Un post del pasado. Laika. Con mi agradecimiento a los que estáis.
por Nacho Mirás Fole
Hoy se cumplen 56 años desde que los rusos pusieron en órbita a la perra Laika. Ya que todavía no me encuentro al cien por cien, ni siquiera al sesenta por cien, me ha parecido un buen momento para repescar esto que escribí hace algún tiempo y que me lleva directo a la infancia. Gracias a los que os preocupáis, a los que durante este largo mes habéis preguntado, os habéis preocupado… Todo este episodio de salud me ha servido para poner a cada uno en su sitio, en lo alto a los que lo merecen y en las catacumbas a los analfabetos emocionales que no saben estar. Gracias.
(Para mi prima Celia, mi hermana mayor).
Hoy hasta los gallegos mandamos al espacio satélites fabricados con nuestra propia tecnología. Nosotros, que patentamos la rueda de afilar. Pero, sin duda, la primera consecuencia de la carrera espacial en Galicia nada tuvo que ver con la investigación, ni con las telecomunicaciones o las microondas, nada de eso. Lo primero que nos cambió el duelo en el que se enzarzaron americanos y rusos para ver quién la tenía más cósmica fue la manera de llamar a nuestros perros. De 1957 en adelante, las casas gallegas se llenaron de Laikas, lo que contribuyó a ampliar considerablemente un catálogo de Lúas que empezaba a ser insoportable. ¿Quién no le ha hecho monerías a alguna Lúa? Pero una vez que los rusos embarcaron a su primer astrocán en un supositorio, aquí abajo, en la Tierra, nos crecimos y empezamos a sembrar Galicia de Laikas de palleiro a las que solo les faltaba hablar.
La primera Laika que yo conocí era la perra de unos taberneros de Lugo, Sara y Ramiro, que tenían el negocio en Vigo, muy cerca de mi casa. Sara mimaba a aquel animal yo creo que hasta la obsesión. Lo alimentaba exclusivamente con merluza fresca que compraba a propósito en la pescadería de Roberto. Y en aquella época, en los ochenta, la merluza no era un pescado para todos los días, ni siquiera para todas las personas. Para que no pasase frío, Sara acostaba a Laika sobre una manta de calceta frente a una estufa de butano que se parecía a R2-D2 y la perra envejecía y engordaba mirando desde su trono cómo Ramiro despachaba vino. En sus últimos años apenas podía caminar. Su dueña la tentaba para que saliese a pasear, como si creyese que una carrerita desentumecería a un animal que, más que morir, se gastó: «¡Laika, a Sara vaise!», le decía la tabernera intentando que la siguiera. Y la perra cabeceaba a un lado, a otro, avanzaba medio metro escaso rozando con la barriga en el suelo y desfallecía sobre su propio fuselaje como un Antonov sin tren de aterrizaje. «No sé quién pasea a quién», decía mi padre. Sara le daba la merluza desmenuzada a la perra con un tenedor. Y a mí me gustaba imaginarme que aquella cadela de taberna, fondona y lenta era, en realidad, la perra astronauta de los rusos, solo que jubilada y vigilada de cerca por una agente de Moscú.»Laika, пожалуйста, a Sara Vaise!».
Creo que mi segundo contacto supraestratosférico fue en el cine Ronsel, viendo ET. Tenía once años y me metí de lleno en el papel de Elliott, aunque sin la orejas parabólicas de Henry Thomas, que también nació en el 71. Sin embrago, no fue hasta que llegué a la universidad, en el 89, cuando mi profesor de Teorías de la Comunicación en la Universitat Autònoma de Barcelona, Enric Saperas, me reveló que la historia de aquel pequeño marciano que se parecía a una profesora de gallego estaba basada en los Evangelios, desde la llegada ultraterrenal a la persecución, el martirio, la resurrección y el ascenso al infinito. Un pequeño Jesucristo cabezón que tenía un dedo inflamable.
Mi propia carrera espacial, no obstante, no pasó de un par de proyectos pirotécnicos temerarios que tuvieron como base de lanzamiento el campo del Carballeira, abuelo de mi amigo Xosé Enrique Costas, hoy vicerrector de la Universidade de Vigo. El ingeniero jefe de aquellas misiones aeroespaciales era Jandri, un primo de mis primas mayor que yo, que era como un primo más y que tenía, además, los huevos que me faltaban a mí para algunas aventuras. Con una lata de calzoncillos Abanderado y la pólvora comprimida de varios petardos de cola de ratón de la pepelería Porras, éramos capaces de lanzar un artefacto a alturas nada desdeñables. Hacíamos la cuenta regresiva parapetados en el fondo de un terraplén. La explosión atronaba el grupo sindical completo. A veces metíamos dentro de la cápsula pequeños paracaidistas de plástico que comprábamos en el quiosco de la Amancia. Aquellos militares de molde acababan siempre colgados de los cables de la luz y jamás regresaban a la base; morían en acto de servicio. Y entonces había que llamar al presidente. El lanzamiento se sucedía de la bronca de mi tío, O Perucho, que estaba convencido de que, cualquier día, la carrera espacial nos costaría una mano y unas hostias.
No muy lejos de mi casa, mi curiosidad por el universo la alimentaba un amigo de mi padre, un obrero de Barreras que cultivaba inquietudes galácticas nada frecuentes en mi barrio y que, de vez en cuando, nos invitaba a su casa para viajar al infinito a través de las lentes de su telescopio. Recuerdo perfectamente su tarjeta de visita: «Antonio Fernández Pombar, observatorio astronómico amateur». Era lo más parecido a un científico que teníamos entonces en Campelos, que es el lugar donde se solapan Sárdoma y A Salgueira. Antonio Balón, que era un hombre menudito con gafas, tenía instalado el observatorio en el piso de arriba. Y, además de una completa biblioteca sideral y un telescopio fabuloso, entre otros tesoros guardaba el sidecar de una Vespa lleno de plantas. Era un lugar formidable. Me pasé horas allí, con mis hermanos y mi prima Celia, mirando por un ojo los misterios que cuelgan, suspendidos, sobre nuestras cabezas. Protegido por las pantallas de soldadura de mi padre, llegué incluso a disfrutar de eclipses espectaculares mientras los otros niños tenían que apañárselas ahumando cristales con una miserable vela.
No hace mucho tiempo, revolviendo en casa encontré un pequeño tesoro: un sobre en el que mi hermano recopiló un completo dossier cuando la NASA presentó su primer transbordador espacial, en 1981. Escrito con una regla de rotular dice: «Proyecto espacial Columbia». Allí dentro hay recortes de prensa, de revistas, dibujos, croquis… todo lo que un chaval de trece años consiguió reunir sobre aquel salto de gigante de los americanos en su obsesión por expandirse y fundar. En el sobre hay todo eso y una parte de mi infancia espacial. De haberle gustado un poco más las matemáticas, mi hermano habría dado un gran ingeniero aeronáutico.
La Laika de Sara se murió de vieja, rellena de merluza, en su cosmódromo vigués; Antonio Balón partió un día hacia aquella inmensidad que tanto le gustaba enseñarnos a nosotros y a sus hijos, Toñi y Ana, y se dejó en casa aquel sidecar con forma de satélite soviético, con el gran servicio que le habría hecho aquella nave en el espacio. Yo los recuerdo a ambos cada vez que monto mi telescopio de Lidl para viajar un poco a las estrellas. ¡Ojo, que ahí están, junto a Saturno! ¡Laika, Laika, espabila, que a Sara vaise!