Un post del pasado. La trastienda del papa
por Nacho Mirás Fole
Qué mejores fechas que estas para recuperar aquella experiencia única que viví cubriendo el viaje de Benedicto XVI a Barcelona. Hasta conocí al padre Apeles. Así lo conté hace más de dos años: Tengo que hacerme mirar esta facilidad pasmosa que tengo para encontrarme frikis por la calle. A ver:¿Cuántas posibilidades puede haber de que te envíen a Barcelona a cubrir una visita del Papa y te des de bruces con el Padre Apeles?. Pues a mi me ha pasado hoy. Y, como hicieron muchos, no pude evitar la tentación de sacarle una foto con el móvil. Si no lo hago -me dije- no me creerán. Apeles vestía sotana hasta el suelo, me dio la impresión de que era un cura en traje de noche y me pareció verme a mí mismo en un capítulo de Amar en tiempos revueltos. Junto al pinturero Apeles, dos idiotas de adolescencia poco trabajada se dejaban la garganta: «¡Viva España, una y Católica!». Miré a mi alrededor, convencido de que, en cualquier momento, saldrían a escena los demás personajes de Martínez el Facha. Entiendo a los católicos y a sus razones, incluso las que no comparto -aún no he apostatado, así que hablo desde dentro-, pero soy incapaz de comprender a los fanáticos. Y lo que es más: soy completamente incapaz de respetarlos. «¡Viva España, una y Católica!», seguía vociferando el idiota mientras yo me abría paso en esta cuadrícula maravillosa que es el Eixample barcelonés, una ciudad de papel milimetrado. Allá lo dejé, desbocado junto a Apeles. Carne de cañón. No voy a entrar en muchos detalles de lo que fue la cobertura papal, o lo visteis en la tele o lo leéis en el periódico de mañana, que es de lo que vivo. Pero sí que puedo desvelar alguna trastienda que ni habéis visto retransmitida ni leeréis en ningún diario. Por ejemplo, no os he contado lo entretenido que fue mi viaje desde Santiago a Barcelona a bordo del Papa Force Two, el avión especialmente fletado por la Conferencia Episcopal Española. Los de Iberia, que se deshacen en atenciones con el clero, incluso le pusieron al los asientos unos reposacabezas conmemorativos de la visita de Su Santidad. Y, así, me encontré con que, durante todo el viaje, Benedicto XVI me palpaba la cabeza. Llegué a temer que hubieran sustituido el chaleco salvavidas por una casulla. ¡Dios, cómo inflo una casulla! ¿Soplando por un tubo? En el avión iban facturados cien obispos y arzobispos y, en las plazas sobrantes, algunos periodistas como yo. Estaba convencido de que rezaríamos en medio de la travesía, como en aquel viaje a Torreciudad con el cura de A Salgueira; empezamos a rezar el rosario en Benavente y acabamos, más o menos, en el desierto de Monegros. Pero no, nada de rezos en el aire. Después caí en la cuenta, claaaro, de que Dios nunca daría de baja en acto de servicio a la Conferencia Episcopal toda junta. Eso obligaría a Nuestro Señor a replantear la empresa y a convocar un concurso de méritos. O, lo que es peor, a un cierre patronal. Viajé, por lo tanto, con una seguridad desconocida, como si el avión lo pilotara directamente la virgen de Loreto. Mientras la aeronave llegaba y no llegaba a buscar tan selecta carga, en Lavacolla departí con monseñor Luis Quinteiro, obispo de Tui-Vigo; y también con Alfonso Carrasco Rouco, obispo de Lugo y sobrino del cardenal Rouco Varela. He entrevistado a ambos, así que ya nos sonábamos. Aunque lleva poco tiempo en Vigo, Quinteiro le tiene perfectamente tomada la medida a sus parroquianos, a la esencia de cómo somos en esa ciudad donde, detrás de cada farola, sale en su defensa una asociación de vecinos; nos tiene calados. Rouco me sorprendió cuando, del bolsillo de su chaqueta de obispo, sacó un flamante iPhone negro. «Caramba, monseñor -le dije- está usted a la última». Carrasco sonrió -todos los del iPhone ponemos risa tonta cuando nos adulan- y nos pusimos a hablar de nuestros teléfonos móviles como solo sabemos hacer los devotos de San Steve Jobs. Tengo que desmentir a mi compañera Tamara, que está convencida de que todos los curas hablan «en cura» -así le llama a esa manera de expresarse canturreada y aguda que se enseña en la escuela oficial de idiomas del seminario-. Fuera de servicio, algunos obispos son magníficos conversadores. Con Quinteiro hablé de la sociedad civil y para nada intentó plantar olivos ni recoger espigas por el camino. Y con Rouco, del último IOS del iPhone. «Yo espero a que salga el 5 ¿Para qué quiero el 4?», me dijo vacilón. La de puntos Movistar que debe de tener la Conferencia Episcopal Española. A pesar de las tres horas que duró la ceremonia de hoy -alguien debería convencer a la Iglesia de que, a veces, menos es más- vengo razonablemente satisfecho, sobre todo en la parte musical. He descubierto que, bien cantadas, las letanías no tienen por que tener la monotonía insoportable del sorteo de Navidad. Es más, el recitado de santos se mi hizo corto, arropado por ochocientas gargantas del Orfeó Català, el coro Sant Jordi y la Escolanía de Montserrat, entre otros. Qué delicia. Tal como ordenaba el protocolo, he ido de traje. Reconozco que el traje me queda bien, pero yo no me veo. Para diario soy más de Decathlon. «Neno, qué bien te queda el traje», me dice mi madre, que siempre que me quiere halagar empieza las frases por «neno». El caso es que, al ser gris oscuro e ir combinado con una camisa negra sin corbata, me dio la impresión de que mi presencia, más que seductora, era pastoral. Igual es una impresión mía. Solo así se puede explicar la sonrisa piadosa que me dedicó una voluntaria del Arzobispado de Barcelona que, por cierto, tenía un interesantísimo piercing en la nariz. Yo creo que, nada más verme, sintió ganas de confesarse. Pero.. estoy pensando, ¿y si la mirada no era piadosa? No, seguro que sí que lo era… ¿y si no era?. Vengo de Barcelona ungido de santidad, no cabe duda. Tres horas y pico de misa hoy, más todas las visperas de Santiago… ¿No podría convalidar todos estos créditos por una docena de mis peores pecados? Como nos colocaron en una tribuna en el segundo nivel de la Sagrada Familia, el humo del incienso que quemó el Papa para inciensar la basílica menor subió sobre su cabeza y acabó incrustado en mi traje de legionario de Cristo del servicio secreto. He estado todo el día oliendo a tiraboleiro y me acabo de dar cuenta ahora, al llegar al hotel y quitarme la ropa. Si me pilla Armando, el tiraboleiro mayor, me para girando y acabamos fundidos en un tango. Va a ser por el olor y por la camisa negra por lo que me hacía ojitos la del piercing. Y es que uno ya tiene una edad y con las canas supongo que infunde una mezcla de ternura, seguridad y absolución latente. Aunque… ¿y si no era eso? Vade retro, Satanás. Me ha pasado una cosa muy curiosa en la tribuna de prensa. Me explico, primero, para los que no saben cómo va esto del periodismo. Normalmente, cuando nos envían a cubrir un acto -el verbo suena fuerte, pero no es algo en absoluto carnal- los periodistas no tomamos parte. Es decir, si nos ponen delante a un político soltando una sarta de estupideces, como acostumbran, tomamos nota, si acaso preguntamos -cada vez preguntamos menos- y ya está. Nunca jamás aplaudimos ni nos levantamos por respeto, así se esté firmando la paz en Oriente Medio. Estamos trabajando, como ellos, y así lo hacemos ver, yendo a lo nuestro Sin embargo, en la tribuna que me tocó hoy todo fue diferente. No reparé en que, conmigo, la mayor parte de los compañeros acreditados eran redactores de publicaciones católicas, desde Radio Vaticana hasta L’Observatore Romano. Había muchos, como veinte. Me di cuenta cuando una de las voluntarias se nos acercó y pidió que levantasen la mano todos los que querían comulgar durante la macromisa, que ella se encargaría de que subiera un cura para dispensar el sacramento. Fue muy violento cuando, menos la mía y otras dos, se levantaron todas las manos. Tan violento me resultó que me puse a recitar mentalmente los santos de las letanías: San Pedro y San Pablo, San Andrés, Santiago, San Juan, Santa María Magdalena… Se me pasó un poco el agobio cuando comprobé que don Juan Carlos de Borbón también ayunó el cuerpo de Cristo, mientras su mujer sí que participaba en la cena del Señor. Pero eso no fue lo peor del trabajo en la tribuna. Hace un momento os conté que los periodistas jamás nos levantamos ante el que nos convoca -siempre hay alguna palanganera excepción, por supuesto-. Pero es que aquí el que convocaba era el Papa y los que cubrían a mi lado la ceremonia estaban a la vez en misa y tocando la campana, esto es, trabajando y participando de la eucaristía. Y eso provocaba un continuo levantarse y sentarse de compañeros que hacía realmente difícil mantener la atención. Tanto viento generaban que casi me vuela un discurso embargado de Benedicto XVI. Y claro, si el de delante te tapa la pantalla gigante porque viene la consagración, te da reparo mandarle que se siente, que no ves. Fue una cobertura nada fácil, desde luego. No faltará quien me tache de irreverente por contar las cosas como las cuento. Pero diré en mi descargo que, para ser irreverente, hay que serlo en el momento en el que uno debería tener un respeto, y yo en eso soy muy escrupuloso. Quitando que no comulgué -estoy plenamente convencido de que algunos de mis compañeros estaban, por lo menos, empatados conmigo en el gol average pecador- soy un maestro en el arte del respeto in situ. Sin embargo, lo que sí me parece irreverente es un acólito del Padre Apeles salivando en medio de Barcelona: «¡Viva España, una y Católica!», eso sí que me parece irreverente. Me pasó lo mismo cuando, el día de la Guardia Civil, un chaval de doce o trece años se puso a vociferar como un animal, sin venir a cuento: «¡Viva España, viva el Rey, viva le orden y la Ley!». Soy alérgico a tales declaraciones de principios. Lo que yo cuento, guste más o menos, no deja de ser un retrato fiel de la realidad, adobado si acaso, pero retrato. Creo -y ahora opino- que la Iglesia ganaría purgándose de fanáticos y de parafernalia y que, en general, el mundo espiritual está falto de sentido del humor. El padre Isorna, un franciscano al que le tengo fe, me decía el otro día que no soporta a los fanáticos de ninguna religión. Y en eso estamos de acuerdo: ni a los de la religión, ni a los del fútbol, ni a los de la política. Ha sido un fin de semana intenso, pero ahora me voy a la cama sin cargos de conciencia.