79. Pensando en los hijos de Tito Vilanova

por Nacho Mirás Fole

Puedo comprender que en el luto de Tito Vilanova la gente hable más de fútbol que de cáncer; sé en qué país vivo: «Nosotros somos gente normal hasta que llega el domingo…«, cantaba Gabinete Caligari en ese himno a la ignorancia patria que es la Canción del Pollino. Pero, sin ponerme estupendo y con respeto al ocio mayoritario, desde el tiqui-taca de la oncología solo diré que llevo tres días sin dejar de pensar en los hijos del técnico de Bellcaire llorando en el funeral de un compañero de guerra. Si el Barça necesita refuerzos es una cosa que, como la Roja, me la trae floja. Y no puedo evitar hacer la cuenta: si Tito llevaba dos años y medio luchando y cayó a los 45… ¡joder! Cada loco con su su tema.

Desde la última vez que me pasé por aquí han ocurrido cosas. Dejé mis memorias sanitarias el 21 de abril, en vísperas de presentarme el 24, bajo amenaza franquista (Orden Ministerial del 21 de marzo de 1974), ante la Inspección Sanitaria de área de Santiago de Compostela. Llegué a la cita, como suelo hacer, antes de la hora, que yo soy mucho de ir a los sitios a poner los bancos. De camino fui afilando la lengua con la piedra de esmeril que llevo escondida en el coche por si fuese el caso tener que acribillar a la inspectora con una ráfaga de dardos impregnados en curare. Iba muy caliente, mucho. Pero no hizo falta echar mano de las armas secretas.

Me alegró encontrarme del otro lado de la mesa con una funcionaria que se interesó primero por mí y por mi salud y que ya luego, roto el hielo sanitario, se reveló como otra víctima del sistema burrocrático que gobierna nuestras vidas y se empeña también en gobernar nuestras muertes. Agradezco haber encontrado humanidad en ese cuarto de los ratones unifamiliar que la Consellería de Sanidade heredó del antiguo Instituto Nacional de Previsión en la calle Manuel Murguía. La inspectora no ha visto en mí, al menos de momento, un incapaz en ciernes. Y eso me alegra porque me devuelve un poco la confianza en un sistema esclerotizado que desnuda al enfermo y lo convierte en un número con el culo al aire. Tengo derecho a un año completo de bajas temporales y a otros seis meses de prórroga. Así que, señores de la mutua, incapaciten a otro, que ni a mí ni a la inspección nos sale la inutilidad de los cajones.

Lo de Madrid ya es sabido: viajé lleno de ilusión y medicamentos para participar en la gala de entrega de los premios 20Blogs y regresé con una estatuilla y un diploma firmado por Arsenio Escolar. Supongo que es lo más parecido a hacer de la necesidad virtud. Ni en mis peores pesadillas me habría imaginado que la crónica de mi propio cáncer daría tanto juego; y os anticipo que estas memorias sanitarias todavía tienen recorrido.

A 24 horas de regresar a la dosis ampliada de Temozolomida venenosa durante cinco días, me quedo con las sensaciones de un fin de semana familiar pedaleando por la orilla del río Miño; con la ocurrencia de mi hijo Mikel, de tres años, convencido de que el ratón Pérez dirige una fábrica en Pontevedra y es allí adonde se lleva los dientes de su hermana;  y con un remate de cifras gastronómicas en la finca del tío Carlos en Peitieros (Gondomar), donde arreglamos el mundo comiendo como sabemos hacer los Mirás: por delante… y por detrás. Para los minutos musicales recupero uno de los clásicos que, volviendo de Madrid, cantamos en el coche el sobrino de la tía Claudina y yo a pecho partido. Si el helicóptero de la Guardia Civil tiene imágenes, que las mande, por favor, que estos documentos siempre se revalorizan. Luis Mariano lo clavó cuando, pasando por Villafranca del Bierzo y a punto de cruzar el telón de grelos, se puso profundo y sentenció: «Sabes, que ya no habrá primaveraaaaaaa…» Y, efectivamente, ya no la hay. Continuará.