21. El increíble hombre menguante vs el cáncer

por Nacho Mirás Fole

Qué diferencia entre la banda sonora del Magnetom de Siemens y la Resonancia 3T de Philips con la que esta mañana me han visitado el cerebro. Los que saben del tema dicen que la resonancia 3T es a la convencional lo que un plasma a una tele de culo. Pero una cosa es la calidad de la imagen, seguro que magnífica, y otra la música que acompaña a la prueba: como pasar de repente de escuchar a Kiko Rivera pinchando en Culleredo a sintonizar Radio María. Que Paquirrín casi sale a hostias de las fiestas de Vilaboa no viene ahora a cuento.

Ayer se cumplió un mes desde que me aserraron el cráneo y hoy tocaba resonancia de control. Un mes desde que dos neurocirujanos encontraron el haba en el roscón de Reyes de mi sesera en forma de astrocitoma anaplásico en grado III. Cáncer para un cáncer. Así que allá acudimos mis placas de titanio y yo, dispuestos a que me imantaran otro poco la cabeza. Fue una prueba más, sin inconvenientes, aunque con poca base rítmica sobre la que divagar por aquello del aislamiento acústico doble. Pero, al menos, pude estrenar un camisón sanitario azul de usar y tirar que me daba el inquietante aspecto de Iñaki Perurena envuelto para regalo. En todo caso, la resonancia no es lo más importante en esta semana de vísperas al fregado químico y radiactivo que se librará en mis entrañas de aquí a una semana.

Después de la sesión magnética, que no me ha aportado en principio ningún otro súper poder, me esperaba el servicio de oncología médica. No con una alfombra roja, pero sí con una flecha amarilla pintada en el suelo que indica por dónde se va a la guerra. Alguien me decía el otro día que el hospital de día del servicio de oncología médica es una realidad paralela. Yo creo que lo paralelo es, en todo caso, lo que está fuera, porque aquí, siguiendo la flecha amarilla, llegas a la realidad más descarnada, sin decorados, sin atrezzo… Sin caralladas. La vida sin contemplaciones. Y la muerte también. Un lugar donde el cáncer se impone a las edades, los sexos, los títulos y las nóminas; y esta vez me ha pillado a mí.

Como en cualquier ejército, lo primero que han hecho conmigo esta mañana en oncología médica ha sido tallarme y pesarme. Me tomé como un cumplido que la enfermera me dijera que no aparento el tonelaje que en realidad doy; ya sabéis, los que somos de hueso ancho y espalda de estibador… Pero me sorprendió darme cuenta de que soy el increíble hombre menguante: cuando me tallaron para la mili di 1,78; hace unos años, por causas sanitarias, 1,76. Y esta mañana me he quedado en 1,74. Y una de dos: o encojo de tanta agua caliente o tiene que mediar la Oficina Internacional de Pesas y Medidas. ¡Con este tamaño jamás desfilaré en Cibeles!

Con mi tarjeta de paciente oncológico menguante en la mano como carta credencial me presenté ante mi oncólogo; desertar no era una opción. Hablamos de pronósticos y posibilidades, un tema inevitable en la conversación entre un tipo que vive de preguntar y la persona en cuyas manos pones tu vida. Los datos los dejo para la intimidad, quedaos solo con la idea de que el doctor me vio capaz de convertirme en uno de esos fulanos rabudos que jode las estadísticas al enterrador.

Por si no hubiera bastante química entre mi oncólogo y yo, que creo que la hubo, la Temozolomida será el primer cemento armado sobre el que se sustente esta relación forzada con el que, en meses, se ha convertido en uno de los hombres de mi vida. Aprenderemos a querernos. A partir del día 20, y coincidiendo con las sesiones de radioterapia, yo mismo empezaré a administrarme la qumio sobre el guión firmado por el especialista. Y lo haré en mi propia casa, drogándome un par de horas después de cenar. Me esperan meses de tremendos efectos secundarios. Y en el prospecto del Temodal insisten, además, en que ni se me ocurra quedarme embarazado; tomaré precauciones. Imperan, faltaría más, las ventajas sobre los inconvenientes. Todo un polvorín en el armarito del cuarto de baño. Lástima que no pueda radiarme también en el microondas. Os reiréis, pero la máquina con la que me freirán la cabeza desde el lunes es de la misma marca que los electrodomésticos de mi cocina. ¿Habrá tantas diferencias?

Cuando me despedí del especialista me vino a la cabeza Paquirri ensartado por Avispado en la plaza de Pozoblanco: «Gracias, doctor. Ahora está en sus manos». «¡Vamos a por ello!», me respondió. Estuve por pedirle un pasodoble.

Aún me quedaba algo más de papeleo, un análisis de sangre y otras putadas menores. La única diferencia con otras guerras es que en esta no te rapan; de pelarte ya se encargan, si acaso, la radiactividad y los medicamentos. Tiempo habrá. Y ya, por fin, la visita a la farmacia de oncología, en cuya puerta reza una leyenda hindú: «Hoy esperas tú; mañana esperarán por ti».

La espera me sirvió para mirar a los ojos al cáncer ajeno mientras otros miraban la cicatriz del mío. Y me di cuenta otra vez de lo importante que es dolerse acompañado.

Para el personal del servicio de oncología médica del Hospital Clínico de Santiago solo tengo buenas palabras. Ellos han compensado con creces el defecto de humanidad que sentí entre el diagnóstico del neurocirujano y la llegada al  final de la flecha amarilla. La sanidad pública es lo que es gracias a este tipo de trabajadores abnegados e incansables. Ha hecho más por mi ánimo la sonrisa con la que una mujer de bata blanca me explicó los efectos secundarios de la Temozolomida -incluido lo de que no puedo quedarme embarazado-, que una caja de ansiolíticos. Y eso a pesar del frío horroroso de esa zona del hospital que tiene vistas a la rotonda de Vidán. Dicen que no la calientan para que no se estropeen los medicamentos. Drogas on the rocks.

Mañana le enseñaré la cicatriz a los neurocirujanos -que pueden estar orgullosos del bordado- y, en unos días, empezarán las hostilidades. En este lado del ring, a pecho descubierto y calzón estampado, el increíble hombre menguante; del otro, el puto cáncer. «Señores, no hay reglas. Entran dos. Sale uno». Carguen, apunten…