2. El Magnetom

por Nacho Mirás Fole

Hay que reconocerle al Servizo Galego de Saúde que la puesta en escena de Magnetom es acojonante. El Magnetom -cuyo nombre me trajo a la cabeza de inmediato el Orgasmatrón de Woody Allen- es la máquina de resonancia magnética del Hospital de Conxo, el aparato con el que hoy me han fotografiado la cabeza por dentro sin tener que agujereármela. Nada más llegar al área del Magnetom, un cartel amarillo advierte en la puerta: Unerlaubtes Betreten verboten. Que te prohiban la entrada en alemán ya es algo que impresiona, bien es cierto que, por debajo, puedes leer el aviso, en este orden, en inglés, francés y, al final, español. Los de Siemens barren para casa, normal, y la Consellería de Sanidade se deja hacer.  Voy a pasar rápido sobre el comentario de otros dos pacientes que, en la sala de espera, leían «Magnetofón» en el rótulo justo antes de debatir, no sin pasión, sobre la conveniencia de legislar la pena de muerte. Cómo está el patio… Había también una chica con las uñas verdes que no hablaba, pero miraba bonito, y a mí eso siempre me tranquiliza.

A lo que voy. Que una máquina te trague y te vomite, como una ballena bulímica, para leerte la sesera es una experiencia menos desagradable de lo que podría pensarse. No aconsejada para claustrofóbicos como mi padre, es cierto, que sigue subiendo al sexto donde vive su hermano por las escaleras, pero interesante. Al menos, musicalmente, y ahora me explico. Vaya por delante que la máquina del Sergas no tiene los efectos orgásmicos de la de Woody Allen -con lo faltos que andamos, en general, de orgasmos- pero es todo un viaje amenizado por una banda sonora que mezcla House, Acid, Trance, Tecnho y el regrueso de la cortadora de madera de mi difunto tío Antonio. Y todo eso apretadito dentro de una tubería, no con mucho más espacio que el que tuvo Laika en el Sputnik II; un sarcófago cilíndrico a otra dimensión.

-Buenas tardes. ¿Tiene marcapasos?

-Todavía no, pero vamos camino. (¿estuve ágil, eh?)

-[Sonrisa] Es que con marcapasos no podría usar la máquina, este imán es muy potente. Puede cambiarse en la cabina. Quítese todo, póngase el pijama y deje, si quiere, los zapatos. Ni cadenas, ni relojes, ni anillos… nada metálico.

No soy de joyas, ni siquiera de bisutería -el aro en la oreja izquierda siempre ha sido una tentación y sé que un día caerá-, así que no tardé mucho más en cambiarme que Clark Kent en ponerse la ropa de faena. Y allí aparecí, en el recibidor del Magnetom, arrebatador, con un pijama estampado en cruces de color granate que me tiraba de la sisa y me sobraba de la barriga; me gustaría cruzar unas palabras con la persona que hace las tallas, conselleira.

Me acostaron sobre una camilla mecanizada y, de repente, me sentí como las empanadas de mi madre en la antesala de la metamorfosis. «Sobre todo, no mueva la cabeza. Cada vez que lo haga, el corte saldrá borroso», me advirtió el comandante del submarino alemán, un tipo, por cierto, muy amable y cordial que tenía, como yo, los pelos como perlas: escasos. Para asegurarse, me colocó sobre la cara una especie de máscara que me daba un interesante parecido con Anibal Lecter en reedición especial para la Seguridad Social y unos cascos para amortiguar la matraca de la máquina. Porque el magnetismo será la hostia, pero, desde luego, es ruidoso.

Nada más entrar en el estómago del Magnetom me acordé de Manuel Fraga, Dios lo tenga en la gloria. Por lo del marcapasos. Allí, quieto y preparado para que buscaran posibles clústers defectuosos en mi disco duro, se me dio por pensar si a don Manuel le quitaron el suyo antes de enterrarlo o si, por el contrario, el aparato sigue funcionando en la oscuridad de un nicho de Perbes como si en cualquier momento tuviera que despachar con Chema Veloso. Perdóneme, don Manuel, ha sido un pensamiento sin querer, fruto, seguro, del achuchón; no soy yo, es mi cabeza, que va a su bola. Pero no negaréis que no tiene su interés saberlo… Tic-tac, tic-tac, tic-tac… Descanse un poquito, presidente.

Los veinte minutos se me pasaron volando. Con la mirada fijada en una raya verde que corre longitudinal, desde la cabeza a los pies, por mis oídos fueron pasando todo tipo de compases y frecuencias, a cada cual más interesante. Y de fondo, como los roncos de la Real Banda de Gaitas de la Diputación de Ourense tocando la banda sonora de La Guerra de las Galaxias,  un zum-zum que me hacía la base perfecta para tararear una versión sideral de la Muiñeira de Chantada. Flipante. Tengo que escribir la partitura.

La cosa discurrió, decía, entretenida y rítmica, hasta que el comandante me habló por los cascos, y anunció mi extracción. «Será que ya estoy hecho por delante, me pondrán del otro lado», me dije.

-¿Es alérgico a alguna sustancia?

-Legal, no.

-Le vamos a inyectar un producto, un contraste para que se vea mejor el cerebro.

«La cagamos -pensé- ahora me chutan pentotal sódico, la máquina empieza a leer en mi cabeza lo que en realidad pienso de algunas personas y al salir tengo a la Guardia Civil esperando en la puerta».

«Tiene buenas venas», me dijo una enfermera.

-Es que en pijama gano mucho.

Después volvieron a meterme en la lavadora alemana y prosiguió la sesión de fresado,  concierto de Kraftwerk y Wenceslao Cabezas Polo tocando el pandeiro electrónico con los puños y los antebrazos. Pena de un irrintzi o un aturuxo. Se me hizo corto. Si pusieran la banda sonora del Magnetom en iTunes a 0,99 la partitura se vendía sola. Para las Rave Parties. Es una idea, conselleira, que así se saca pasta y no ahorrando en papel higiénico.

Una apoteosis final de sirenas y alarmas nucleares puso fin a la sesión y fui literalmente regurgitado al punto de origen. Y así, magnetizado y con mechas en el cerebro, me despedí de la tripulación y me quité el traje de superhéroe.  Nada más recuperar mi apariencia humana no me pude resistir a hacer una prueba: con una arandela que llevo en la cartera -es una vieja tradición heredada de mi padre, mejor no preguntéis- quise comprobar allí mismo si las propiedades magnéticas del aparato se me habían transferido. Pero no hubo suerte; con lo bien que me hubiera venido un dedo imantado para recuperar tornillos o para abrir cerraduras; otro súper poder a la mierda.

No sé qué tal habrán salido las fotos, eso se verá en unos días. Porque los radiólogos, a diferencia de la prensa -empeñada en adelantarlo todo al segundo, sabiendo lo reñidos que andan últimamente la inmediatez y el rigor- no te avanzan ni una palabra de lo que haya podido salir en la pantalla así hayan constatado que, en vez de cerebro, tienes una coliflor carnívora. A esperar pues. Si algo me sobra ahora mismo es tiempo. Gracias por compartir la experiencia; hoy era solo un poco para quitarle hierro a lo de ayer, que no está en mi naturaleza habitual la tragedia.