116. Desde el limbo burrocrático del «alta por agotamiento»

por Nacho Mirás Fole

Sigo instalado en este purgatorio burrocrático que es el estado de «alta por agotamiento». Agotamiento de la baja, no del paciente. No puedo ir todavía a trabajar, pero tampoco estoy de baja hasta que la comisión médica que estudia mi caso dictamine si me prorroga seis meses la parada técnica o resuelve por decreto que ya soy apto para el servicio. De lo que me voy a librar por primera vez en 53 semanas es de ir al ambulatorio a buscar el parte. ¡A ver si en el mostrador me van a echar de menos, se ponen en lo peor y buscan mi esquela en el periódico! Tranquilos, alta por agotamiento.

Para ir abreviando, al tribunal de las blancas togas le propongo que, cuando resuelva, me llame por teléfono así, a lo loco, en confianza. Porque entre que ponen el huevo, cursan la notificación, la envían por correo y la recibo -no suelo estar en casa cuando el cartero aporrea el telefonillo- los plazos se dilatan; ¡A la Administración electrónica solo le falta mandar mensajeros a caballo, carallo!

Sin noticias del hospital. Tengo que completar la prueba aquella que dejé a medias el viernes día 3, cuando la resonancia magnética 3T del Clínico se indigestó de mí, eructó fuerte y tuvieron que vomitarme a mano. No llama nadie. No sé nada. Soy todo oídos. ¿Hay alguien ahí?

Tampoco tengo muy claro cómo es el protocolo de las vacunas. El oncólogo me dijo que me meterán la de la gripe y la del neumococo, pero tampoco sé si me van a convocar por teléfono o a través de un anuncio en el periódico. A veces me siento como una fabada sanitaria a medio cocinar.

Por si queda alguien que no sabe de lo mío, el jueves 16 estaré a partir de las ocho de la tarde en la librería Arenas de A Coruña para presentar El Mejor Peor Momento de mi Vida. Ediciones Paidós-Grupo Planeta ha tenido que arrancar la máquina que fabrica los libros por segunda vez, y digo yo que eso no debe de ser muy malo para el sector. Para el medio ambiente, si acaso. Estoy muy agradecido a todos los que encuentran en mi testimonio oncológico una razón para gastarse dieciséis euros; es una responsabilidad por mi parte cumplir expectativas.

#ElMejorPeorMomentoTour sigue el sábado, 18, en la librería Miranda de Bueu. Y después, el 21, en Nobel de Pontevedra. Ya voy por el segundo cartucho en la pluma de firmar ejemplares que me regaló mi hermano. Es una sensación rara esa de emborronar la página en blanco de un libro que no has comprado tú y que el dueño, encima, te dé las gracias y un achuchón.

La semana que viene cruzo el telón de grelos y «bajo» a Madrid, como dicen los nativos. Me invita la Sociedad Española de Oncología Médica (SEOM) a participar en sus diálogos entre oncólogos, pacientes y periodistas. Así que entre el jueves 23 y el domingo 26 estaré disponible para madrilear y atracar cualquier bar o mueble bar que merezca la pena ser asaltado. Ya estoy ensayando la pronunciación del «ejque» y la bordo.

Despachada la agenda, decir únicamente que no he vuelto a tener más sustos como el del otro día. Alguien me ha comentado que la sensación que me llevó a Urgencias, con sofocos y todo, es similar a la que sienten las mujeres cuando llega la menopausia. ¡Y mira que todavía no estoy en la edad!

A la espera de que nos arrase una ciclogénesis que asoma por el Atlántico, creo que me voy regalar aire libre para el resto de la jornada: bici, moto… el lote completo. Aprovecharé sobre todo la mañana, que después de comer se me siguen acantinflando las piernas para recordarme en qué liga juego.

Gracias a la enfermedad -qué ironía- y a las redes sociales sigo recuperando amigos que he ido salpicando por el mundo a lo largo de estos 43 años de recorrido. El último en aparecerse a través del Facebook ha sido Jonathan Rodríguez, un costarricense con el que compartí piso en Cerdanyola del Vallés en los primeros años de estudiante en la Universitat Autònoma de Barcelona. Después de 23 años sin saber uno del otro, lamento haberle puesto al día a la brava, yo en Santiago y el en San José, pero en casi un cuarto de siglo distanciados entraba dentro de lo posible que la vida te vaya regular, incluso que ni te vaya; benditas redes sociales que me han amortiguado en la caída libre hacia los sótanos de la existencia.

Sigo llevando de pena -asumo la responsabilidad- que se tutele mi autonomía, aunque no haya mala intención y sea desde el cariño. Con cinco especialistas, el médico de familia y el de la Mutua como agentes de la condicional tengo más que suficiente. Hace un año que vivo en libertad vigilada, por eso prefiero que me dejen hacer, pensar, decidir y, si se da el caso, equivocarme; la rima entre aconsejar y controlar es consonante y, además, inflamable.

Lo mejor que se puede hacer con un tipo como yo es dejarme ir. Tengo tocada la susceptibilidad y, aunque juro que hago esfuerzos, puedo saltar como un resorte si se me toca según qué tecla; para evitar accidentes basta con leer las instrucciones de uso. Otros enfermos de larga duración me han trasladado esta sensación de alerta ante las invasiones, que no es más que el producto de tanto tiempo paseando con correa.

Las 11.30 ya: a «apatrullar» Compostela. Como decía Michael Conrad en la comisaría de Hill Street: «¡Tengan cuidado ahí fuera!».