mediación de Martín, un carpintero amigo. «Mirás -dijo- hay que colocar mamparas de baño en casa del señor Comesaña. Tiene que ser un trabajo impecable, ya sabes lo importante que es esta gente». Aunque mi padre, hoolligan de La Voz de Galicia, solo leía el Faro de Vigo para contrastar las esquelas, respetaba la posición de su consejero delegado y sabía perfectamente el terreno que pisaba. La sorpresa de aquel encargo vino cuando el carpintero explicó que no eran uno ni dos, sino cuatro los cuartos de baño en los que había que intervenir. Y todos en la misma vivienda. Fue la primera vez en mi vida que vi un piso con semejante despliegue sanitario; aquello era hacer caca en otra división.

El caso es que mi padre y su equipo instalaron las cuatro mamparas, las acristalaron y las sellaron con su silicona aprovechando una ausencia de la mujer del señor Comesaña. Acabaron en tiempo, forma y sin salirse del presupuesto. Lo que nadie se esperaba era la reacción de la señora a su regreso.»¡Quitad eso de mi vista!» «¡Os habéis vuelto todos locos! ¡Fuera eso os digo!» Qué papelón. La dueña de la casa, todo carácter, a punto estuvo de desatornillar ella misma la obra y defenestrarla, lo que seguramente hubiera causado una catástrofe en pleno centro de Vigo, repleto de Vitrasas**. Las mamparas de baño en aluminio eran una novedad a la que había que acostumbrarse; nadie estaba habituado a ducharse dentro de una cabina de teléfonos. Hicieron falta varios días y varias personas para calmarla. «No se preocupe, Mirás, se le pasará», le decía su marido a mi padre tratando de tranquilizarlo. Como al final cobramos y nadie nos volvió a pedir que arrancásemos los cierres, supongo que la familia se adaptó a aquellas polémicas correderas que yo vi instalar en calidad de observador neutral. Nunca hasta hoy le había dicho a mi admirada -y querida- Pilar, con la que me crucé cuando ya era un poco menos el hijo de Mirás el del aluminio y más el Mirás de La Voz, que yo, de niño, hice pis furtivo en alguno de los cuatro cuartos de baño de sus padres. Espero que no me lo tengas en cuenta.

De aquel campamento urbano del aluminio saqué otras experiencias interesantes. Como cuando le fuimos a instalar la doble ventana a los orfebres Hernández en su piso de la Gran Vía y descubrí, hibernando en un sofá, al mismísimo líder de Siniestro Total. «Julián, tienes que levantarte, que vienen estos señores a colocar las ventanas», le decía cariñosa su madre. Siniestro Total estaba por aquellos años en pleno fragor. Las noches acababan de día. Que mi padre tuviese autoridad para levantar a Julián Hernández de su propio sofá me parecía algo prodigioso, fuera del alcance de cualquiera de mis compañeros del Lope de Vega.

Gracias a la moda del aluminio anodizado pude subir también, en varias ocasiones, a lo alto de la torre de la isla de Toralla, un territorio entonces vetado al pueblo llano. Y comprobar que, en efecto, ese adefesio erecto en medio de la ría se mueve con el viento. La furgoneta de Talleres Miral era como una ambulancia de la Cruz Roja, capaz de hacer que se levantase cualquier barrera, ya fuera en los pisos más exclusivos o en los chalés con mejores vistas de la ría. Fueron buenos tiempos hasta que vinieron los malos. Pero esa es otra historia.

Hoy, una nota necrológica -notas tristes, las llamaban antes en la radio- me ha devuelto a mi origen obrero. Y me he puesto nostálgico. Tenéis que perdonar que le dedique este recuerdo íntimo a Manuel Comesaña Sieiro, al que mi padre todavía llama «señor». Y a Pilar, sobre todo a Pilar. Con todo mi cariño.

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*El Pisiñas era el mote de guerra de Manuel Fernández Novoa, maestro de la escuela unitaria a la que asistió mi padre hasta que, a los doce años, tuvo que dejar de estudiar para ponerse a trabajar. Es autor de una recopilación titulada Anaquiños, lecturas gallegas, con la que mi padre aprendió a leer, obra de culto todavía hoy en casa.

**Vitrasa: Acrónimo de Viguesa de Transportes S.A. que, por extensión, da nombre a cualquier autobús urbano en la ciudad de Vigo, como ocurre con las Villavesas de Pamplona.

El ministro y la continuidad de su especie

¡Paren el mundo, que dice el señor ministro que el matrimonio homosexual no garantiza la pervivencia de la especie! Tampoco el celibato del clero garantiza la herencia genética de los hombres y las mujeres de Dios y no por eso se vacían conventos y seminarios; siempre hay sitios donde levantar vocaciones y no faltan lugares a los que ir a buscar herederos. Si algo no escasea en el mundo es la mano de obra. He tratado de encontrar algún documento científico que diga que para que alguien nazca es necesario que dos individuos de distinto género estén casados conforme a una creencia religiosa determinada. Ministro, hombre, lo único que hace falta -y de momento- para que la especie continúe son espermatozoides y óvulos, creo que lo sabe bien. Fuera de eso, todo lo demás son convenciones y creencias, religión, superstición, llámele X. La monogamia es una convención, como también lo son la poligamia, el celibato, la semana santa, la propiedad privada, la sesión vermú o el pasodoble. ¿No sabe, a estas alturas, que las parejas homosexuales pueden procrear? Que sí que pueden, hombre. No, no se reproducen por esporas. Pero desde el vientre de alquiler a la adopción o el chupinazo, las opciones son amplias. Pero claro, usted sigue viendo con su frente despejada que solo los hijos de un hombre y una mujer -cuya unión haya sido bendecida por el Dios en el que usted cree- son garantía de éxito. Esa es la continuidad de la especie de la que usted habla. Su especie. Supremacía. Ya salió aquello… Si yo le escribo aquí la lista de desgraciados nacidos en el seno de matrimonios convencionales e incluso piadosos, agotaría el blog, puede creerme. La continuidad de la especie, insisto, es una cosa de fecundación, no de género. Demuéstrenme con datos científicos que los hijos de parejas homosexuales van a ser peores personas que los del matrimonio católico y entonces me retiraré con el rabo entre las piernas. Visto desde su óptica, ministro, los que no procrean, ya sea por causa religiosa, por expreso deseo o por la razón que crean conveniente, serían elementos inútiles en la sociedad. ¿No? El papa es un inútil entonces a efectos del mantenimiento del género humano, como lo eran san Josemaría Escrivá, Marilyn Monroe o Santa Teresa de Jesús. Usted, como supernumerario que es, sí que aporta, en la medida que Dios decide, por supuesto, pero aporta. Pero ¿y los numerarios de su obra? ¿Que aportan los numerarios? Trabajo, esfuerzo, oración… sí, lo que quiera, pero no garantizan tampoco la pervivencia de la especie, y eso no parece preocuparle. A mí tampoco, hay gente para hartar. Además, ya que estamos, le diré una cosa: tampoco sé hasta que punto me interesa la continuidad de una especie que no respeta los derechos particulares de sus individuos. Cambie el calendario de siglo, señor. Y deje vivir al prójimo como a usted mismo.