146. ¡No apaguen la luz del túnel! Malísimo

por Nacho Mirás Fole

Se me queda escaso, señores de la Real Academia de la Lengua, querido Darío Villanueva, el superlativo «ísimo» para poner en palabras lo malísimo que he estado en estos últimos días de convalecencia que separan la Nochebuena de la Nochevieja. ¿Me cuela «malérrimo», aunque solo sea por esta vez? Hoy son mis tristes tripas las que, en horario de madrugada, me mantienen lejos de la cama, tragándome una película en alta definición sobre anacondas, infestada por igual de reptiles que de machitos inflamados de testosterona y rubias gritonas -para que digan del sexismo en el cine- mientras, en modo multipantalla, vomito pensamientos improvisados, que siempre es mejor que hacer de tripas un montón, como realmente me pide el cuerpo.

Hoy son los entresijos; ayer eran las cicatrices del cráneo las que le ladraban a la humedad; la contractura que me nace detrás de una oreja y muere bajo el omoplato derecho; y cada día, a cada hora, mi tren de aterrizaje, con el que repto cual culebra coja por las piedras de Santiago. Todos estos efectos especiales me recuerdan que llevo mucho encima, pero que me queda todavía tanto… A estas alturas de la contienda ya he experimentado semejante cantidad de efectos secundarios -vengo, no lo olvidemos, de otro año de guerra química y física acumulados, dos craneotomías y de la instalación de un reservorio- que lo único que me sorprendería es que me salgan alas. El estómago celebra además por su cuenta un festival antibiótico en el que participan otros medicamentos que se van contrarrestando e interactuando entre sí hasta la explosión. Y los restos que permanecen de la bronquitis mantienen viva la sensación de que respiro por la garganta trasplantada de un despojo que estaba pasado de fecha. Ya sabía que esto no iba a ser un paseo, pero ver venir lo que te viene encima no minimiza el impacto.

Ya se ha acabado la película de anacondas en la 1, con triunfo de los machitos sobre los reptiles, y yo sigo sin conseguir que mi estómago me conceda la paz que necesito para dormir. La noche es lo peor para el convaleciente, no hay nada peor ni más largo. No es cierto que los gatos se vuelvan pardos: son panteras y atacan. He llegado a pensar que tocaba fondo, que Fenosa había apagado la luz al fondo del túnel; que no salía de esta. Y no es una manera de hablar. Como a Dinio, la noche me confunde. Espero que así sea.

No busco con este mensaje contramedidas de ánimo y paciencia en forma de mensajes, de verdad, que tampoco me sobra el tiempo como para gastarlo en hacer de moderador. Solo trato de entretenerme y de mantenerme ocupado escribiendo a la vez que comparto y me libero, como he venido haciendo siempre desde que arrancó esta emergencia sanitaria en la que vivo instalado ya hace más de un año. La buena voluntad se presupone, así que no os preocupéis por intentar suavizar con palabras lo que no se puede. Sé que estáis ahí.

Sigo animado, otra cosa es que el cuerpo esté agotado. Estoy agotado de estar enfermo; estoy agotado de efectos secundarios; estoy agotado de estar agotado; esto no es una cuestión de actitud y voluntad. Si lo fuera, me habría tocado ya más veces la lotería que a Carlos Fabra, pero sigo sin un duro.

Si la anaconda que se ha escapado de la película y se me ha metido en el intestino no me deja de una vez en paz, estoy viendo que acabaré la noche con la cabeza apoyada en la butaca orejera viendo el episodio 18 de «Vender para comprar» en Canal de Casa. Es lo que tiene la fibra óptica: que lo mismo te entretiene con culebras gigantes que te mete en vena un ciclo formativo completo de Bricomanía mientras la vida se empeña en dejarte en fuera de juego. Pero el saber no ocupa lugar.

Agradezco las invitaciones y propuestas de todo tipo que me llegan por vías diversas pero, como Nicholas Cage en Leaving Las Vegas, no tengo planes más allá de esta cena… Lo de la cena es un decir, no quiero ni oír hablar de comida. Mi horizonte de actividades es como mucho a horas vista, hasta tal punto que hoy he dejado de ver a personas realmente importantes -a las que me hubiera gustado abrazar hasta la asfixia- por incapacidad física. Bien que lo siento.

No me voy a complicar con la banda sonora. Sabéis, chicas, en cualquier caso, que moriría por vós. Aunque también es cierto que, de un tiempo a esta parte, lo de «morir por»  me parece una exageración muy fuera de lugar. ¿Que cómo estoy? Pues ya veis. Toca mal, pero peor les fue a las anacondas de la película, que acabaron en una tienda de marroquinería.