180. Movilidad reducida

por Nacho Mirás Fole

He llegado a ese punto de fatiga, a ver si me explico, en el que me resulta más fácil acercar la cabeza a la cuchara que acertar con el cubierto en la boca. «Aprende del niño», me dice mi suegra. Hay que ver la técnica depurada que tiene el enano, es cierto. Tendré que esperar todavía unos días para saber si resulta el rediseño de dosis y fármacos en el caldero del druida neurólogo Prietix. Más nos vale, porque hay momentos en los que ya dudo de si vale la pena el precio físico de la supervivencia. ¡Claro que sí, idiota!, cantaréis a coro. Pero lo que llevo encima y cómo lo llevo, creedme, solo lo entendemos los del gremio.
Por mi cuenta, sin receta, he comprobado otra vez los efectos positivos que tiene tocar una gaita electrónica para recuperar destreza y coordinación en los dedos ¿No me podía desgravar la idea? Es que entre el gasto farmacéutico, la fisio, el material ortopédico y el calzado que me ayude a sostenerme, tengo el culo pelado.Y Hacienda me reclama una pasta «porque el año pasado «tuvo usted cuatro pagadores». Váyanse un poquito a la mierda, oigan, desde el cariño lo digo. Una empresa y una universidad son dos pagadores. Que la legislación me impusiera una mutua y a la Seguridad Social mientras resolvieron mi situación es culpa suya, pero ahora lo pago yo.
En unos días me volveré a pelear con el sistema par pedir la tarjeta que me permita aparcar en zonas reservadas a personas con problemas de movilidad, que es lo que soy yo ahora mismo, pero tengo que volver a demostrarlo. No es ningún privilegio, es una necesidad. Ojalá no me hiciera falta. Me acuerdo de un familiar lejano que se enfrentó hace años con mis padres porque creía que siempre estábamos «disfrutando» del nicho familiar. «¡Pues métete tú dentro, cabrón!», zanjó Mirás. Con lo de las plazas para discapacitados es lo mismo. Me voy a la cama, que no me piden papeles.