9. Sol del Raval. Huyendo por Barcelona

por Nacho Mirás Fole

Cada uno huye de sus demonios como le parece y yo, el valiente acojonado, el tipo al que ya no conocéis tanto por el lunar en la cara como por el tumor en el cerebro, he dejado unos días Galicia a la caza de la luz mediterránea que me barnizó en los años de universidad. Lo de «al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver» que dice la canción ignoradlo, por favor. ¡Hacedme caso, hostias, que estoy enfermo y sé de lo que hablo! Entre 1989 y 1994, Catalunya me dio una carrera, un idioma que hablo con soltura, el carné de conducir, un montón de amigos que mantengo y una historia de amor internacional que arrancó con fluidos y lucería de cintura para abajo y derivó en una apoteosis final -y catastrófica- de lágrimas y mocos de cintura para arriba. Míos, claro. Ya os contaré otro día con detalle la introducción, el nudo y el desenlace, que ahora estoy a otra cosa.

La carrera universitaria y el carné los pagamos entre el esfuerzo sobrenatural de una familia obrera, las becas del Estado avaladas por mis notas, los ahorros de mi madrina y mis clases de gaita. Batí el récord de la autoescuela Bonasort de Cerdanyola matriculándome el lunes y sacando la teórica el viernes de la misma semana. Lo hice para ahorrar. En un centro con semejante nombre, claro, la suerte estaba de mi parte. El dueño, Genaro González, se quedó tan impresionado con la hazaña que me enseñaba en la puerta como reclamo: «Es este, el gallego». Dejó de hacerlo cuando tuve que resolver 31 prácticas antes de jugármela con un Ford Escort rojo en las calles de Sabadell. También aprobé a la primera, pero por desgaste. Y eso ya no vendía nada.

La formación no reglada no la busqué ni la pagué, que vino sola: fue la que me torneó como persona, la de los amigos y, también, la de aquella mujer alta y teutona que me vació los bajos y que me juró en alemán -mientras me llamaba schatzie- un amor eterno que resultó ser de la traída, sin consistencia y lleno de cal. Fueron esos capítulos de la vida ordinaria los que convirtieron mis estudios de periodismo en Catalunya en cinco años inolvidables, en la esencia de lo que vino después y de lo que soy hoy.

He vuelto a Barcelona porque quería pensar en otro decorado. Y porque allí fui muy feliz. He calculado grosso modo y, en estos cuadro días, y siempre con el permiso escrito de mi médico, habré caminado unos cuarenta kilómetros por toda la ciudad, sobre todo por el Eixample que cuadriculó Ildefonso Cerdà en papel milimetrado. Prácticamente, no he hecho otra cosa que andar con el hombre que siempre va conmigo. En ningún momento me he sentido perdido en la ciudad de la que me sacaron a la fuerza en 1994, sobornándome con un contrato fijo. Sí, la dejé por dinero y nunca estaré lo bastante arrepentido. Pero Barcelona no me guarda rencor y, cada vez que vuelvo, me presta una cama en la que levantarme, aunque me quite a cambio una hora de luz. Como banda sonora me ha acompañado a diario lo último de Kepa Junkera, Galiza, que es tan bueno y tiene tanto sentimiento que lo felicité por Whatsapp una mañana subiendo por el Paseo de Gracia: «Con la txalaparta en la Jota da Guía has conseguido, Kepa -le escribí- que se me ericen los pelos de las piernas». Nos emocionamos los dos por Whatsapp, que es una manera tan profunda de emocionarse como otra cualquiera. Es enorme, este mecanógrafo del acordeón diatónico.

He viajado en ese Castromil del aire que es Ryanair, una línea aérea que un día de estos acabará llevando aviones con remolque. En el vuelo de regreso me tocó la tripulación cachonda: «Ahora, cumpliendo la normativa de Aviación Civil, -dijo el sobrecargo-apagaremos las luces de la cabina durante la maniobra de despegue, lo que le confiere también a la escena un toque romántico. Pero tienen luces individuales sobre sus cabezas si quieren seguir leyendo, si les asusta la oscuridad o si le tienen miedo al pasajero que va a su lado». El que iba a mi lado y yo nos miramos, nos descojonamos bajito por el discurso y, con las miradas, prometimos respetarnos. A pesar de que con Ryanair todo es rocambolesco, desde sus boletos de lotería a la corneta que hacen sonar cuando llegan a destino antes de tiempo -ocurrió a la ida y a la vuelta-, vivimos para contarlo. Y si buscas los billetes con tiempo, es barato. Cuando volar a Barcelona y volver te sale, más o menos, por el doble de lo que cuesta ir a Ourense, no sé vosotros, pero yo prefiero Gaudí a las Burgas, con el debido respeto. Evidentemente, por esa pasta no pidáis que la tripulación os dé masajes. Hacen chistes sobre las luces, que ya es bastante.

En Catalunya, como en Galicia, también he llorado. Casiano, el inquilino instalado en mi cerebro, es un polizón que se empeña, el muy cabrón, en manifestarse. Pero también he reído y he abrazado estos días a personas realmente abrazables. Y esas medicinas me han hecho mucho bien. Vuelvo contento, en definitiva, porque buscaba únicamente un lugar para desconectar y acabé encontrando el sol en la Rambla del Raval, junto al rabo del gato gordo de Botero, un domingo a las dos de la tarde.

No quiero despedirme sin aclarar algo, que me llegan ecos que no se corresponden con las voces. Y conviene separar, como decía Machado, las voces de los ecos, que si no todo es ruido. Yo tengo un tumor en el cerebro, eso es un hecho. Lo he contado con detalle. También he explicado que, en principio -insisto en lo de «en principio»- no parece que el tumor sea la avanzadilla de algo peor. Pero para estar seguros al cien por cien, el próximo día 12 del 12 del 13, de aquí a una semana, habrá que desalojarlo por la fuerza de las armas. Por eso yo lo he bautizado como Casiano -que fue un inquilino de renta antigua muy hijo de puta que le amargó la vida a mi familia- y no como Benigno, que es como realmente me gustaría llamarlo. Hasta nueva orden, el único cáncer que tiene que ver conmigo, y ojalá siga siendo así, es el que me acompaña en el horóscopo por haber nacido el 4 de julio. Así que dejad el carro como está, detrás de los bueyes. Lo que de verdad me asusta ahora es que, en siete días, unos señores me van a abrir la cabeza y se me van a meter dentro. Eso es lo que me da miedo y no las posibilidades. Pero ya sabéis: el miedo es libre.

Gracias por cuatro días maravillosos; gracias, sol del Raval.