80. Cualquier noche puede salir el sol

por Nacho Mirás Fole

Quién no ha oído hablar del síndrome de Stendhal. Voy a la wikipedia, por si acaso a alguien le pilla con el pie cambiado: «También denominado Síndrome de Florencia o estrés del viajero, es una enfermedad psicosomática que causa un elevado ritmo cardíaco, vértigo, confusión, temblor, palpitaciones, depresiones e incluso alucinaciones cuando el individuo es expuesto a obras de arte, especialmente cuando éstas son particularmente bellas o están expuestas en gran número en un mismo lugar». Pues yo soy uno de esos fulanos capaces de experimentar el síndrome de Stendhal en un bazar chino, sobre todo en la sección de ferretería. Hay que ver cómo se lo curran los chinos. Supongo que en las palpitaciones tiene bastante que ver el hecho de haberme criado entre dos talleres, el de carpintería metálica de mi padre y el de carpintería de madera de mi tío Antonio. Soy, como dice mi amigo Javier Zunzunegui, mi hermano astronauta de Rois, un obrero ilustrado.

El caso es que esta tarde, haciendo inventario visual en mi ferretería asiática de cabecera, fibrilando ante la contemplación del género, me puse a pensar en todo lo que ha dado de sí el día, este 29 de abril que, en un rato, finalizará con la ingesta masiva de Temozolomida: 400 miligramos de citotóxicos para mí solo. Dosis ampliada. Que corra la droga, que paga el Servizo Galego de Saúde. Un día largo; un día completo; otro día Comansi.

Amanecí a las seis de la mañana con el culo de mi hijo sobre la cara. No es contorsionista: el culo era suyo y la cara mía. Me costó convencerlo de que a las seis de la mañana, si acaso, se toman café los panaderos, que ya llevan dos horas con las manos en la masa, pero los periodistas de prensa suelen vegetar, y más si están de baja. Miniyó grita tanto para pedir el desayuno que cualquier día me llamará a la puerta la Guardia Civil con una báscula exigiéndome informes sobre la alimentación de la camada. «Que sí que come, agente, mire qué lorcitas, pero es que se empeña en desayunar a las seis de la mañana, y eso ya lo hará cuando empiece a salir de marcha en el Galicia, en un after… yo qué sé. ¡Pero es que tiene tres años, que lo hace por llamar la atención!». Confío en dar un con un guardia con hijos, con un hijo del Cuerpo que tenga nietos.

A pesar del tratamiento, sigo ocupándome del zampabollos y de su hermana por las mañanas. Los deposito en el colegio, siempre sobre la hora en punto, como quien deja ropa pequeñita en una tintorería sin criterio que entra limpia y sale para lavar. No hay demasiado tiempo para contemplaciones por las mañanas, con esa trenza que reciclar, ese flequillo que cambiar de lado, venga esa leche, que llegamos tarde, que hagas pis de una vez… Es la logística matinal del cole, cuando la diferencia entre llegar o no llegar, entre el «lo hice» y el «Dioooooooos bendito, que nos quitan la tutela!» la marcan pequeñas chorradas como la potencia del microondas o el abastecimiento de Nesquik. ¡La que me montaron el otro día mis hijos cuando se dieron cuenta de que el Nesquik alemán de Lidl no tiene la misma fórmula que el español! Hay que decir que tenían toda la razón. Yo en su lugar también me habría dicho que se lo tomara mi padre.

Depositados los niños y despedida la madre en la puerta de la Cadena Ser -y continuamos con el relato de acontecimientos del martes- puse rumbo al Hospital Clínico para atender a otra convocatoria del míster de la oncología en esta liguilla contra el Casiano Fútbol Club. Me siguen temblando las piernas cuando bajo por la avenida de Barcelona y veo al fondo ese enorme edificio de espejos que refleja los dolores de toda el área sanitaria, esa especie de terminal de aeropuerto por la que llegas al mundo encogido y sales de él cuando se te acaba la ficha con los pies por delante. Hoy tocaba control, como volverá a tocar el 13 de mayo. Me da igual que sea martes y 13,  no soy supersticioso. Como me trae sin cuidado si los niños portugueses Lucía, Francisco y Jacinta vieron bajar de los cielos ese día, pero en 1917, a María Santísima o a ET disfrazado de Rocío Jurado. Allí estaremos.

A ver, que me centro. Cuando ya llevas un tiempo como paciente del servicio de Oncología Médica no puedes evitar hacer inventario de compañeros. No es que los conozcas a todos, pero las caras te van sonando y sueles sospechar cuando no ves a alguno de los habituales, para mal o para bien. Yo vivía hasta hoy muy preocupado con la idea de que, pasando lista, me faltara un día la presencia inmensa de mi maestro y amigo José Luis Alvite, una referencia tan importante que hasta la puta suerte ha querido unirnos en el cáncer. Pero allí estaba él, de cuerpo presente, este martes 29, en estado de revista, renovado.

-«¡Hostia, Alvitiño, si hasta me pareces más alto!

-Eso es que me inyectan aire con un bombín cada vez que entro en las salas de tratamiento.

Que el humor haya vuelto a la boca de Al solo puede ser una buena señal. Hace un mes coincidí en oncología con un tipo que llevaba puesta su cara, pero que no era él. Era un señor con el traje de Alvite. El de esta mañana sí que era el autor de la frase que encabeza mis memorias sanitarias: «El amor es algo muy resistente, se necesitan dos personas para acabar con él». El genio barbudo que parió también esa otra declaración certera que dice que «el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre».

«Si quieren me cambio y así se pueden sentar juntos», nos dijo una mujer que esperaba en el pasillo de Farmacia al vernos tan entusiasmados de habernos encontrado. «No se preocupe, no somos pareja», le dijo Alvite declinando la invitación. Siempre fantaseé con la idea de atracar una farmacia con José Luis para refugiarnos luego en el Savoy, pertrechados detrás de las piernas de Lorraine Webster. Ahora que sé la pasta que cuestan los químicos que nos recetan a los dos, lo de hoy en el pasillo de la farmacia del hospital ha sido lo más cerca que he estado de compartir una recortada con mi maestro y salir a celebrarlo. ¡Ay, Lorraine!, la mujer que una madrugada le dijo a mi amigo: «Raras veces me verás sin un cigarrillo entre los dedos. Supongo que esa es la razón por la que me hago la manicura en el estanco».

Como cada martes que acudo al hospital, tuve que pagar con sangre la atención de un personal sanitario que vale su peso en uranio enriquecido. ¡Ni me los toquen, conselleira! Me pinchó Alba, que es de Rianxo, y me pinchó bien, a chorro. Me sacó la cantidad suficiente para media docena de filloas infantiles. Y después, ya directo a la consulta del oncólogo, que me dio la bendición urbi et orbe con ese apretón de manos que certifica, cuando ocurre, que los análisis han salido bien y que, completada línea, seguimos para bingo.

También me transmitió Súper López la enhorabuena por el triunfo en los premios 20Blogs y abrió mucho los ojos cuando le dije que, a día de ayer, estas memorias sanitarias improvisadas sobre un pronóstico malo llevan un acumulado de 392.000 visitas y 1.563 comentarios. «Desde luego, los residentes las leemos todos», apostilló la doctora que ayer me supervisó los números de la vida. A veces siento una extraña responsabilidad, no tanto por lo que cuento como por tener la culpa de que la gente deje de hacer cosas interesantes para dedicar su valioso tiempo a la lectura de este estriptís oncológico. «Prefiero ponerme en bolas en la plaza del Obradoiro que hacer lo que haces tú en el blog», insiste mi amigo Julio Mosquera, el sobrino de la tía Claudina, que es un lector fiel y lleno de sentido común, pero recatado en las intimidades.

Completé la mañana ampliando la letra B de la agenda con otra de esas personas talismán que este pronóstico malo me va colocando en el camino, como amuletos de un vídeo juego basado en hechos reales que, aunque diseñado para joderte la vida, te salpica apoyos en pantallas escondidas; bolas extra. Encontrarlas es mi responsabilidad. Acabé la sesión matinal comiendo a base de bien en el Domínguez de Sar, donde las manos de Carmen transformaron un pescado de día y unas fabas de Lourenzá en la poción de Astérix, pero en caldeirada. La compañía, magnífica.

Voy con el cubata de Temozolomida y agua del grifo, sin pepino, ni enebro, ni mariconadas. En media hora se me pondrá la voz de Releches en Celda 211 y será el momento de esconderme del mundo debajo del edredón nórdico, que el culo del pequeño inquisidor de los desayunos se me aparecerá de nuevo antes de que el gallo toque diana. Un gran día, sin duda. La música la pone hoy mi amiga Lola Camiña, otra de esas personas con podio en esta carrera frenética contra una muerte prematura. Y se la dedica a mis hijos. Suscribo. Como dice Jaume Sisa, qualsevol nit pot sortir el sol. ¿Será esta noche? Bah, y ya que estoy catalanfófilo como de costumbre, bola extra con Llach. Que tinguem sort.