En capilla (y un poco acojonado)

Hace casi tres años, un estafilococo aureus y yo echamos un pulso. Él era pequeñito y paticorto, un alfeñique, un mierda. Era un David microscópico y yo un Goliat de noventa kilos con una espalda de estibador. Y el cabrón casi me poda. Había ingresado en el hospital para una intervención que, en teoría, tenía un posoperatorio sencillo: tres días y a casa. Pero Murphy me estaba esperando. Hoy tengo muy claro que no hay operación menor; basta con leerse el consentimiento informado del paciente. Que a los estafilococos los carga el diablo, su puta madre o vaya usted a saber. Y que una vez que alguien mete sus manos en tus orificios, y si la maniobra no forma parte de un juego sexual consentido, por muy lavadas que las tenga te estás jugando la liga a un solo partido. De la nefrolitotomía percutánea casi ni me acuerdo. Pero al aureus colateral, que casi me barre, no he podido olvidarlo. Diría que sigue presente en mis oraciones, pero no soy yo de rezar, ni siquiera por causa de fuerza mayor. Esa labor se la subcontrato a la tía Marisol, que tiene línea directa con Dios. Durante diecisiete días, la bacteria me sometió. Herví de fiebre a 41 grados y subiendo. Llegué a creer que de aquel hospital solo saldría con una esquela pagada por La Voz de Galicia, una coral de plañideras y una etiqueta en el dedo gordo del pie, facturado hacia la porra. Y un ejército de gaiteiros tocando a dos voces en el cementerio de San Pedro de Sárdoma una marcha procesional. Mirás y no volverás. El caso es que el próximo martes ingresaré de nuevo. En el mismo hospital. Con el mismo cirujano. Como un árbol carnal, generoso y cautivo. El guión de la película es diferente, pero no deja de ser una secuela de la primera parte, basada en los hechos reales de la otra vez y rodada con fontanería de alta definición: Laparoscopia, microcámaras, rayos láser… Efectos especiales, steadycam, gruista… Y un urólogo del Servizo Galego de Saúde dirigiendo el fregado detrás de las gafas. Desde que me llamaron hace unos días del hospital para citarme el próximo martes a las doce, en ayunas, es como si el estafilococo hubiera regresado desde el fondo de su frasco para acojonarme igual que lo hizo tres años atrás. Siento que me observa como un espía de Método 3, que espera agazapado para colárseme dentro por algún recoveco. Ayer, tumbado frente a la tele, por el rabillo del ojo izquierdo observé una sombra vaporosa y negra, como polvillo de carbón que ascendía, junto a las sillas del comedor. Fue un instante, pero suficiente para desconcertarme. Estuve a punto de llamar a Íker y pedirle una explicación. Para completarla, una empleada de Isidoro Álvarez se empeña en colocarme un seguro de vida desde el mismo día que me citaron, como si Sanidad cruzara la lista de espera con la base de datos de El Corte Inglés. Me ha llamado varias veces. Le he dicho que no. Pero ha insistido tanto que casi me habría gustado decirle que sí, que me ponga dos; entraría en el quirófano más tranquilo dejando un rastro de 100.000 pavos. Para los herederos. La necrológica, al menos, entra en el convenio colectivo. En los últimos días, además, mis hijos y mi gata, sin saber nada del asunto, han transformado su cariño natural, ya de por sí generoso, en obsesión sin medida. Y no se me separan ni con agua caliente. Estoy encantado, claro, pero esta mañana he tenido que mear sentado con el pequeño sobre las piernas. Probad: es dificilísimo hacer pis con trece kilos de amor encima. A la mayor le hemos dicho esta noche, tratando de quitarle hierro, que papá estará unos días en el hospital, como quien lleva el coche al taller para desatascarle las cañerías. Se ha puesto a llorar desconsolada y me ha noqueado. Esta tarde, mientras observaba por motivos laborales cómo el mar se tragaba al sol desde una de las playas más bonitas del mundo, -este trabajo todavía tiene cosas maravillosas- mi madre llamó a mi mujer para preguntarle qué tal estaba. Qué tal estaba yo, no ella. Que si me veía nervioso o centrado. Mi madre tiene poderes y, por muy lejos que yo esté, su onda corta siempre sintoniza mis preocupaciones; me tiene el cerebro pinchado.

Sumando sensaciones y acontecimientos, no hago más que pensar…. ¿Y si…? No, de ninguna manera. Pero… ¿y si algo se torciera? ¡Que no! El 26 de febrero bajaré a la arena de mi Todo Incluido vestido con mi pijama de luces para que me toree Manolete, pero convencido de que saldré indultado. Aguantaré las banderillas epidurales, los lances, alguna puya y su rebarbadora láser. Pero saldré entero, por mis narices. Tengo muchos planes. Así que no quiero ni oír hablar de infecciones hospitalarias. Y no es que tema por mí, sino por ellos, por mis pequeñas lapas. Y por su madre, que es mi norte, mi sur, mi villarriba y mi villabajo; por la unidad, vaya. Ya, todo va a salir bien. Pero soy gato escaldado, mal rezador y, en ocasiones, veo humo sobre las sillas del comedor. Permanezcan atentos a sus pantallas, que en breve saldrá un tipo en bata.