130. Agarraos, que tiro de la anilla.

por Nacho Mirás Fole

Llevo toda la vida utilizando las técnicas de supervivencia que me ha ido transmitiendo mi padre para afrontar las situaciones más diversas, las tensiones, las contrariedades, las incertidumbres… Por ejemplo, ante la ansiedad del día de Reyes y el reparto del botín, Mirás nos reunía la noche del cinco de enero a los tres herederos en la salita de estar -nunca fuimos de salón- y así en bata y pantuflas, sentenciaba: «Hoy tenéis que dormir apurados; así, mañana llegará antes». Caíamos hipnotizados y, efectivamente, las horas pasaban más rápidas.
Tanto mis hermanos como yo seguimos utilizando la recomendación, que ya ha pasado a la generación siguiente. En los dos últimos días he tenido que tunear, por causas de fuerza mayor, el consejo paterno para adaptarlo a una situación nada deseable que a estas alturas ya todos conocéis. Por eso hemos llorado en modo intensivo, hemos apurado los mocos y los hemos concentrado para ahogarnos a fondo solo una vez y poder seguir respirando en los días sucesivos con el agua no más arriba de la línea de los hombros.
Hay dos maneras de tomarse putadas como esta recidiva de mi tumor de cerebro: hundirse en la mierda y dejarse engullir por el monstruo que vive en el abismo o seguir nadando. Es evidente por cuál de las dos alternativas he optado, hemos optado. Una vez llorado todo, y sabedores de que habrá momentos de vértigo casi insoportables en este salto, despliego el paracaídas con agujero que identifica en los escaparates mis memorias sanitarias y allá vamos todos juntos, «a la vaiche boa», que decimos en Galicia. No puedo dar garantías de que aterricemos con éxito, pero no hay alternativa. ¡Adelante, gadgetoparachute!
Gracias de corazón a los cientos -acojona, pero son cientos- de mensajes que estamos recibiendo tanto mi familia como yo en esta reedición no deseada de aquellos días tristes de finales del 2013. Hemos puesto tierra por medio y en Pamplona tengo sobre la cabeza un cielo azul y despejado que da gusto, así que ahí os queda Mordor para vosotros solos hasta el lunes.

El Levetiracetam ha eliminado prácticamente todas las sensaciones extrañas que venía sintiendo en los últimos días, esos pánicos, esos vértigos que podían tener una razón más psicológica que física, y ojalá hubiera sido así. Era el heredero de Casiano el que me apretaba los pensamientos, el muy cabrón. Ahora, sitiado y geolocalizado en la cartografía del cerebro, permanece contenido hasta que, en unos días -avisaré oportunamente- sea desalojado de nuevo por la fuerza de las armas.

La vida me obliga a protagonizar la reposición del peor momento de mi existencia, justo un año después del estreno. El mejor peor momento gracias a lo amparado que me siento. No lo comprendo. «Es mejor no hacerse preguntas, porque no hay respuestas», dice mi suegra, que es un compendio de sentido común, bondad y corazón que nació hace mañana unos cuantos años -tampoco tantos- en la Valdorba Navarra. Por eso le quiero dedicar a ella, al señor Mirás y a la señora Fole, a los abuelos de mis hijos, esta nueva excursión a los sótanos de la vida que irrumpe a lo loco en su jubilación de otro modo apacible. Gracias, Inés; gracias Pepe, gracias Toñita. Agarraos fuerte, que tiro de la anilla. Tengo buenas piernas, musculadas durante años en las cuestas de Vigo, para tomar tierra hasta hartarnos y amortiguar el aterrizaje; vamos allá. Y, si acaso, llorad apurado, que me hacéis todos mucha falta en perfecto orden de revista de aquí a las Navidades. Preparados, listos… ¡Banzai!