1. Los días tristes

por Nacho Mirás Fole

Algo me cambió en la cabeza y, por extensión, en la vida, la mañana del 6 de octubre del 2013. Como quien dice, el otro día. Así que, efectivamente, estoy un poco recién renacido, que es lo que se suele decir en estos casos. Aquel domingo mi padre tuvo que separarme las mandíbulas con una cuchara mientras mi madre escondía a los niños en el salón para que no vieran cómo me tragaba, en horario infantil, mi propia lengua. Y mi mujer asistió atónita a la posesión infernal del padre de sus hijos mientras buscaba el aplomo y el teléfono para pedirle socorro al 061. Sí, no fue nada agradable.

¿Cómo cojones he llegado a esto? Desperté sin pantalones en una ambulancia medicalizada, que es como mi caravana pero acabada en acero inoxidable y llena de gente y de tubos. En ese vehículo salí de una época y entré en otra, en la de los días tristes, en la que vivo instalado ahora. Espero que de manera provisional y como purgatorio de un tiempo mejor. Quiero creerlo. Sí, la Iglesia ha eliminado el purgatorio, pero a mí no me viene bien.

-¿Sabe qué le ha pasado?

-Ni idea, ¿dónde están mis pantalones?

-Ha sufrido un colapso. Va en una ambulancia. No se preocupe por los pantalones, que estamos en confianza.

-Eso lo dice usted, pero yo no tengo pantalones, y aunque no deja de ser excitante, no me parece muy adecuado que estemos hablando usted y yo así, en un vehículo público…

Justo al terminar este diálogo no resuelto en la caravana de acero inoxidable me desmayé de nuevo. Y regresé a la vida consciente en el box de Urgencias, vestido con uno de esos camisones de cintas que exhiben tu culo a la plantilla completa del Servizo Galego de Saúde y a todos sus médicos internos residentes. Casi un mes después de aquello sigo con fuertes dolores por todo el cuerpo, el rastro de unas convulsiones que, por lo visto -yo recuerdo el episodio por lo que me contaron- tenían la potencia suficiente como para alumbrar, convenientemente conectado yo a la red, un chalé unifamiliar.

«Va a tener que tomárselo con calma», me dijo en Urgencias el doctor Campos, de cuyo nombre ya sí me acuerdo porque después del apagón se me fueron encendiendo los plomos por fases. Campos, además, no deja de ser mi cuarto apellido, el segundo de mi madre, así que más fácil todavía recordarlo. «Y se lo digo en serio, con calma es con calma», añadió el doctor en tono de ultimátum. Lo interpreté como «o paras, o te paran, mamón».

En pleno cortocircuito mental me golpeé con la cabeza en varias esquinas del cuarto de baño -que fue el sitio nada romántico donde colapsé-, me destrocé algunos músculos de la zona lumbar y me mordí la lengua como si no fuera mía. Y ahora, dolorido y todavía jodido por esta putada que me tenía preparada la vida, comienzo a pensar con la claridad suficiente como para buscar causas y exigir responsabilidades, empezando por mí mismo. Porque yo tengo la culpa de ser como soy, pero no he caminado solo hasta aquí, de eso estoy completamente seguro. Soy culpable de tomarme las cosas a pecho. El responsable último de tratar de hacer mi trabajo lo mejor posible y de ser un buen padre para mis hijos. ¿Un intenso? Puede. ¿Preocupado de más? Seguramente. Son características, en todo caso, difíciles de compatibilizar en esta tesitura y en este contexto absurdo en que viajamos, a toda hostia, camino del nicho final. Conciliar es un verbo que solo se usa, si acaso, en reuniones del Vaticano; a mí me viene grande. Yo me hice periodista para contar historias, no para convulsionar en el váter pequeño un domingo por la mañana. En todo caso, para contar los jamacucos de los demás, no el mío propio. 

Descartada la epilepsia y electroencefalografiados el estrés y la tensión como origen de todo, pendientes todavía de que me introduzcan la cabeza en ese imán gigante que tienen en el hospital de  Conxo -no, no es en el psiquiátrico, todo se andará-, el cortocircuito me ha dejado unas secuelas extrañas a las que me cuesta acostumbrarme. Todos habéis tenido alguna vez un dèjá vu, esa sensación de que ya has vivido algo cuando sabes de sobra que no es así. Yo solo creo en los viajes del tiempo cuando los protagonizamos Marty McFly o yo en las páginas que escribo los domingos, ficción deseable y entretenida en ambos casos, pero ficción. El dèjá vu dura poquito pero es intenso. Cuando ocurre jurarías que ya has estado allí, que ya has escuchado esa voz, que has visto esa luz… Pues ahora multiplicad esa sensación por cincuenta en intensidad y haced que aparezca unas cinco veces al día y no unos instantes, sino larguísimos segundos. Pues esa sobrecarga la tuve en la cabeza la primera semana después del achuchón, día sí, día también. Y tan profundos eran los falsos recuerdos que en alguna ocasión estuve a punto de desmayarme, convencido de que estaba repitiendo la vida. Me dijeron que no es nada extraño, que las conexiones neuronales se resitúan y pueden pasar estas cosas. A fin de cuentas, somos química y corriente, bien lo sabía Víctor Frankenstein, que conectó unos despojos a un pararrayos y alumbró a un fulano con acabado en punto de cruz. A mí no me salió el día que le metí los nueve voltios de una pila del mando de mi coche teledirigido a una lagartija muerta, seguro que algo hice mal. En fin, a lo que iba. El caso es que podría haber sido peor: hay quien tiene visiones después de un colapso como el mío. He leído que todo eso de los aparecidos y las santas compañas está más cerca de la epilepsia y de las afecciones de la amígdala -también de la sugestión, del engaño y de otros taladres mentales- que del más allá. Por suerte, yo no he visto a nadie que no estuviera, cosa que le agradezco a mi materia gris, porque eso me habría generado una población flotante añadida que no sé si podría soportar en este momento. Claro que, bien pensado, viviendo en pleno Camino de Santiago, lo mismo podría haber montado un santuario mariano en el trastero y cobrar la voluntad. Pero no, la Virgen y los santos milagreros nunca se nos aparecen a la gente normal.

Los dèjá vu se han ido difuminando en cantidad, pero no en intensidad. La semana pasada, por ejemplo, en la parada del 6 en Virxe da Cerca, tuve uno que duró tanto rato que me pareció haber estado media mañana viendo una película en la que salía yo. No, no me veo fuera del cuerpo, pero es como si lo que vivo  estuviera ocurriendo en base a un guión que, por algún motivo que desconozco, me cuadra. ¿Matrix? También puede ser una explicación. Iker, tío, échame una mano… A la espera de meterme mañana en la resonancia magnética -espero no salir con telequinesia, telepatía o alguna otra mierda parecida- tengo otro súper poder derivado del colapso: el desarrollo exagerado de mi capacidad olfativa. Eso permanece. Como si estuviera embarazado, aunque no me consta semejante estado. Soy capaz de oler perfumes -es curioso, de mujeres, será cosa del instinto animal- a metros de distancia. El otro día hice la prueba, precisamente, en la parada del 6. Primero me llegó el olor, así que, como en los dibujos animados, seguí el rastro hasta el origen y acabé junto a una señora que venía a unos veinte metros. Y era ella la que emanaba, todo frescor y floritura. Delicioso. Su marido debe de estar encantado. También le agradezco a mi cerebro que se empeñe en revelarme así de intensos los olores buenos, porque si ahora me da por los malos y por ver fantasmas, entonces sí que estamos apañados.

Estabilizado con el paso del tiempo en la parte mental y sin recomponerme todavía en la física -esta puta humedad compostelana acaba con mis huesos-, ahora los principales efectos del jamacuco se concretan en una especie de recuerdo recurrente que me viene a la cabeza un par de veces al día, pero que solo identifico en el momento en el que se produce y olvido después. Es una sensación que todavía no sé describir. Siempre tuve claro que la cabeza de uno es una olla exprés. La mía es tremenda.

Espero que lo que me ha ocurrido, el reseteo y la reinstalación del sistema operativo, me sirva, primero, a mí. Pero que sea un recado también para todos los que, y lo sabéis tan bien como yo, camináis directos hacia el frenopático. La vida es algo más que la carrera sin sentido en la que nos hemos instalado, en las vidas y en los trabajos. ¿Estamos tontos o qué? Como decía en la tapia de aquel cementerio: Como te ves me vi, como me ves te verás…  Yo he decidido ahora tomar las riendas. Me va a llevar un tiempo adaptarme, porque uno no aprende a tomarse la vida con calma de un día para otro, por mucho que haya quien se empeñe en verlo facilísimo, aunque predique una cosa y haga la contraria. Ahora bien: sé perfectamente cómo he llegado hasta aquí y he identificado -empezando por mí mismo, como decía arriba- a los responsables y a un par de sospechosos. También tengo rodeados, pendientes de aplicarles la ley de extranjería, a los que no han sabido estar a la altura de mi circunstancia, pero el rencor es una cosa particular que no me apetece compartir con nadie. A todos los demás, gracias. Que sean muchos más los que te echan de menos que los que ni siquiera preguntan gratifica, de verdad. Si sacáis alguna enseñanza de este capítulo, entonces daré por bien invertido este mes lamentable, estos días tristes. Si no os sirve, a mí seguro que sí. O entonces no tendría sentido. Y tranquilos: si un día se me aparece la Virgen del Carmen, os lo haré saber; solo os pediré la voluntad, para comprar velas. Nos vemos por la calle; eso, chicas, si no os huelo antes.