El señor Comesaña. In memoriam

por Nacho Mirás Fole

Me da que hoy me va a salir una historia larga y un poco interior. Porque una cosa es opinar de ministros homófobos que se baban en el nombre de Jesucristo y otra diferente que la realidad más cercana, la tuya, chasquee los dedos y encienda la luz en pasillos tan remotos de tu memoria que ni sabías que conservabas. Eso me pasó hoy, a primera hora de la mañana, cuando leí en Twitter que se había muerto Manuel Comesaña Sieiro, el «señor Comesaña».

En los recuerdos de mi padre, que tiene una mente privilegiada para el rebobinado, hay muchas maneras de referirse a la gente con la que, en algún momento, se ha ido cruzando en la vida. Si apostilla que alguien era un hijo de puta es que, sin duda, y de manera objetiva, lo era. Pero si delante del apellido utiliza el «señor», entonces podemos estar seguros de que esa persona merecía semejante trato; de que era una buena persona. En mi recuerdo infantil que hoy resucitó Twitter no existe Manuel Comesaña, sino el «señor Comesaña», un buen hombre. ¿Y en qué momento me crucé yo, redactor de La Voz de Galicia e hijo de un obrero de Lavadores, con el consejero delegado de Faro de Vigo? Pues os lo contaré en este ejercicio de divagación de un miércoles por la noche, en plena convalecencia de una operación de fondos. Me podría inventar una historia con toques intelectuales, pero no sería cierta. Prefiero la simpleza de la verdad.

Hace muchos años, cuando yo era un niño sin firma que quería ser carpintero o veterinario -influenciado por mi tío Antonio en la primera opción y por Félix Rodríguez de la Fuente en la segunda-, me presentaba como el segundo hijo de Mirás, el de aluminio. No era poco, pero tampoco era más. Mi padre, herrero y cerrajero de profesión, se embarcó a finales de los años setenta en la aventura de cerrar Galicia con aluminio, justo en el momento en el que ese material liviano y resistente empezó a sustituir a la madera y al hierro en ventanas, galerías, puertas de entrada, mamparas de baño y muros cortina. Hasta los nichos se cerraban con aluminio. Con esfuerzo y tesón, mi padre se hizo un nombre en el mundo del anodizado.

Mirás milimetraba la realidad que su competencia, a menudo chapuceros pluriempleados de Citroën, resolvía en centímetros. Respetaba escrupulosamente los noventa grados del ángulo recto. Y predicaba que la herramienta es la mitad del obrero; que el pie de rey es más importante que el propio rey; y que hay un sitio para cada cosa y que cada cosa va en su sitio. Y, al terminar, dejaba las casas más limpias de lo que se las había encontrado. Sus clientes le agradecían de corazón el trabajo riguroso y solvente no ya pagando religiosamente la factura, que también, sino recomendando a otros los servicios de una carpintería que estaba en la vanguardia del anodizado en Vigo y su área de influencia. Con los años, la cartera de pedidos de mi padre se llenó de nombres importantes de la ciudad en los años ochenta. Apellidos como Sirvent, Valcarcel, Sensat, los orfebres Hernández, el propio Comesaña y tantos otros reclamaban con frecuencia los servicios de Mirás para que aluminizase sus vidas o las de sus amigos. Yo lo vivía en primera persona porque, como hijo de obrero, acompañaba a mi padre en las distintas fases de su trabajo, sobre todo en las larguísimas vacaciones de verano. De esta manera, con el salvoconducto de talleres Miral -sesudo acrónimo de Mirás-Aluminio- accedía en calidad de becario del tornillo de rosca chapa a las vidas íntimas de otros, a menudo, importantes, ricos y, en ocasiones, incluso famosos. Y presenciaba, sin intervenir, interesantísimas conversaciones entre los clientes adinerados y Mirás «el del aluminio» que, aunque se sacó el graduado escolar cuando hizo la mili en Santiago, era capaz de hablar con tanta soltura de los temas más variados que no era raro que le preguntasen: «Y usted, ¿en qué universidad estudió? «En la del Pisiñas*», respondía, por lo bajo, cuando el cliente ya no estaba delante. A mí se me hinchaba el pecho, claro.

La familia Comesaña vivía en la calle García Barbón. Su pedido llegó a mi padre por mediación de Martín, un carpintero amigo. «Mirás -dijo- hay que colocar mamparas de baño en casa del señor Comesaña. Tiene que ser un trabajo impecable, ya sabes lo importante que es esta gente». Aunque mi padre, hoolligan de La Voz de Galicia, solo leía el Faro de Vigo para contrastar las esquelas, respetaba la posición de su consejero delegado y sabía perfectamente el terreno que pisaba. La sorpresa de aquel encargo vino cuando el carpintero explicó que no eran uno ni dos, sino cuatro los cuartos de baño en los que había que intervenir. Y todos en la misma vivienda. Fue la primera vez en mi vida que vi un piso con semejante despliegue sanitario; aquello era hacer caca en otra división.

El caso es que mi padre y su equipo instalaron las cuatro mamparas, las acristalaron y las sellaron con su silicona aprovechando una ausencia de la mujer del señor Comesaña. Acabaron en tiempo, forma y sin salirse del presupuesto. Lo que nadie se esperaba era la reacción de la señora a su regreso.»¡Quitad eso de mi vista!» «¡Os habéis vuelto todos locos! ¡Fuera eso os digo!» Qué papelón. La dueña de la casa, todo carácter, a punto estuvo de desatornillar ella misma la obra y defenestrarla, lo que seguramente hubiera causado una catástrofe en pleno centro de Vigo, repleto de Vitrasas**. Las mamparas de baño en aluminio eran una novedad a la que había que acostumbrarse; nadie estaba habituado a ducharse dentro de una cabina de teléfonos. Hicieron falta varios días y varias personas para calmarla. «No se preocupe, Mirás, se le pasará», le decía su marido a mi padre tratando de tranquilizarlo. Como al final cobramos y nadie nos volvió a pedir que arrancásemos los cierres, supongo que la familia se adaptó a aquellas polémicas correderas que yo vi instalar en calidad de observador neutral. Nunca hasta hoy le había dicho a mi admirada -y querida- Pilar, con la que me crucé cuando ya era un poco menos el hijo de Mirás el del aluminio y más el Mirás de La Voz, que yo, de niño, hice pis furtivo en alguno de los cuatro cuartos de baño de sus padres. Espero que no me lo tengas en cuenta.

De aquel campamento urbano del aluminio saqué otras experiencias interesantes. Como cuando le fuimos a instalar la doble ventana a los orfebres Hernández en su piso de la Gran Vía y descubrí, hibernando en un sofá, al mismísimo líder de Siniestro Total. «Julián, tienes que levantarte, que vienen estos señores a colocar las ventanas», le decía cariñosa su madre. Siniestro Total estaba por aquellos años en pleno fragor. Las noches acababan de día. Que mi padre tuviese autoridad para levantar a Julián Hernández de su propio sofá me parecía algo prodigioso, fuera del alcance de cualquiera de mis compañeros del Lope de Vega.

Gracias a la moda del aluminio anodizado pude subir también, en varias ocasiones, a lo alto de la torre de la isla de Toralla, un territorio entonces vetado al pueblo llano. Y comprobar que, en efecto, ese adefesio erecto en medio de la ría se mueve con el viento. La furgoneta de Talleres Miral era como una ambulancia de la Cruz Roja, capaz de hacer que se levantase cualquier barrera, ya fuera en los pisos más exclusivos o en los chalés con mejores vistas de la ría. Fueron buenos tiempos hasta que vinieron los malos. Pero esa es otra historia.

Hoy, una nota necrológica -notas tristes, las llamaban antes en la radio- me ha devuelto a mi origen obrero. Y me he puesto nostálgico. Tenéis que perdonar que le dedique este recuerdo íntimo a Manuel Comesaña Sieiro, al que mi padre todavía llama «señor». Y a Pilar, sobre todo a Pilar. Con todo mi cariño.

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*El Pisiñas era el mote de guerra de Manuel Fernández Novoa, maestro de la escuela unitaria a la que asistió mi padre hasta que, a los doce años, tuvo que dejar de estudiar para ponerse a trabajar. Es autor de una recopilación titulada Anaquiños, lecturas gallegas, con la que mi padre aprendió a leer, obra de culto todavía hoy en casa.

**Vitrasa: Acrónimo de Viguesa de Transportes S.A. que, por extensión, da nombre a cualquier autobús urbano en la ciudad de Vigo, como ocurre con las Villavesas de Pamplona.